Zumo



- Recuento de Adán, enfermero -

Ilustración de Flóres Soláno

No recuerdo mucho a mis primeros padres. La última imagen que tengo de ellos, latiendo interrumpidamente en mi corazón, es la de mamá y papá viéndome a los ojos, hablándome con sonrisas en sus rostros. Ni siquiera reconozco el sonido de sus voces, o qué me decían.

Es la memoria más antigua de mi vida, pero el tiempo la ha ido deshaciendo como un pergamino al viento.

Después de ella, mi recuerdo más remoto es el de las camas en la granja de mi abuelo.

Pa y Ma fallecieron en un accidente de avioneta, durante una de esas travesías cataclísmicas a través del tapiz montañoso de los andes. Mi abuelo paterno se encargó de cuidarme luego de su muerte. Yo tenía cinco años cuando me trajo a su finca, un criadero de vacas y toros sumergido en la neblina de las cimas de Mérida. Aquellas contra las cuales se estrelló el aeroplano de su hijo su nuera.

Los animales no sólo eran una fuente de músculo agricultor y comida. Sus pieles eran útiles como alfombras, chaquetas, sillas y camas. Sobre docenas de esos pellejos - cada uno tensado entre cuatro tacos de madera - dormían los residentes y familiares de la granja.

De las contadas cosas que permanecen en mi memoria de mi breve residencia ahí, recuerdo en particular la imagen de mi manito, reposada sobre el pelaje de ese cuero sobre el cual dormí hasta los siete años, cuando pasé al cuidado de Adrián, el mejor amigo de mi padre.

Recuerdo, también, pasar todo un día acostado en esa cama de vaca, gravemente enfermo y bajo el cuidado de mi abuelo, mis futuros padres y una docena de adultos.

Como ya debe ser evidente, las memorias de aquella etapa de mi vida son fracturadas y tenues. Cuento únicamente con breves vistazos de cómo se sintió vivirla, lo cual aplica, también, al día de esa enfermedad. De él, tan sólo retengo el sentir pánico, ajetreo, parálisis. La sensación de algo obstruyendo mi esófago y, finalmente, paz.

Días, tardes y noches de una paz que no he vuelto a sentir.

Por ende, sólo me queda narrar los acontecimientos de aquel suceso desde la perspectiva de mi padrino.

Adrián comenzó a visitarme en Mérida más de un año después de la muerte de Ma y Pa. Ya era sabido que él estaba designado para mi crianza, pero en su momento él consideró importante que yo pasara un tiempo con mi familia inmediata, antes de introducirse paulatinamente en mi vida. Seguramente él tenía también tenía que acostumbrarse a la idea de que le tocaba convertirse en papá.

Empezó a visitar la granja mensualmente, en donde aprovechaba dos o tres días para conocerme. Quería familiarizarse con mi temperamento y que yo me familiarizara con su rostro. Debo confesar de que, a excepción del atroz día al que ya he hecho referencia, mis memorias de Adrián nacen, con propiedad, una vez ya vivía con él en Caracas.

Cinco o seis meses después su primera visita, mi padrino comenzó a notar que algo había cambiado en mí.

Según él, y mi ya difunto abuelo, era un bebé angelical: lloraba poco, reía con facilidad, era gentil y curioso. Incluso permanecía sereno cuando, al decir “mamá”, mi difunta madre dejó de atender mi llamado.

Pero poco a poco me fuí transfigurando en un niño repelente, gritón, violento. Lanzaba la comida a las paredes, daba empujones de gratis y me escapaba constantemente de la propiedad. El giro en mi comportamiento había sido tan drástico que incluso la idea de un proceso de duelo no abastecía para explicarlo.

“Es que no sé... pareciera que algo le doliera por dentro” dijo alguna vez una de las empleadas de mi abuelo.

Aquella frase captó la atención del mejor amigo de mi padre, quien también había crecido en el campo, rodeado de ganados y gallineros. Empezó a notar que mis arrebatos, curiosamente, estaban acompañados de una creciente debilidad. Mis espíritus ardían, pero mi cuerpo parecía no tener combustible.

Al mes de esa realización estaba aún más decaído, y había desarrollado un mareo crónico, el cual me sacaba de balance o me hacía vomitar. Poco a poco los residentes de la finca fueron notando mi estado, y durante la siguiente visita de Adrián, llegaron a la conclusión de quién era el culpable del malestar.

“Una tenia” aseveró con convicción mi abuelo. “Así como lo ves a él, se ponen todas las personas a quien se les mete esa vaina.”

“La solitaria”, como coloquialmente se apoda a la lombriz parasítica a la que se refería el patriarca, usualmente entra a sus huéspedes a través de la carne cruda. Ya a esa edad mis dientes de leche me permitían devorar cubitos de res, servidos rojos porque “la punta se disfruta cuando aún le queda sangre''.

