Vuelo



- Recuento de Alba, contadora -

Me sigue pareciendo curioso que David, mi esposo, fue quien lloró de los dos cuando nos despedimos en el aeropuerto.

No porque fuera algo extraño; más bien tenía todo el sentido del mundo. Su mejor amigo y esposa, la cual era mi mejor amiga, habían perdido la vida tan sólo meses atrás.

El avión que los llevaba a un destino tropical se precipitó en mitad del despegue. Al parecer aún sobrevolaba tierra cuando sus turbinas desfallecieron y la nave cayó de lado, como una nadadora de salto sincronizado. De los carbones, sólo una billetera y un anillo de matrimonio permitió identificar los restos de nuestros amigos.

Su fallecimiento dejó a un hijo huérfano, quien fue mudado a España para ser criado por sus abuelos. David y yo procuramos acompañarlo antes de su partida, y nos percatamos de la confusión de la que nunca parecía deshacerse el pequeño. Su mente era incapaz de entender que “muertos” no significa “no los verás por mucho tiempo”.

Después de todo esto acordamos que más nunca viajaríamos en el mismo avión. Si uno de nosotros perecía en un espantoso accidente, al menos el otro estaría ahí para nuestras dos hijas, Samanta y Claudia.

La primera vez que pusimos en práctica aquella regla fue para irnos a esquiar en Canadá. Teníamos nuestros pasajes mucho antes del accidente, y una parte de mi pensó que quizás mi esposo esperaría a las siguientes vacaciones, en lugar de pagar la multa por cambiarme de vuelo. Sólo cuando pisamos el aeropuerto me entregó mi boleto.

“Haces escala en Boston, y despegas unas horas después de mí” me informó.

Ahora que lo pienso sí tiene sentido que, un par de minutos después, era yo la que no lloraba.

Desde mucho antes de la tragedia que se llevó a nuestros amigos - hasta diría que desde que tengo uso de la razón - volar me causa pánico. A pesar de todas las medidas de seguridad, o de las casi nulas probabilidades de morir en un accidente aéreo, lucho con la convicción de que uno de estos días daré con mi fortuna. Que tarde o temprano me encontraré precipitándome hacia el mar, donde el impacto pulverizará lo poco que soy. En un avión haciendo su fatídico clavado, porque volar no se le dió.

Más que tristeza, como la que sentía David al despedirse, tenía miedo. El abrazo de mi esposo eran las luces que caen sobre un ciervo que cruza la calle: me paralizaba; pues me recordaba que, por improbable que fuera, esta podía ser la última vez que nos veríamos.

“Te quiero mucho” me susurró. “Avísame cuando estés sentada en el avión.”

Apenas me acordé de enviarle aquel mensaje cuando la tripulación pidió que apagásemos nuestros dispositivos electrónicos. Desde que rompimos nuestro abrazo, a través de seguridad y aguardando en la puerta del avión, mi cuerpo parecía tieso como el mármol, y mi corazón latía con la pasión de un preso que buscaba escapar de su prisión de piedra. Las lágrimas de mi marido ya no manchaban mi suéter, pero mis piernas continuaban temblando.

En el instante que el avión comenzó a moverse fuí avasallada por las imágenes contra las que llevaba meses luchando: breves pero indelebles fotografías de los últimos momentos de vida de mis amigos.

Los pasajeros percatándose de que el avión regresaba al suelo…

La pareja sosteniendo sus manos, llamando a su único hijo…

Las llamas ascendiendo por la cabina como la bala de un enorme cañón…

Un nené, dos asientos atrás del mío, comenzó a llorar. No tenía que voltear para saber que sus padres estaban desesperados por calmarlo.

“Shhhh” creí escucharlos decirle. “No te asustes. Volar es muy divertido.”

El niño contestó con más y peores alaridos. Por dentro yo también gritaba, pero debía mantener la ilusión que sus padres querían inculcarle: que planear a miles de metros de altura, dentro de un enorme tubo de hierro, es perfectamente natural.

Mis amigos también gritaron… incluso cuando sus cuerpos se quebraron, los pedazos gritaron… sintiendo el más puro fuego deshacer su humanidad… separados por metros de la única persona que querían a su lado...

Trataba de no pensar en ellos, incluso si los alaridos del niño me jalaban con facilidad hacia su muerte. De todas formas era muy tarde: el avión había despegado, y subía hacia las nubes con determinación.

Tengo la costumbre de no acostarme la noche previa a viajar, para que mi cuerpo sucumba al sueño y la tortura pase lo más rápido posible. A esa práctica le añadí un par de pastillas para dormir, las cuales tragué momentos antes de abordar. Requería de toda la ayuda necesaria para no sufrir durante aquella travesía.

