Voz



- Recuento de Marisabel, respiróloga -

Jamás entendí a qué se referían todos cuando describían a mi tío Mario como mudo.

Entre mis primeras memorias—aquellas que parecen dibujadas en tiza y que se suavizan con el tiempo— vive una de él. Me sostenía por los brazos para elevar mis piernitas de cuatro años sobre la alfombra, y me cantaba una gaita navideña.

“Fuego al cañón, ¡PUM! Fuego al cañón, ¡PUM! Para que respeten nuestro parrandón…”

No sólo recuerdo el tono juguetón de su voz. También puedo escuchar mis risitas tras cada cañonazo. Incluso sospecho que imitar esos “¡PUM!” fueron mis primeros bocetos de palabras.

Pero esa no fue la única ocasión en la que Mario me mostró su habla. No lo veía tan a menudo como hubiera querido, pues vivía fuera del país, pero siempre que nos encontrábamos se tomaba la oportunidad para conversar conmigo. A solas.

Tenía una voz delicada, casi infantil, y siempre se acoplaba a mis intereses del momento: cuando tenía seis anotó mi receta de sándwich de dulce de leche; a los diez aceptó explicarme la disposición de las constelaciones; me aconsejó sobre chicos y las relaciones más de una vez durante mi adolescencia. Ahora que soy madre entiendo que eso hacemos los adultos cuando hablamos con los pequeños: ajustarnos a sus pasiones e intereses. Y no se lo dije nunca, pero la amabilidad de sus palabras y el tono de su voz bordaban en la belleza.

Sin embargo, con cualquier otra persona mi querido tío se comunicaba con señas.

Lo cual parece siempre había sido así, pues todos sus familiares tenían el vocabulario de gestos perfectamente aprendido, incluyéndome. En nuestra familia siempre fué una prioridad el que Mario se sintiera incluido, al punto en era un sacrilegio interrumpirlo cuando intercedía. Todos callábamos como si de sus palmas emanaran los más valiosos discursos.

En una ocasión, cuando era muy pequeña, le pregunté a mi madre porque al tío Mario había que hablarle con las manos.

“Él nació así” respondió con total casualidad. “Algo en su garganta no funciona.”

Mamá notó que su respuesta me confundía, y cuando le dije que el tío hasta me había cantado fue ella la que se confundió.

“Ay mi amor” concluyó incrédula y entre risa, “me suena que te lo imaginaste todo.”

Pero la siguiente vez que el tío Mario visitó la ciudad, para las navidades, volví a escucharlo hablar. Esta vez me explicó cómo jugar a las damas que alguien me había obsequiado. No había más nadie a nuestro alrededor, como parecía suceder siempre que me hablaba. Así que aproveché, mientras guardaba el tablero, a preguntarle si en verdad era mudo.

El tío se sonrió, revisó sus alrededores y prosiguió guardando las fichas. Sólo cuando la última aterrizó en la caja me dió su respuesta.

“Sí, soy mudo… pero sólo tú puedes escucharme Mari” susurró, su voz sonando tan fina corría el riesgo de disiparse. “Aún no puedo contarte por qué. Prométeme que no le dirás a nadie y yo prometo explicártelo todo la próxima vez que nos veamos.”

Cerramos el trato con un apretón.

Transcurrieron tres años antes de nuestro próximo reencuentro, en los que mantuve mi palabra y las ganas de saber la causa de este enigma. La reunión fue en casa de los abuelos, a causa del día de las madres. Mario estaba en el patio frontal, atendiendo un rosal que tenía cultivando desde niño.

Procedimos a saludarnos e intercambiar un breve resumen de nuestras vidas, al mismo tiempo que lo ayudaba a podar los arbustos. Sus manos se deslizaban entre las flores, y me recordaban a la niebla. Aquellas palmas y aquellos dedos, que usaba para comunicarse con su especie, parecían también hablarle a las rosas.

Al cabo de unos minutos mi tío volvió a susurrarme, como tres años atrás. Me preguntó si había cumplido nuestra promesa y supo que en mi respuesta estaba la verdad. El hermano de mamá miró nuevamente a los lados antes de hablar.

“Quiero que te acerques un poco, porque nadie más debe saber lo que te voy a contar” me pidió, y así hice, sintiéndome nuevamente como la pequeña que recién había aprendido damas.

