Vapor



- Recuento de Camila, gerente -

Después de las prácticas de fútbol, mi equipo del bachillerato hacía una última carrera para conseguir las mejores regaderas. De las diez disponibles, tan sólo cuatro proporcionaban un baño aceptable, mientras que el resto disparaban un aguacero hirviente, apenas tolerable para las pieles de una docena de quinceañeras.

Con nuestra ducha el antigüo baño del colegio, de baldosas color crema y rosa, se inundaba de vapor. Mis compañeras y yo bromeábamos que era la niebla más caliente del mundo. “Una nube de calor y sexo” declaraba Claudia, la delantera, antes de asertar una nalgada inclemente a alguna de sus amigas.

Los chistes acerca del vapor nunca fallaban en hacernos reír. Pero tarde o temprano, un silencio sepulcral dominaba el balneario de adolescentes.

Todas callábamos, porque sabíamos, como un secreto a voces abiertas, que no estábamos solas.

Los casilleros de metal eran viejos. Chirriaban espantosamente siempre que los abríamos y su pintura desconchada revelaba capas de diferentes colores, acumuladas a través de los años. Pero a pesar de estar abatidos se encontraban, en su mayoría, enteros. Tan sólo uno, el número siete, carecía de puertas o repisas. Una toalla, manchada y alguna vez blanca, colgaba siempre de su marco, como una cortina entre nosotras y el abismo de una cripta.

Por detrás de aquél sucio telón se asomaban siempre los pies de un hombre.

El vapor hacía difícil detallarlos, con sus mocasines y el ruedo de un pantalón mostaza. Debe ser por ello que ninguna mencionó nada la primera vez que los vió: cada una pensó que quizás era un espejismo del calor. Que el sofocante vapor nos jugaba una pésima broma.

Fue cuestión de tiempo para que alguna de nosotras se percatara del tortuoso silencio que tomaba control de nuestras voces siempre que los pies aparecían.

“Chama… ¿tú también lo ves?” fue lo que seguramente susurramos la tarde que nos sinceramos, y lo que desató una estampida de muchachas en toalla escapando del baño hacia el campo de fútbol.

Los vigilantes, las profesoras y los conserjes escucharon nuestra historia con paciencia, y revisaron el baño con detenimiento, pero sin dar con rastro alguno del intruso. Las semanas siguientes, a petición del equipo y los padres, se inspeccionaron las instalaciones a cabalidad antes y después de nuestros partidos, antes de poco a poco ir menguando su esfuerzo de hacernos sentir a salvo. Las autoridades escolares se aburrieron de nuestro pánico.

“Muchachas dejen la tontería” ladró un día el entrenador. “El señor Silvio tiene mucho que hacer y no puede estar buscando fantasmas en las pocetas.”

A regañadientes obedecimos su comando, pero ello no detuvo a que el visitante siguiera manifestándose detrás de la toalla. Siempre permanecía ahí, inmóvil, de la forma que haría un niño que no sabe jugar al escondite.

Y nosotras soportábamos su intromisión en silencio, sin querer decir nada que pudiera molestarlo, o que irrumpiera en el nuevo orden natural de las cosas: debíamos pretender no estar en su compañía, que la tensión del asunto no nos asfixiaba, o no bañarnos del todo. Más de una optó por volver a su casa embarrada.

Por su parte, el señor de limpieza encargado de nuestro baño, Silvio, no hubiera tenido problemas en seguir aliviando nuestras angustias, pero más temprano que tarde el rectorado le pidió que dejara de “darle oxígeno a la payasadas” de unas jóvenes infantiles y ociosas.

Sin embargo, algunas tomamos nota de una peculiar tradición del señor Silvio: una vez la última de nosotras estaba vestida y fuera del baño, se acercaba al casillero número siete, removía la inmunda toalla que ocultada al hombre de nuestros ojos, y doblaba el trapo con suavidad antes de proceder a cerrar con llave la puerta del baño.

Nadie sabía con certeza a qué se debía esta extraño hábito del conserje, pero ello no detuvo el nacimiento de varias teorías.

“Magia negra”.

“Es él el que se aparece ahí adentro”.

“¿Esa toalla está llena de pintura… o de sangre?”

Ninguna se atrevía a desafiar a Silvio, y por un par de semanas fuimos testigos de la parsimonia con la que entraba, quitaba la tela y la envolvía como una bandera, dejando al casillero número siete completamente a la intemperie.

Una tarde, en medio de su rutina y sin haberle dicho nada, el encargado de limpieza nos dió su opinión.

“Yo creo que no es malo, ¿saben? Este es un colegio viejo, y quién sabe quién se ha muerto estando acá o cerca.”

Silvio prosiguió a decirnos que los espantos, en caso de ser malignos, dan a conocer su naturaleza de inmediato a través de ataques, bromas, comentarios siniestros. Esta aparición, en cambio, sólo permanecía quieta. Algunos dirían que hasta en estado de vigilancia.

“Háblenle” sugirió Silvio, “quizás necesita un amigo.”

Por supuesto, ninguna tomó en serio su consejo. Al menos no inicialmente.

Una tarde lluviosa, mientras esperaba su turno para purgarse del lodo del campo, Susana se inclinó sutilmente al casillero. El color oscuro de los mocasines del hombre atravesaba el vapor.

“Hola” le dijo Susana, antes de pegar la carrera hacia el resto del grupo. Como si saludar al intruso hubiera sido lo mismo que arrojarle una bomba de agua.

Pero el hombre no se inmutó. Permaneció quieto detrás del trapo guindado.

Nadie más se atrevió a dirigirle la palabra. Pero al término de la próxima práctica, Susana volvió a saludarle; incluso cuando el visitante, nuevamente, no se dignó a responderle.

