Era el día de mi boda. Ninguna de las pocas amigas que pude invitar perdía la oportunidad para reiterarme lo bonita que, decían, me veía. Pero por dentro, entre el apresuro y los nervios, sólo pensaba en la gran irresponsable que era.
El matrimonio debía de ser la primera oportunidad de celebración tras una temporada de consecuencias. Años atrás, las mujeres de mi vida me convencieron de salir con Armando.
“Ese es un tipo con chispa.”
“Sabe moverse, va a hacer plata.”
“Nadie se mete con él. Todas queremos caminar al lado de un hombre así.”
Los pretextos a su favor fueron muchos, pero la decisión terminó siendo mía. En mí recae tanto la responsabilidad de nuestro empate, como la consecuencia del mismo: mi dependencia a Armando, a su aprobación y compañía. De ellas nacieron las llamadas a las tres de la madrugada, durante la breve época en la que intenté terminar con la relación. Y como consecuencia de esas llamadas nación Sebastián, nuestro bebé y quizás lo único bueno que ha derivado de este noviazgo.
Mi boda - que para nada sentía mía - fue quizás la última de esa larga fila de consecuencias. La secuela de no cuestionar costumbres, tradiciones o las fétidas normas del “deber ser”, incluso cuando ni Armando ni yo queríamos casarnos.
La fiesta resultó pequeña y humilde, acorde a los deseos de ambas familias. Pero incluso así sentía que no me la merecía. Que mi primera noche sin Sebastián era un privilegio que no me había ganado.
“Será lo mejor para ustedes y para el nené” nos aseguró mamá cuando decidimos dejar a nuestro hijo en casa.
Mis padres ofrecieron cubrir los costos de una niñera, pero Armando no perdió la oportunidad para presumir los productos de su compañía de cámaras de seguridad (que no es para nada “suya”, pues es tan sólo un supervisor).
La niñera se iría una vez Sebas estuviera durmiendo y de relevo quedaría una cámara, cuyo material quedaba grabado en una nube y se transmitía, en vivo y directo, a una aplicación en nuestro celulares.
“No importa donde estemos, podemos ver segundo a segundo lo que pasa en nuestra casa. ¡Y miren! ¡Miren! La app incluso nos notifica si hay algún movimiento o demasiado ruido” fanfarroneó mi futuro esposo.
Así que así terminé, preocupada en medio de mi boda; convencida por mis inseguridades de que no hacía falta contratar a alguien que cuidara a la criatura que más quiero en el mundo. Incluso ante el cura, mi mente era asaltada por imágenes de Sebastián haciendo lo que menos me gusta que haga: hablarle a un rincón en su habitación, en las pocas ocasiones en que se encuentra a solas.
Varias veces lo habíamos pillado, balbuceando a una esquina de la recámara. Parecía que siempre que lo dejábamos por su cuenta terminaba entablado en aquella extraña conversación.
Algo de su oyente, aquel rincón desnudo y frío, en medio de una alcoba abarrotada de peluches y juguetes, jamás cesó de inquietarme.
Mi tía Margarita, quien notó que no dejaba de revisar mi teléfono, se acercó a decomisar con gentileza el dispositivo.
“Dame eso amor” me pidió. “Sé que no es fácil, a mi también me dió mamitis. Pero distráete. En medio de todo, es tu día.”
Y así intenté. La ceremonia y el festejo ocurrieron dentro del mismo espacio, el salón de fiestas de un restaurante del que se coleaban los ritmos de su música de fondo. No tendríamos cambio de vestido, cortejo, sesión de fotos, cotillón o DJ. Los veintisiete invitados disfrutaron tan sólo de una cena de tres platos, que al menos nos aseguramos fueran deliciosos (el pastel, oprimido por una gruesa coraza de fondant, siendo la excepción).