Así que apenas las aeromozas comenzaron a ofrecer refrigerios me recosté contra la ventana, me arropé con un suéter y cerré los ojos. Los últimos sonidos que escuché fueron el temblor metálico de la turbina, bajo los llantos del niño al que quizás también le hubiera venido bien un somnífero.

Como la mayoría de los sueños que tenemos, no recuerdo en donde estaba mi mente en medio de esa incómoda somnolencia. Pero si recuerdo que eventualmente sentí un calor sofocante, junto al aroma de químicos y carnes en brasa.

Aún con los ojos cerrados inhalé, y el humo que ardió mi nariz, tráquea y pulmones terminó de sacudirme de aquel sopor.

El ambiente era negro, y la vez incandescente. El encuentro de columnas de fuego y una oscura nube, que ennegrecía todo lo que tocaba. La quema rugía como una manada de leones hambrientos.

“¡¿Qué pasa?!” chillé, poseída por un pánico mortal. “¡¿Qué pasa Dios mío?!”

La pregunta se la hice a la humanidad entera, pero sobretodo a un muchacho, de quizás veinte años, que ocupaba el asiento al lado mío. Solo entonces me dí cuenta que no podía verlo, pues su asiento estaba reclinado para atrás, como una camilla. Y su lugar lo ocupaba una brasa humana, moviéndose no por voluntad propia sino debido a los conjuros del calor, contrayendo apenas las articulaciones de sus brazos chamuscados.

El espanto estrujó mi garganta, al mismo tiempo que la punta del avión se desplomó hacia el abismo. Sentí en mi estómago la inequívoca sensación de vacío que se da cuando caemos, y las llamas ocupando el puesto de enfrente brincaron hacia mi rostro. El olor a pelo quemado, otra sensación irrefutable, emanó de mis cejas y mi pollina.

Golpeé mi rostro, tratando de apagar mi cabellera. Hoy en día me impresiona que, en medio de aquella situación sin remedio, luchaba como si hubiera algo que se pudiera salvar de mí.

Me impresiona también la inmediatez con la acepté que iba a morir. Que en meros segundos mi existencia se acabaría, y que la única esperanza que me quedaba era el deseo de no sentir dolor. Saltar del pavor a la parsimonia de la nada.

El vértigo subía hasta mi cabeza, y tenía la convicción de que mi cráneo estallaría en cualquier momento. Volteé, buscando esquivar aquella presión, cuando noté al resto de los pasajeros. Los lamentos y golpes dentro del ave de metal, así como la catástrofe que ardía en su interior, ocultaron los gritos de quienes también afrontaban su final. La misma clase de alaridos que, por meses, imaginé inundando los oídos de mis amigos.

Todo estaban pegados a las paredes, algunos golpeando sin uso las ventanas. Las llamas los asediaban, y revestían las tinieblas que ahora eran sus cuerpos: costras andantes, ampollas y vapor sobre figuras que se transformaban en carbón. Algunos, convertidos en antorchas, deambulaban débilmente, como estatuas que buscaban a ciegas su pedestal.

Voy a morir, volví a decirme. Moriré en este infierno.

El avión dio un brinco, y sentí que era la única que gritó. El calor—Dios santo—era indescriptible. Respirar era vertir agua hirviente en mis pulmones, sentir la picazón de pimienta tapizar mi garganta. Rasqué mi cuello, no sé si para aliviar a aquel hormigueo o si para abrir alguna otra vía respiratoria de la cual pudiera escapar el calor.

Y no sé cómo, pero por primera vez desde que abrí los ojos mi mirada fue capaz de ver lo que había al final del pasillo. Alguien, la única persona en el corredor, lo andaba. Calmadamente. Sin prisa.

Pensé que quizás aquel individuo había dado con una escapatoria. Una mínima apertura que permanecía ajena a la pira. Mi instinto me llevó a intentar abrir mi cinturón y correr en su dirección, pero mis manos saltaron con tal sólo rozar la hebilla. El seguro de acero había empezado a enrojecerse.

Volví a alzar la mirada hacia el andante del pasillo. A pesar de la inclinación del avión, que hubiera tumbado a cualquier humano, este seguía su trayecto. Acercándose más y más a mi asiento.

“¡AUXILIO!” imploré. “¡SIGO VIVA! ¡AUXILIO!”

El hombre continuó andando, y ahora estaba a una o dos filas de mí. Fue entonces que me percaté de que había algo raro en su apariencia. No era una persona común, pero mi terror conjuró otra explicación: el calor lo ha deformado.