“Debe tener ya meses en la barriga del niño… quién sabe si más de un año” dedujo mi abuelo. “He visto gusanos de esos que terminan midiendo dos, tres metros.”

La gente rural tiene sus formas de lidiar con los asuntos de la salud, en parte porque los centros clínicos a menudo quedan imposiblemente lejos de sus terrenos. Dicho de forma más simple, deben ser ellos mismos quienes pongan cartas en el asunto, y todos decían conocer la forma más eficaz de deshacerse de la residente en mi estómago.

Las efímeras sensaciones que recuerdo de aquellos esfuerzos comienzan entonces, con Adrián y su futura esposa, Karla, acostándome sobre la cama de piel de vaca estirada entre los cubos de madera. Habían procurado mantenerme en ayuna todo el día.

Tal como la vieja técnica requería, un trozo de carne cruda, jugosa y alargada, fue atada al final de tres hebras de pabilo. Cuidadosamente, el tajo de solomillo fué descendido, como un espía en rapel, a las bóvedas de mi barriga, donde la tenia aguardaba sustento.

Mis futuros padres, y otro par de adultos, sostuvieron mi torso, cabeza y extremidades durante el descenso. Adrián me cuenta que yo pataleaba, daba arcadas y lloriqueaba, sin comprender a qué clase de pena estaba siendo sometido.

“Mami...” sollozaba. “Mami...”

“Shhh mi niño” susurraba Karla, “quédate quieto para que no te duela.”

Eventualmente, cuando la carne tocó fondo, fuí dispuesto boca arriba, con la cabeza colgando fuera de la cama de cuero. Formando, así, un túnel quasi-perfecto, desde mi garganta hasta la boca de mi estómago.

Mi abuelo, junto a dos de sus agricultores, tomaron cada uno un extremo de los tres pabilos que colgaban fuera de mí, y los tensaron con delicadeza. Apenas lo suficiente para elevarlos sobre mi rostro.

Y así aguardaron por varios minutos, aunque Adrián asegura que fué al menos media hora. Por años imaginé a todos los presentes sumidos en un solemne silencio, orando por mi bienestar. Recientemente Karla me aclaró que su comportamiento fue todo lo contrario: chismoseaban y hasta reían entre ellos.

“No vale Adán, para ellos eso era normal” me aclaró mi madrastra, “no más que otro sábado por la noche.”

Incluso mi abuelo y sus dos agricultores, sosteniendo los pabilos como balsas ancladas en mis tripas, debatían en cólera sobre los méritos de Los Magallanes como equipo de béisbol.

Mientras tanto, dos riachuelos de lágrimas corrían por mi frente. Las venas en mi rostro estaban hinchadas por el exceso de sangre en mi cabeza.

Súbitamente, mi abuelo mandó a callar a la habitación.

“Ahí viene.”

Y lentamente, él y sus dos empleados empezaron a jalar el pedazo de carne.

Los tres pabilos, al parecer, habían sido atados por seguridad: si uno se rompía, dos más persistían en la extracción de la carne y de la tenia, seducida por la porción de medallón.

Aún puedo calcar la imágen de un poco más de una docena de adultos alrededor de la cama de cuero, observándome. En mi mente, sus rostros viven atónitos, devotamente atentos; pero Adrían enfatiza, siempre que cuenta la historia, que todos hacían el esfuerzo de sonreír y aupar mi coraje.

“Te sonreían a petición mía” subraya en cada oportunidad. “Después de meses conociéndote, y de empezar a tomar nota de otros hijos de mis amigos, aprendí que nada asusta a un niño como ver a sus adultos preocupados. En cambio, si los notan tranquilos, tienden hasta a dudar si lo que les asusta es verdadero digno de angustiarse.”

Así que eso hacían todos: verme con serenidad y alegría, casi con orgullo. Como los padres que acompañan a sus hijos durante la primera comunión. La idea de ver una lombriz, con metros de longitud, posiblemente les asqueaba, pero no los perturbaba. Era parte de la vida, del mundo al que estaba siendo introducido.

Mientras tanto, yo luchaba contra la sensación de dos cuerpos babosos que atravesaban mi esófago: La carne, irritándome con un terrible cosquilleo, y una especie de alimaña, siguiendo el andar de su carnada a través de las paredes de mi cuello. Esas percepciones son de las pocas cosas que recuerdo, permanentemente, de esa noche.

Algo salió de mi garganta y rodó por mis cachetes. La carne aterrizó en el suelo de piedra con el peso de un denso escupitajo.

Pero la segunda opresión seguía dentro de mi. Arrastrándose hacia mi boca. Mi abuelo se asomó.

“Ya casi, la veo acercándose” informó a la habitación. Por última vez, todos me felicitaron y auparon.

Entonces vieron lo que, en realidad, salía de mi.

No tengo memoria alguna de lo que contemplaron, pero la voz de Adrián siempre se apaga al narrarlo.