Pero hasta el momento en que probé mi único bocado del postre, mi mente seguía preocupada por revisar el celular. Me convencí de que necesitaba así fuera un pequeño vistazo a la aplicación. Ver la imagen en blanco y negro de mi Sebastián en su cuna, durmiendo bajo su sábana de Dumbo.
Cerca del final de la boda convencí a mi tía de dejarme ver el celular. No había recibido ninguna notificación de ruido o movimiento en el cuarto del bebé.
Pero al abrir la aplicación me encontré con la transmisión de una habitación vacía.
Sebastián no estaba en su cuna.
Retrocedí la grabación. En segundos ví la transmisión de las últimas tres horas, durante las cuales la cuna seguía vacía. Los mansos giros del móvil de animalitos eran lo más cercano a rastros de vida.
“¿Viste mi amor?” me dijo desde su asiento Margarita. “Todo está bien.”
Eventualmente, dí con las últimas imágenes de Sebastian.
Paré el retroceso. Le di play.
Sebastián dormía, de lado. Una de sus mediecitas se había deslizado de su pie de malvavisco, y reposaba a su lado, amuruñada. Como si fuera su primera mascota.
Y de la nada, la plácida escena fue interrumpida por la apertura de la cuna. Tan abrupta y salvaje, que el mueble entero rodó un par de pies, y mi bebé alzó su cabecita, aún somnoliento.
No había nadie más en el cuarto, ni siquiera una sombra. Lo que sea que agarró a Sebastián por su piecito desnudo, para llevárselo fuera del rango de visión de la cámara de Armando, era invisible.
Mis alaridos dieron por terminada la fiesta.
Arrojé mis tacones a un lado y corrí al vehículo de mi hermano. El restaurante quedaba a siete minutos de la casa. De Sebastián. Siete minutos en los que no podía respirar. Mis manos de gelatina temblaban, incapaces de librarme del vestido y el velo.
El vehículo no se había detenido cuando salté de él, descalza. En medio del pánico no me percaté de que la entrada principal seguía cerrada con llave. Que no había señales de forcejeo o intrusión en la propiedad.
Tiré la puerta a un lado y embestí hacia las habitaciones.
“¡SEBASTIÁN!”
“¡Valeria espera!” gritó mi padre, quien temía que hubiera alguien escondido en la casa.
Sólo quería encontrar al bebé en algún rincón. Que la grabación que yo y al menos cinco personas más habíamos visto no fuera más que un error de fábrica del empleador de Armando.
Pero sabía que no era así. Alguien había secuestrado a mi Sebas, a quien jamás debí haber dejado sólo.
Tal era mi convicción que al abrir su oscura alcoba, y verlo de pie en su cuna, pensé que ante mis ojos había un fantasma.
Lo alcé. El peso de cuerpo, el olor de su pelo… La criatura en mis brazos era mi hijo.
Y sus llantos, que en tantas ocasiones había serenado, me confirmaron que era un niño de carne y hueso.
Nadie sigue siendo capaz de explicar la transmisión, o cómo la realidad difiere de lo grabado. A veces vuelvo a revisar el video, a ver si por cosas de la vida se corrigió. Pero la grabación permanece intacta: Sebas duerme al lado de su mediecita, algo lo jala fuera del cuarto y transcurren casi tres horas de absoluta quietud… interrumpidas por un corte abrupto a la misma habitación, en la que mi hijo está de vuelta en su cuna y me contempla entrar, como un animal desenfrenado, a rescatarlo.
Más nunca he vuelto a dejar el lado de mi bebé. He sido alguien que excusaba su irresponsabilidad bajo el pretexto de ser inútil, pero esa coartada ya no vale en lo que respecta a ser madre. Me había permitido ser una mamá irresponsable. Indigna de la bendición que llegó a mi vida por accidente.
La misma noche de mi boda decidí que cambiaría. Así fuera sólo como madre, pero cambiaría.
Para mi suerte (y la de aquella decisión), a los pocos meses comenzó la pandemia, y me sobró el tiempo para mantenerme junto a Sebastián.