“Cuando era un niño, un poco más grande que tú, mis hermanos me llevaron a donde una señora. Ellos juran que no estaba ahí, pero es porque no se recuerdan bien. Esta señora era mágica. Podía ver tu futuro y ayudarte a arreglarlo, pero sólo un poquito. A cada uno de nosotros le dijo un secreto, como este que te digo ahorita. A mí me dijo que sólo una persona podría escucharme, gracias a su poder… pero que esa persona tardaría muchos años en llegar. También me dijo que sería de mi familia.”

El tío puso su mano sobre mi cabeza. Quizás esto es un adorno de la memoria, pero cuando recuerdo su mirada la veo barnizada en lágrimas, sobre la sonrisa con la que inició su confesión.

“Mari y Mario: creo ya sé porqué nos llamamos tan parecido.”

Quizás él no estaba llorando, pero yo sí recuerdo sentir un nudo en la garganta. Terminamos de regar y podar las rosas, murmurando juntos nuestras canciones favoritas de Juan Luis Guerra.

Horas más tarde, al salir de la casa, traía conmigo la ilusión de que era parte de un cuento de hadas. Por muchos años atesoré el relato del hermano de mi mamá, incluso ya de adulta. Nuestra confianza me era más importante que destapar las razones detrás del misterio de su voz intermitente.

La próxima vez que la escuché fue nuevamente en la casa de mis abuelos, en la habitación que mi tío tuvo de niño. Mario estaba de visita para someter a sus ojos a una operación láser, de las primeras en el país. Aunque el médico era de extrema confianza (el abuelo era cirujano) mi tío estaba nervioso.

“Soy mudo y ahora puede que me quede ciego” me dijo, su chiste enterrando una pizca de temblor en su voz. Me reí de su comentario, antes de insistirle que no dijera eso “ni en broma''.

No tengo mucha memoria de qué otra cosa hablamos, más allá de que fue una interacción amena e inconsecuente. Después de todo era jueves, ambos estábamos cansados y sabíamos que nos veríamos de nuevo al día siguiente. Quisiera poder recordar con exactitud las últimas palabras que me dijo, pero creo que fueron algo como:

“¿Te importa abrir la ventana Mari? Siento que está hirviendo.”

Eso hice—a pesar de que en realidad no hacía calor—y minutos después me despedí, para irme a estudiar con unas amigas.

Aquella noche mi tío salió a regar su rosal. Nadie sabe exactamente por qué, pero suponemos que seguía inquieto por la cirugía, pues era el único en la casa que no dormía. Tenía consigo una jarra con agua, para las flores.

De sólo haber recibido las dos puñaladas en el pecho, es posible que hubiera sobrevivido.

Pero los maleantes, los cuales jamás fueron descubiertos, también le rasgaron el cuello y levemente la yugular. Sus rodillas fueron reventadas a palazos, así que las fracturas lo mantuvieron acostado. La investigación estimó que mi tío pasó largos minutos en el suelo, ahogándose lentamente en su propia sangre. Incapaz de llamar a su familia para que lo ayudara.

El vinotinto que corrió de su tráquea y de su torso se entremezcló con su orina en el barro, en un pequeño pozo bajo su deshecha rodilla.

Duele saber que se fue orinado del miedo. Que su último contacto humano fue con esos desquiciados que lo sentenciaron al sinsentido de su muerte.

Nadie quiso hablar del asesinato del tío Mario por mucho tiempo. Incluso parecía que la familia evitaba reunirse para no sentir su ausencia. Cumpleaños, años nuevos, navidades, otro día de las madres… por años se sintieron como ocasiones rotas, incompletas. Y las huíamos con tal de evitar evocar el espanto que había recaído sobre nuestro querido Mario.

Mamá en particular luchaba siempre contra la tristeza. En más de una ocasión la encontraba por su cuenta, llorando. Todo lo que me sentí capaz de hacer era abrazarla, y todo lo que mamá me decía era lo que sigue diciendo de su hermano: “me hace mucha falta”.

A mí también me hacía falta. No veía al tío a menudo, pero su voz pesaba en mi vida. Extrañaba sus consejos, su espíritu sincero y lo bonito que cantaba. Era una voz pequeña, pero cómoda de sus dimensiones. Como un colibrí, que no necesita ser un águila.

Con el tiempo se fue calmando el ardor de nuestra pérdida, y la familia volvió a acoplarse a nuestras pequeñas ocasiones. Cada reunión dolió menos, e incluso empezamos a recordar con risas y asombro las ocurrencias y el cariño de mi tío. Sólo alrededor de esos tiempos me sentí cómoda de compartir el secreto que me había confiado, y decidí preguntarle a mamá acerca de la maga.