“Todos nos quedamos en silencio, estupefactos…” cuenta a menudo. “Entre el asombro y el espanto.”
El pequeño brazo era apenas más largo que el de un niño, y a la vez tan delgado como el ala de un pollo. Desde la punta de sus filosos dedos, hasta la articulación del hombro que empujaba mi lengua, la extremidad estaba untada en baba y bilis.

Los presentes saltaron al rescate, sin saber qué tenían que extraer de mis fauces.

La cosa era mucho más fuerte de lo que su tamaño sugería, y capaz de resistir la fuerza de cuatro o cinco hombres tirando de su grotesca manito.

Pero antes de ser extraído de mi cuerpo, el invasor optó por dislocar su hombro, y los tres o cuatro granjeros cayeron atrás. El brazo se había arrancado de cuajo, y se retorcía como lo haría la cola de un lagarto.

Sin dejar rastros de sangre o gemidos de dolor, la cosa retrocedió una vez más a mi interior.

En medio del caos nadie sabía qué hacer, o cómo explicar que diablos era lo que se había alojado en mi barriga. Al igual que las profundidades del mar, las alturas de las montañas aún ocultan la mayoría de sus misterios.

Sólo una de las empleadas de mi abuelo poseía algo similar a una teoría.

“De niña mi tía me contó que hay enanitos que viven en la montaña, jugándole bromas pesadas a quienes vivimos acá. No sé si esto es de lo que hablaba… pero recuerdo que sus historias me asustaban porque me dijo que se robaban a los niños. Que por eso no podíamos andar sólos por el páramo.”

La empleada conocía, también, los mundanos ingredientes de una sustancia que resultaba el veneno ideal para las detestables pestes.

Nuevamente, fuí sostenido por varias personas, esta vez en una silla. Fue casi imposible contener mis patadas mientras, a través de embudo, las cocineras de la finca vertían en mi garganta tres tazas de una mezcla de vinagre, sal, pimienta pesada y zumo de limón. No tengo ni la más mínima recolección de esto, pero debe ser por ello que hoy en día detesto cualquier jugo remotamente acídico.

“Tranquilo Adán” pidió nuevamente Karla, con lágrimas en sus ojos, “quédate tranquilo para que no te duela.”

Pero lo peor estaba por venir.

A través del mismo embudo de metal me forzaron a beber alrededor de un litro de agua hirviente, casi al borde de la ebullición. Chillé por horas después de haber tragado la última gota.

El pálido intruso jamás escapó de mi cuerpo, y esa era la intención: que mis entrañas sirvieran como su sepultura; la trampa donde el asqueroso caldo lo sofocaría.

Lo único que recuerdo de esos momentos son las espantosas náuseas. Creo que fue la primera y única instancia en mi vida donde, genuinamente, pensé que me tocaba morir.

Adrián decidió aquella misma noche llevarme consigo a Caracas. Se había dado cuenta de que, más que familiaridad, un huérfano necesita un ambiente predecible, y el amparo de alguien quien quiera llamarlo “hijo”.

Por años, asumí que su decisión de finalmente adoptarme fué la fuente de aquella profunda e interminable paz que recuerdo después de los mareos y vómitos. Después de todo, era una cría abandonada y reintroducida finalmente al candor de un hogar.

Pero sólo recientemente, Adrían me reveló el final de esta anécdota. Después de Karla, soy la única persona a quien le ha confiado el desenlace de una historia la cual yo protagonizo, pero que se ha escapado a mi olvido.

“La decisión de adoptarte estaba hecha” enfatizó, “pero pensamos que quizás sería mejor esperar a buscarte un mes después, durante mi próxima visita. Me dije a mi mismo que te convenía ponerte mejor, que las cosas en tu día a día se tranquilizaran antes de llevarte a un nuevo entorno.”

Jamás olvidaré como Adrían miró a su alrededor, como cerciorándose de que nadie en su propia casa pudiera escuchar la última pieza del relato.

“Entonces llegó la mañana siguiente, y estabas callado. Ni un sólo llanto o queja salía de tu habitación. Me asomé a ver si estabas bien… y te encontré de rodillas en el suelo, rezando.”

Mi padrino se acercó aún más a mí.

“No sabía exactamente que tenías enfrente de tí, y me tomó un par de segundos detallarlo. Adán… sobre un charco de vómito estaban los pedazos de esa cosa en tu estómago. Algo parecido a un niño y a un reptil… y habías reorganizado los trozos de su cuerpo en la forma original del bicho.”

Adrián tomó un trago de café. Era evidente que esa visión seguía ardiendo en su cabeza.

“A eso le rezabas. Y precisamente porque no sabía qué era, o cuál era el significado de todo, entendí que tenías que salir de aquella montaña cuanto antes. Agradezco que tuve el buen sentido de empacar tus cosas y traerte conmigo ese mismo día.”

Yo también te lo agradezco, Adrián.

Aunque jamás he vuelto a sentir una paz igual a la de esos horripilantes momentos, pero te lo agradezco.