La vida, de la mano de años de incansable esfuerzo y sacrificio, tanto mío como de mis seres queridos, me ha otorgado un considerable bienestar. Mis méritos y mi reputación son altamente reconocidos en mi industria. Supongo que eso me convierte en alguien exitoso.
Pero no he hecho nada tan bien como la chicha que preparaba y servía al lado del cementerio.
Quizás mis circunstancias de entonces me hicieron ver ese trabajo, el primero de muchos que seguirían, de forma tan favorable. Había crecido en un hogar muy pobre, bajo el yugo de un padre violento e infeliz que engañaba a mamá con otras mujeres en nuestras propias narices (y a veces hasta en las de ella). En medio de la precariedad pocas cosas nos alegraban como cuando mamá traía los restos y huesos de aves que se rostizaban en una pollera local.
“No olviden los cartílagos, mis niños. Esos también son sabrosos.”
Y vaya que tenía razón. Mi bocadillo favorito era el mordisco de médula de gallina, sofrita con cebollas picadas y un toque de sal. Mamá tuvo poco (murió antes de que pudiera devolverle en vida su cariño) pero para ella esas tiras de carne, pegadas a la carcasa de un pollo en brasa, eran suficiente.
Viniendo de aquella miseria el poder servir cientos de chichas al día no sólo me parecía mucho, sino que lo sentía como verdadera abundancia. Tenía dieciséis años, y ayudar a preparar el magnífico refrigerio fué mi primer trabajo.
Hervir paquetes de arroz con cuatro palos de canela, licuar el mazacote que quedaba con no solo uno sino tres tipos de leche - líquida, evaporada y condensada - y luego servir aquel elixir de dulzura en un alto vaso de plástico con hielo, coronado por canela en polvo y leche condensada, era un opulento banquete. Un brinco de mi infeliz rancho a algo parecido al cielo.
Por todo eso, debe ser, me entregaba con tanta pasión a aquella simple labor.
Pero también siento que debe ser por lo que veía en los rostros de nuestros clientes tras su primer sorbo de la blanca bebida.
“La chicha sureña” era el nombre del puesto de Vicente, el hombre que me empleó de buena fé. Era un tipo tranquilo, de humor gentil y fácil sonrisa, cuyo carrito tenía décadas en el mismo lugar, a unos cincuenta metros de la entrada del cementerio más grande de nuestra ciudad.
Nuestros ingresos provenían, en su mayoría, de personas saliendo de sepultar a sus seres queridos, o de aquellos en vías de cargarlos al sepulcro. Ver a tantos dolientes vestidos de negro beber nuestro blanco refigerio era como contemplar a almas en pena que alcanzaban un trago de pureza.
“Raspa chamo” me susurraba a menudo Vicente, cuando veía a algún cliente en lágrimas. “Raspa el fondo, que ahí está el sabor.”
El viejo confiaba que su producto era un analgésico para el corazón, y aseguraba que mientras más sabrosa quedara la chicha mejor se sentirían sus compradores. En la base del enorme termo (más grande que cualquiera que haya vuelto a ver), estaba lo que él consideraba la fuente del gusto y la fragancia: cocos en dos, caramelos de azúcar y mantequilla, algunos limones y bolsitas de tela, rellenas con toda clase de especias. Agitarlos y presionarlos contra las paredes del recipiente liberaba su sabor.
“Raspa, raspa.”
Y cuando veíamos a aquellos afligidos comensales dar su primera probada entendíamos la importancia de nuestra pequeña labor. Sus caras recibían, por un breve instante, una pizca de sosiego y de candor. Algo de dulzura en medio de tanto amargue. A veces hasta se recordaban de darnos las gracias, y yo sonreía por dentro pues sabía que Hugo, en ese entonces pobre e infeliz, hacía algo, al menos una cosa, con indudable excelencia.
Un día se acercó un hombre, de los pocos clientes cuyo rostro verdaderamente recuerdo.
Este en particular no vestía de negro. Portaba un blazer marrón encima de una camisa de botones azul cielo. Veo aquellos colores con la misma claridad con la que aún veo su cara con acné, de esas que parecen no haber madurado junto a la calvicie y la naciente papada que la rodeaban.