También me han sobrado momentos para volver al video, una y otra vez. Lo tengo guardado en tres dispositivos, y no pierdo la oportunidad para mostrárselo a un nuevo par de ojos, a ver si alguien percibe algo distinto. Todos lo corroboran: Sebas duerme, algo lo jala y la imagen salta, horas después, al instante previo de yo entrar a la habitación en mi vestido de novia.
Curiosamente, hay otras dos secuelas que prevalecen de aquella noche.
La primera es que Sebastián le tiene pavor a los vestidos de novia.
Ve alguna en la tele, o en una revista, y se guinda a llorar como si ají hubiera caído en sus ojos. Basta con que alguien cubra su rostro con un fino velo para que mi hijo entre en llanto. Puedo sentir en su lloriqueos que cree que el mismo diablo se esconde tras la seda.
Tengo que admitir que lo entiendo. Si Sebas dormía plácidamente, y la silueta de una asustada figura fue lo que lo despertó, es normal que cualquier cosa que le recuerde aquella presencia lo altere. En la oscuridad me vió como una sombra disfrazada de mujer, un demonio que gritaba sin razón. A su edad pocas cosas asustan tanto como el miedo ajeno.
La segunda secuela me amarga.
Sebastián sigue hablándole al rincón de su habitación. Tan vacío como lo que sea que lo jaló por la pierna.
De vez en cuando, desde la distancia de mi celular, observo aquella conversación, que me gustaría pensar es sólo un monólogo, y hiervo. No puedo evitar pensar que algo contamina el corazón de mi hijo.
“Ya relájate” me reprocha Armando. “¿O es que tu nunca tuviste amigos imaginarios?”
Hasta el día que nos separemos no le perdonaré aquella pregunta. Mis amigos, imaginarios o no, jamás intentarían robarme de mi hogar.
Los nervios me han llevado a necesitar pastillas para dormir. Una noche, drogada y a punto de conciliar el sueño, creí escuchar un silbido. Venía del cuarto de Sebastián.
Un silbido. Y luego una risa.
“¿Quién está con el bebé?” pregunté, saltando a tumbos de mi cama. Insegura de si me preocupaba en un sueño o en la realidad.
A centímetros de la puerta, creí escuchar la voz a la que le sigue hablando Sebastián.
Mamá y papá no te quieren dijo aquel habla, o los efectos de las pastillas.
Irrumpí en la habitación, abrí la cuna y me llevé a mi hijo, quien lloró nuevamente en nuestra cama, hechizado por el terror de su madre.
A la mañana siguiente, Armando me reprochó el no haberle dejado dormir. Decidida a demostrarle que alguien le hablaba mal de nosotros a su hijo le enseñé la transmisión.
Lo que ambos vimos me robó el habla.
Durante el encierro había examinado tantas veces el video de la boda que sus detalles los evocaba como la memoria recuerda un aroma.
Sebastián dormía de lado, acompañado por su mediecita. La cuna era abierta, y empujada un par de pies en el proceso. El bebé era alzado por su pie desnudo y sacado de la habitación.
Pero en esta reiteración casi exacta del video, que esa mañana le mostraba a mi marido, era yo y no el aire quien causaba los detalles de la escena, así como el secuestro de nuestro hijo.
Aún no tengo explicaciones, y Sebastián no ha dejado de hablarle al rincón. No pierde la oportunidad para mostrarle cada palabra que ha ido aprendiendo, de la misma forma que su padre no desperdicia el chance para lucir la tecnología de su compañía. A veces he escuchado a mi bebé llamar a ese rincón Papá. Otras Mamá.
Tomo consuelo en que son las novias con velo, y no yo, las que le siguen dando miedo. Ahora que ha empezado a hablar, me hace saber que sus peores pesadillas son sobre una mujer de vestido blanco, que se lo quiere llevar lejos de casa… y no sobre su mamá quien, aun en sus mejores esfuerzos de ser responsable, se sigue equivocando.