Mi madre, quien cocinaba una torta de naranja en el pantry, no comprendía a qué me refería. El tono de su confusión me recordó vívidamente a la que expresó muchos años atrás, al contarle que su hermano me hablaba.

Pero a medida que insistí y recapitulé mi historia, mamá alentaba su preparación de la mezcla, y cuando mencioné los secretos de la mujer soltó el tazón. Su mirada se perdió en el espacio.

“¿Mario te contó eso?” preguntó. “¿Mi hermano?"

Al afirmar las dudas sus ojos permanecieron quietos.

“No puedo creer que me había olvidado…” me dijo, aún con la mirada perdida. “Sí… sí, esa mujer nos contó el futuro. Pero Mari, no era una maga, sino una bruja. Nos vió en un cuarto oscurísimo, en el sótano de una casa abandonada. Tenía una vela en las manos y empezó a rezarle a un montón de muertos y demonios. Todos escuchamos voces y pasos en la oscuridad. Salimos despavoridos de ese lugar.”

Mamá no me quiso contar lo que la bruja le había susurrado al oído, y apagó mi empeño de saber aseverando que ni siquiera se acordaba. Yo reí y la llamé asustadiza. Jamás supuse que, años después, me sentiría como ella lo hizo en el sótano de la hechicera.

Tenía cuarenta y dos años, y compartía una casa con mi marido y dos hijos. La vivienda era la misma en la que creció Mario y mi madre: mis abuelos prefirieron vendérmela antes que a un arquitecto que deseaba reemplazarla con un condominio. Su decisión había llenado de júbilo a mi y a toda la familia, pues todos amábamos el lugar.

A los pocos meses de la mudanza, me levanté por la madrugada. Creía haber escuchado a alguien entrar a la habitación.

Al despabilarme, vi que la puerta seguía cerrada con llave. Mi esposo roncaba plácidamente a mi lado, lo cual implicaba que me tomaría media hora volver a conciliar el sueño. Volví a acostarme, y observé las sombras de los árboles bailar en el techo de la recámara, al compás de los redobles de mi esposo.

Justo entonces mis oídos percibieron algo más.

Me paré de la cama y caminé a la entrada de mi cuarto, en donde me detuve para seguir escuchando. Mi corazón latía con tal fuerza que amenazaba opacar lo que se movía en medio de las habitaciones:

Un tarareo.

La gentil voz de un adulto, rebotando con facilidad por toda la casa.

No podía reconocer la melodía de la canción, pero sí quien la entonaba.

Abrí suavemente la puerta y miré por la ranura. No había nadie en el piso de nuestras habitaciones, pero de ahí provenía el suave cantar. Podía sentirlo a pasos de mí.

“¿Tío?” pregunté en voz alta.

El tarareo cesó de inmediato.

“¿Eres tú, tío?” volví a preguntar, haciendo eco en el espacio.

A los pocos segundos el tarareo continuó, nuevamente a pocos metros de mi. Algo me dijo que debía regresar a mi habitación y cerrar la puerta. De vuelta en mi cama escuché a aquella voz hacer música por un largo rato, subiendo y bajando las escaleras, recorriendo la sala y el jardín. Mi curiosidad poco a poco se convirtió en disfrute, y volví a retomar el sueño.

Por varios meses continué escuchando, quizás una vez por semana, la voz que tanto había extrañado. Durante las primeras mañanas, tras cada aparición, dudaba de mis sentidos; consideré incluso que la nostalgia y la memoria, o quizás una curiosa ilusión auditiva, me hacían escuchar algo que no existía en la casa.

Pero parecía que con cada manifestación la voz se tornaba más nítida y confianzuda. Llegué incluso a reconocer en ella el timbre y tono inimitables de Mario, el adulto que probablemente mejor me entendió durante mi niñez. Supuse, incluso entonces, que era un arrebato de mi imaginación, la cual arrastraba consigo algunos de los recuerdos más gratos de mi vida.

Entonces mi hijo mayor escuchó la voz, y supe que aquello no era un hechizo de la nostalgia.

Al revelarme esto ya le había sucedido varias veces. Me lo contó en medio de prepararle el desayuno, como cuando mi mamá cocinaba aquella torta de naranja. Pero mi hijo, entonces un adolescente, no percibió un frágil tarareo, o el tierno habla de mi tío Mario.

“Los gritos son horribles mamá” me dijo, tan serio como nervioso. “Llevo noches escuchándolos y siento que cada vez son peores.”

Inicialmente pensó que era alguien en la calle. Quizás algún indigente afectado por demencia, cuyos alaridos se colaban en nuestro hogar. Mas fue cambiando de opinión.