Y con el tiempo, una a una comenzamos a saludarle también. Le arrojábamos “holas” como le caerían encima los pétalos de rosas en una boda. Al principio lo hacíamos en broma, casi como un atrevimiento, a ver si ello inmutaba a la fiera durmiente del casillero; pero eventualmente, los saludos se tornaron genuinos.

Incluso bautizamos a nuestro visitante: Julián.

“¡Hola Julián!” le decíamos cuando el vapor inundaba el baño, y los pies aparecían detrás de la toalla.

Sólo al señor Silvio le contamos sobre la amistad recién entablada con nuestro Julián, a lo que respondió con una risa acompañada de un aplauso.

“Ya me parecía que el muchachote era amistoso” nos dijo con satisfacción. “¡Ahora vamos a ver si logran que les hable de vuelta!”

El equipo asumió el reto como una misión, y a partir de la siguiente práctica le narrábamos a Julián los chismes de los pasillos, las profesiones de nuestros sueños, nuestros planes de verano. Y eventualmente, le contamos también acerca de los chicos que nos gustaban.

Fué ese último tema, y cada vez que lo traíamos a acotación, el único capaz de invocar la primera reacción de Julián: una risita.

Pequeña, infantil. Casi un murmullo.

Jejejejeje

A todas, en especial a Susana, nos resultaba tierno. Era como un niño a quién la emoción de formar parte de una travesura le daba cosquillas.

Y cuando Susana comenzó a cuadrar con Simón, fué incapaz de dar con un mejor lugar que ese mismo baño para compartir las ilusiones y tribulaciones de salir con un estudiante tres años mayor que ella.

Al final de cada práctica se aseguraba de preguntarnos qué opinábamos de sus mensajes de texto, de los planes que hacían juntos o de los actos físicos que comenzaban a explorar.

En el baño, Susana se sentía segura para conversar sobre su joven romance, porque todas sentíamos que ahí éramos nosotras mismas. Y Julián, por su parte, participaba en esta sinceridad como siempre hacía ante los relatos de nuestra portera y su Simón.

Jejejejeje

Fué ahí, entre el vapor, donde Susana nos confesó de su plan de toquetearse con su chico en las duchas, lejos de las miradas paranoicas de sus padres.

“Es que marica, si no se me va a aburrir el chamo” nos confesó con genuina preocupación.

Todas aprobamos su plan, y quedamos atentas a un reporte de los resultados.

Mas una semana después del comentario de Susana, a eso de las once y media de la mañana, el grito de alguna profesora de geografía atravesó los pasillos del colegio como un relámpago perdido, y el estudiantado entero fué encerrado en sus salones.

Nadie debía salir al pasillo y contemplar lo que acababa de ser descubierto por la docente.

De lejos parecía que estaba dormido, pero Simón había rodado por las escaleras más cercanas al baño de las duchas.

Su caída le fracturó el cráneo, y murió en el primer piso del colegio. Al lado de los laboratorios de física y de biología.

Todo el cuerpo estudiantil, sin excepciones, fué enviado a sus casas. Habían rumores de que el cuerpo de Simón, futbolista como nosotras, habían sido visto por algunos debajo de una manta blanca, teñida como la bandera de Japón por una macha de tinta carmín, prestada del charco de sangre en el suelo; pero sé que tales imágenes no fueron más que aderezos ficticios, pues Silvio nos contó que el cadáver permaneció descubierto, y que tan sólo una gota roja se deslizaba de sus narices.

Lo que sí se sabe, con certeza absoluta, es que Simón se había resbalado por un charco de agua, al borde de las escaleras.

El charco se nutría de un riachuelo, proveniente de nuestro baño.

Y el pequeño arroyo, de agua hirviente, escapaba de una de las duchas.

Su desagüe había sido bloqueado, y el líquido desbordó el borde llano de la regadera, ahora convertida en pozo.

Era una extraña ocurrencia, el que el agua de esas duchas hubiera llegado tan lejos, y en mitad de las investigaciones por la muerte de Simón, un par de vigilantes consideraron prudente descubrir la causa.

Susana llevaba horas bajo el hirviente aguacero, inerte. Su piel estaba blanca, sancochada por el calor y la humedad.

Los vigilantes dijeron encontrarla con su blusa abierta y sus pantalones por las rodillas. Una de sus nalgas cubría la entrada de la tubería por donde el exceso de agua debía de escapar.

Y su rostro, envuelto y oprimido por una toalla, parecía un enorme caramelo de trapo.

La fábrica, doblada en dos para ahogar sus gritos, había logrado bloquear su respiración, y eventualmente matarla.

Lo que sea que haya sucedido con Simón en el baño fué la última experiencia de Susana antes de ser estrangulada en ese lugar, ahora un mausoleo de vapor, y soledad.

Evidentemente, la teoría fue que Simón la había estrangulado en un arrebato de descontrol, antes de él también perder la vida en un accidente de su propia creación. Las consecuencias kármicas aparentaban haber sido plenamente justas, y la explicación automáticamente convincente.

Pero el trapo que había asfixiado a Susanita era el mismo harapo sucio y sobado que, por meses, habíamos visto colgar del casillero número siete.

El señor Silvio, quien almorzaba con los jardineros y cocineras en el momento de la tragedia, jamás volvió a izar la toalla enfrente del armario vacío. Sólo en una ocasión hizo una última petición con respecto al intruso.

“Si lo ven, o si lo escuchan, ignórenlo” nos pidió, con tristeza. “No sé qué habrá visto, pero los hombres tenemos el instinto maldito de dejarnos llevar por la cólera cuando contemplamos algo que no nos gusta.”

Y así como nunca volvimos a tener una portera tan maravillosa, gentil y divertida como Susana, jamás volvimos a ver los pies de nuestro Julián, o a escuchar su risita infantil.