Pidió una chicha, grande. En cuestión de segundos tenía su orden en la mano, pero el tipo no bebió. Tan sólo sostuvo y contempló el vaso por lo que parecieron minutos, mientras Vicente y yo atendíamos a otros clientes.
“Hay un pelo en mi chicha” dijo de la nada.
Resultó extraño escuchar eso. Tanto el viejo Vicento como yo usábamos gorras y jamás habíamos recibido aquella queja.
El cliente nos mostró el vaso.
“¿Lo ven? Un pelo negro.”
Ni el dueño de la chichera ni yo vimos de lo que hablaba. Lo único en el tope de su chicha era canela y leche condensada. Sin embargo, Vicente le sirvió otro vaso.
El hombre dió, casi de inmediato, un paso al frente, derramando un chorro de la bebida de arroz en la acera.
“Acá hay otro pelo.”
“Yo no veo nada patrón” le respondió Vicente tras una exagerada inspección.
“¿Cómo que no? La vaina es negra y larga, como una mapanare.”
También me asomé y, nuevamente, veía lo mismo que mi jefe en el recipiente: nada.
No obstante, Vicente le aseguró al tipo que el próximo vaso estaría libre de contaminaciones.
“Raspa Gian” me pidió, y con la cuchara presioné en círculos los secretos al fondo del termo. Percibía el aroma dulce y cítrico al mismo tiempo que mi jefe revestía, por tercera vez, los hielos con el espeso refresco.
Pero el hombre ni siquiera tomó el vaso.
“Ahí sigue” dijo con frialdad, antes de alzar la mirada a Vicente.
“Eres un viejo hijo de puta, y mereces morir.”
Otro cliente, un local de tantos que apreciaban al viejo chichero, empujó al tipo apenas escuchó sus crueles palabras.
“Ahí no hay un coño sapo” le dijo, interponiéndose entre él y nosotros.
Seguramente todos los presentes anticipamos la ebullición instantánea de la situación. Que un enjambre de puñetazos empezaría a revolotear ante nosotros.
Pero lo que hizo el hombre fué guindarse a llorar desconsoladamente, como un niño extraviado. Se apoyó, incluso, del extraño que acababa de empujarlo.
Alguien lo sentó en la acera. Le hubiéramos ofrecido algo de tomar, pero a estas alturas dejamos que el perrocalentero le diera una malta. El rostro joven de aquel hombre se bañó con las lágrimas de un crío.
“Mi hermana” balbuceó entre sollozos. “Yo tuve una hermana de pelo negro… Dolores, hermanita mía…”
Eventualmente alguien le pagó un taxi al insatisfecho cliente, y más nunca he vuelto a saber de él.
Tras su partida algunos de los presentes alegaron tener la vaga y difusa memoria de una noticia reportando la desaparición de una niñita de “como diez años''. Al parecer sus padres la perdieron de vista durante una visita a la tumba de la abuela y jamás se obtuvo rastro alguno de su paradero. Algunos creían haber escuchado de su pérdida dos meses atrás; otros hace dos décadas o más.
Un par de horas antes de finalizar el día, cuando la clientela empezaba a menguar, Vicente me pidió por primera vez desde que empecé a trabajar con él que lo acompañara a cerrar.
Usualmente insistía que me fuera temprano para evitar lo peor del tráfico, pero desde el incidente con aquel hombre parecía que todo había cambiado en el ambiente. Incluyendo Vicente, quien permanecía muy callado.
Ya de noche mi jefe me explicó que clausurar el negocio no implicaba más que limpiar el carrito, cerrarlo y traspasar los restos de chicha del termo mayor a uno más chico.
“Y dejamos lo que está al fondo, para el día siguiente” me explicó.
Así que después de limpiar y preparar el puesto para su transporte, Vicente pidió que sostuviera el termo más pequeño. Con parsimonia traspasó cucharada tras cucharada la chicha que sobró de aquel extraño día, cuidándolas como si cargara un zumo de rubíes.
“Nada se puede botar” susurró. “Esto se lo beben en un fin de semana los sobrinos.”