“No oigo pasos, pero sube y baja las escaleras. Lo escucho en la sala, o subiendo las enredaderas al otro lado de la pared de mi cuarto. Siento que nos busca.”

Tal como mi madre con la torta, permanecí quieta. Incapaz de ir más allá de prometerle que estaría atenta, y pedirle que me avisara la próxima vez que sucediera.

Transcurrió otra semana antes de volver a sentir el canto navegando por el hogar de mi abuelos. Al rato se le unió el llanto del menor de mis hijos.

“Hay alguien gritando afuera de mi cuarto mami” sollozó cuando llegamos alarmados a su habitación. “Quiere entrar porque algo le duele.”

El pequeño durmió en mis brazos, aun cuando yo no pude pegar el ojo el resto de la noche.

No sería la última vez que mis hijos escucharían aquellos llantos. Durante meses me despertaban sumidos en la más sincera preocupación, y largas ojeras se acomodaron en sus caritas. Mientras tanto, yo seguía escuchando las dulces canciones de mi tío.

Todo se sintió distinto la noche que mi esposo me sacudió de un sueño para despertarme. A su lado estaban nuestros niños, nuevamente inquietos y exhaustos.

“Marisabel… ¿lo escuchas?”

Sí: lo escuchaba, mas no gritando desgarradoramente. Tarareaba, esta vez desde el lavandero.

“¿Marisabel”” preguntó el hombre, sumamente nervioso.

No me atreví a llevarle la contraria. Algo de esa idea me parecía cruel e inadecuado. Así que pretendí que yo, también, podía escuchar los gritos de alguien en nuestro hogar. Aun cuando cada fibra de mi ser me imploraba hacer lo contrario.

Al día siguiente mi esposo contactó un cura, el cual aceptó venir a bendecir la casa. El sacerdote estaría disponible para la visita en menos de una semana. El día previo a su llegada,  hubo un instante en el que estuve completamente a solas. Mis niños estaban en clase, mi marido en la oficina. Organizaba una pila de DVDs cuando, por primera vez desde escuchar el tarareo, me detuve a pensar; a considerar si el valor de mi cariño y el calor de mis recuerdos verdaderamente pesaban más que la angustia con la que convivía mi familia.

Dejé los discos en el suelo y subí a la habitación que alguna vez le perteneció a mi tío Mario. La habíamos convertido en un cuarto de visitas, pero por los momentos no era más que un depósito temporal de cajas por desembalar. Ahí estuve parada por largos momentos, viendo como el Sol se escurría entre las persianas, para revelar el polvo en el aire. Sintiéndome rodeada.

“Tío… tienes que dejar a mi familia.”

Las palabras chocaron con el silencio, como si una calcomanía hubiera sido arrojada sobre una acuarela. Toscamente, le expliqué al hermano de mi madre lo poco que sabía: que me hacía falta, que lo quería, pero que el precio de nuestra cercanía no podía ser la tranquilidad de las personas que más quería. Le dije, también, que él los hubiera amado y ellos a él. Pero que si esta era la forma en la que lo conocerían, mejor sería que permaneciera como un misterio; meras fotos en la casa de los bisabuelos. Sobre todo, le pedí perdón. Perdón, disculpas y más perdón.

“Amo tus canciones… no sabes cuanto las extraño… pero tienes que irte tío. Todos te extrañamos, pero te toca dejarnos.”

El silencio permaneció igual de firme. Noté entonces la ventana del cuarto, la que Mario me pidió abrir para refrescarse la última vez que lo vi en vida. Esta vez estaba abierta, y algo en mi me hizo cerrarla antes de abandonar la recámara y regresar al estar.

No hubo necesidad de que el cura viniera, pues mi familia dejó de escuchar los alaridos.

Y yo no he vuelto a escuchar el canto de mi tío Mario. Aquella voz gentil que nadie más tuvo el privilegio de disfrutar.

En su lugar, ahora escucho los gritos que no pudo dar la noche de su muerte.

Ocasionalmente, quizás una vez al mes, me despiertan. Yo los escucho, mientras que mis hijos y esposo duermen. Recorren toda la casa, se anclan en la puerta de mi cuarto, o en la ventana que da para un balcón. Son desgarradores, inconcebibles. Los alaridos que da un bebé al entrar al mundo, y que rara vez soltamos al salir. Siento que el hermano de mi madre busca ayuda.

“¡MARI! ¡MARI!” lo creí escuchar gritar alguna vez.

No sé si me odia o me necesita.