Sólo cuando llego a mi fila, el pálido ser se detuvo, y volteó. Su mirada encontró la mía. Traspasaba el humo y el fuego como el chorro de dos mangueras, cuyas aguas no tenía la intención de apagar las llamas.

“Tú” me dijo, en un susurro que alcanzó mis oídos como dardos a mis tímpanos.

Y por un momento, mi mente se alejó del incendio, del avión en caída, de la agonía de respirar, de los pasajeros que se asaban por doquier.

Toda mi atención se entregó a aquel ser que me miraba, y al espanto de su presencia: era alto, más que una persona normal, y sus ropas le quedaban exageradamente pequeñas. Sus pantalones no llegaban a sus rodillas, y una diminuta franela apenas tocaba el estómago de su famélico torso. La prenda tenía una especie de imagen, de la cual sólo reconocí un par de ojos enloquecidos.

Y aquellas vestimentas cubrían un cuerpo que también estaba estirado. Un pellejo, prensado y a punto de rasgarse, era lo que tenía de piel, como si la naturaleza no le hubiera concedido suficiente epidermis para cubrir con soltura sus músculos. Parecía que su tez era poco más que una membrana, que ni siquiera le daba para arropar sus dientes con labios, o párpados con los que resguardar sus ojos. Un manojo de hebras constituían su cabellera.

“Tú” volvió a decirme, y comenzó a inclinarse hacia mí. Todo lo que podía pensar es que este era satanás.

“Debiste haber sido tú, no yo” me dijo, con un rostro tan tenso que era incapaz de reflejar el odio en su voz con una expresión. “Debiste haberte muerto tú.”

El ser se acercaba aún más. Reposó su mano sobre el joven que ardía en el asiento de al lado, desmoronando su hombro en brasas.

“¿Por qué yo?” me preguntó entre dientes, al mismo tiempo que su enorme mano capturó mi pescuezo y empezó a apretarlo. Su fuerza era peor que el calor que me sofocaba.

“Muérete… debiste haber muerto tú” susurró. En medio del odio sentí escuchar los inicios de un sollozo.

Miré hacia arriba, pues mi vista empezó a revestirse en sombras, y no quería que lo último que viera fuera aquel rostro, o el fuego que pronto me consumiría. El techo y la señal de abrocharse bastarían.

Me apena decirlo, pero lo último en lo que pensé antes de perder el conocimiento no fueron Clau o Sammy, mis dos niñas, o el gentil rostro de mi David. Fue miedo. El profundo e inconsolable terror de saber que este era el destino que me había esperado.

Con las sombras llegó el silencio, y junto a este el fin del calor. Recuerdo sentir que pasé largos años en aquel limbo, cuando en realidad fueron meros minutos. Desperté en búsqueda de una bocanada de aire.

El avión estaba intacto, sin la más mínima presencia de fuego o humo. Lo cual no quería decir que la paz reinaba en la nave, pues el ruido de una conmoción me había arrancado de la pesadilla. Varios asientos atrás se escuchaban gritos y discusiones. Todos los pasajeros miraban en dirección a un grupo de personas alarmadas.

“¡Ayúdenlo!” chillaba una mujer, desconsolada. “¡Por favor, alguien ayúdelo!”

“¡¿Quién acá es médico?!” chilló un hombre, desesperado. “¡¿Enfermera?!”

Probablemente ya era muy tarde. Su hijo, aquel niño que horas atrás lloraba y pataleaba en pánico, había muerto en medio de nuestro viaje. Era improbable para alguien de su edad, pero al parecer fue abatido por un infarto espontáneo.

Varios de los pasajeros rezaron por su alma durante el resto del vuelo. Otros, incluyéndome, nos acercamos a intentar, por más inútil que fuera, consolarlos. Los padres sostenían el cadáver en un estado catatónico y tembloroso. Me dieron las gracias sin siquiera voltear a mirarme. No quería ver el cuerpo de su hijo, quien tenía quizás siete añitos, pero supongo que un instinto jaló mi mirada.

De no saber lo ocurrido hubiera pensado que el nené dormía. Sólo su palidez delataba lo contrario. Lágrimas nublaron mi mirada al mismo tiempo que noté que su camisita era del demonio de Tasmania, aquella caricatura de un ser peludo y alocado.

La misma que, supe inmediatamente, había visto en mis pesadillas.

Puesta en el alargado torso de ese ser que, en mis pesadillas, había intentado aferrarse a mi cuello, y a mi vida. Con la fuerza de alguien que está a punto de caer a un abismo.

Nunca he vuelto a dormir en un avión, incluso si continúo viajando sin la compañía de David. Prefiero entregarme a mis temores despierta.