Yo asentí, conectado con aquel manso proceso. Las cucharadas de chicha, diluidas por el hielo, corrían del pochón con la gracia de una cascada, y el aroma de los cocos, las naranjas, los caramelos y las especias danzaba en el aire. Recordé que siempre sucedía así, a medida que se acababan los contenidos del termo.
Pero quedando quizás veinte centímetros de chicha, Vicente se detuvo.
“Listo, ya nos podemos ir” anunció el amable anciano.
En ese momento me dí cuenta que jamás habíamos llegado a vender un termo entero. Cada vez que nos acercábamos a descubrir lo que se raspaba de la base del termo Vicente me pedía que hirviera más arroz con canela, para luego él licuarlo con las leches y vertirlos con mucho hielo sobre aquel fondo que restaba del bache previo.
Jamás lo había cuestionado, pues el proceso resultaba en la mejor chicha que jamás había probado y probaré.
“¿Estás seguro Vicente?” le pregunté, agitando con suavidad el termote en el suelo. “Pareciera que queda bastante.”
Justo entonces algo se asomó del blanquecino líquido, elevado por mis sacudidas, y en un santiamén volvió a sumergirse.
Algo que heló la sangre en las venas y clavó mis piernas al cemento bajo mis suelas.
La suave voz de Vicente me extirpó de aquel trance.
“Hugo.”
Alcé la mirada, pretendiendo no haber visto aquello que me robó el aliento, pero que nunca sabré con certeza si fué tan sólo producto de mi imaginación.
“Qué lástima daba la situación del hombre de hoy, ¿no te parece?”
Los ojos de mi cariñoso jefe me veían con suma atención.
“Sí. Pobrecito” le respondí.
“Pobrecito. La gente que va y viene del cementerio sale destrozada, es de esperarse. Para eso estamos nosotros. Nuestra chicha es una pizca de familiaridad, calidez. Un gusto reconfortante… Tú lo sabes, ¿no?”
La expresión de la que escapó aquella última pregunta me intimidó. Como si de mi respuesta dependiera mucho, o hasta todo.
“No hay nada que me haga más feliz que servir chicha, Vicente.”
El anciano soltó la cuchara y, por un largo momento de silencio, la calidez que lo había caracterizado se desvaneció de su presencia. Me inspeccionaba con detenimiento, y caí en cuenta de la altura que su mala postura habitaba a esconder.
Y así, como si nada, Vicente volvió a suavizar su sonrisa.
“Gracias por ayudarme chamo. Anda a casa, que tampoco es seguro estar de noche por ahí.”
Incluso durante la mañana posterior dudé de si regresar. En cuestión de horas todo había cambiado para mí. Pero de todas formas me animé, sin saber que al llegar no encontraría a Vicente ni a su aclamado carrito.
Extrañado, lo llamé. Nada. Contestadora.
Decidí que volvería al día siguiente y tampoco encontré a mi empleador.
Como la niñita perdida en el cementerio, La Chicha Sureña pareció desvanecerse a cincuenta metros de su entrada. Junto a ella, y con la ayuda de lo que vi durante su último día en mi vida, se fugó de golpe la vocación más pura y sincera que he ejercido.
Aquel hombre afligido, el cambio de naturaleza de Vicente y, sobretodo, lo que encontré al fondo del termo, devastaron en tres golpes certeros mi mayor pilar de orgullo.
Aún me pregunto qué fué lo que mis ojos vieron flotar.
¿Efectos de la noche?¿Un espejismo del cansancio? ¿O es que mi sanidad se rehúsa a darle crédito a mi vista?
¿Vi, en serio, la cabecita de una persona asomada entre la chicha?
¿Es la última imagen que tengo de aquel oficio su cabellera negra, flotando en el brebaje? ¿Despedida de aquel rostro que miraba el borde de la olla, como esperando a ser rescatado?
Agradezca, honre y proteja su vocación. Sea lo que sea que lo llena, protéjalo como a un hijo, antes que un instante desafortunado lo sepulte para siempre.
Jamás he vuelto a amar algo como mis días de chichero.