Tyler y yo teníamos 14 años el verano que abrieron Canada’s Wonderland, el primer parque de diversiones de la ciudad. Ambos ahorramos varias mesadas con el fin de ir al lugar del que toda la escuela hablaba.
Más que nada, deseábamos probar las montañas rusas. La Poderosa Caza Minas Canadiense, una feroz bestia de madera y acero alimentada de gritos infantiles, parecía como la candidata ideal para recibir el honor de ser la primera que, tanto Tyler como yo, montaríamos en nuestras vidas.
Jamás habíamos visitado un lugar tan emocionante, rodeado de golosinas, atracciones en cada rincón, chicas guapas, laberintos, juegos. Tyler había traído su cámara Polaroid para documentar toda la tarde, mas al llegar a la fila de la Caza Minas el rollo ya se había agotado.
“Al fin” exclamé, “pensaba que perderíamos todo el día tomando fotos.”
“Relájate, que cuando te de tu copia verás que valió la pena” me aseguró al mismo tiempo que guardaba su cámara.
Esperamos por casi una hora para descubrir que todos los rumores eran ciertos: las montañas rusas son uno de los grandes logros del ingenio humano.
Mi amistad con Ty (como lo llamaba entonces) iba tan atrás que no tengo memoria alguna de cuándo pude haberlo conocido. Estuvo ahí desde el comienzo, cuando aún nos quedaba tanto por descubrir juntos.
Esa tarde maravillosa fué la última que compartimos antes de que Tyler conociera el alcohol.
Probamos nuestro primer trago en la fiesta de mi primo mayor. Queriendo parecer rudos, hicimos lo mismo que muchos adolescentes: pretender amar el sabor de la cerveza, antes de pasar el resto de la noche tomando sorbitos de la misma botella, a medida que se calentaba y perdía el gas.
Pero con sólo dos reuniones más, Tyler ya bebía para emborracharse. Para finales de año se había ganado la reputación del “ebrio” de la promoción: el que más se entregaba a la rumba, el más desinhibido, el desastroso con mayor desparpajo y cojones.
Es curioso cómo la adicción es algo que parece deslizarse en nuestras vidas. Crecimos con una idea exagerada y superficial de lo que es un “alcohólico”: sucio, violento, bueno para nada. Pero Tyler jamás se acercó a esa imagen, y por ello lo apodamos en broma con ese término, sin permitirnos creer que se estaba convirtiendo en un adicto.
Mas bien era como un empleado de altísimo rendimiento, y obtuvo bastante éxito en su carrera como paisajista. Los mayores daños se vieron en sus relaciones personales, ya que su poco tiempo libre oscilaba entre seguir trabajando, o seguir bebiendo.
Todos asumimos que, algún día, Tyler dejaría de comportarse como un payaso para revelar su verdadera naturaleza y acoplarse con el resto de nosotros, los adultos responsables. Pero parecía que se había atorado en una piscina de licor, flotando en ella como un náufrago sin hogar, perdiendo poco a poco el contacto con la mayoría de sus amigos.
No obstante, Tyler y yo preservamos nuestra estrecha amistad a través de los años. Fue hijo único, y sus padres, quienes siempre le concedieron otra oportunidad, murieron relativamente jóvenes.
A partir de cierto punto, aparte de algunas de sus noviecitas pasajeras, yo llegué a ser la única familia de Ty.
Habían pasado las décadas y estaba en medio de un año sabático, durante el cual decidí acompañar a mi esposa Laura por unos meses a obtener un certificado fuera del país. Tyler estaba fúrico, pues eso significaba que perderíamos la temporada de pesca.
“No me avisaste a tiempo” llegué entenderle en medio de balbuceos borrachos. “No… tú… te vas, y ya lo sé: Ya no me queda tiempo para buscar otro amigo. Pendejo.”
Siempre fuí paciente con él, así mis sentimientos esquivaron el resto de los insultos que me lanzó esa noche. Me despedí con una solicitud: “Vete a dormir viejo. Te aviso apenas regrese.”
Y así hice. Lo contacté al día siguiente de mi retorno, y le prometí vernos muy pronto. Era verano, así que nuestras agendas ya estaban llenas de planes y salidas. Aun así, e insatisfecho con esa razón, me llamó diariamente durante el transcurso de varias semanas.
“Ty, necesito que te relajes” le escribí eventualmente. “Nos vamos a ver pronto, dame chance.”
Pasaron días antes de que recibiera su respuesta, en la forma de un mensaje de texto.
“Eres un mal amigo, y te vas a arrepentir de haberme hablado así.”
Decidí ignorar sus amenazas, pensando que más temprano que tarde se calmaría.
No mucho después, empezó a sentirse un hedor abominable en nuestro hogar.
Inicialmente lo contrarrestamos con tan sólo abrir las ventanas y airear las habitaciones, pero al cabo de unos días ni el aire fresco podía contra esa pestilencia. Vaciamos cada una de las despensas, revisamos nuestra nevera y congelador, y limpiamos a fondo antes de contratar a los lavadores de alfombras. Pero el mal olor seguía ganando, al punto en que Laura se desmayó en la ducha, abatida por la fetidez.
Su prima nos invitó a quedarnos con ella, para que tuviéramos un respiro mientras un equipo de exterminadores revisaban nuestra casa. Aseguraban que la intensidad del olor se debía a que una madriguera de ratas u otro roedor había muerto dentro de nuestras paredes, y que su descomposición se había acelerado al ser horneadas por el calor de ese verano.
Fué en esos días, esperando el veredicto de la inspección, que me recordé de Tyler y le dí una llamada. Quería ver cómo estaba.
El teléfono repicó hasta caer en su buzón de voz. Le dejé un mensaje de texto.
Al día siguiente Laura y yo despertamos horrorizados cuando olfateamos el mismo hedor, ahora en la casa de nuestros anfitriones.
Sin mayores explicaciones, intuimos que debíamos irnos antes de contaminar el aire de su familia. Al regresar a casa, los exterminadores estaban avergonzados. Revisaron de arriba a abajo, sin encontrar algo fuera de lo usual. Y lo que era peor: ni ellos podían aguantar el grado al que había empeorado la putrefacción. Prefirieron no cobrarnos antes que permanecer ahí.
Nos mudamos a un motel, y al poco tiempo volví a llamar a Tyler. Su recuerdo me perseguía.
Directo al buzón de voz, sin repique. Le dejé otro mensaje de texto, preguntando si estaba bien, y volví a leer lo ultimo que me escribió:
“... te vas a arrepentir de haberme hablado así.”
Una profunda rabia me agarró desprevenido. ¿Pudiera Tyler haber tenido algo que ver con todo esto?
Se lo comenté a Laura, y me sorprendió con una revelación: llevaba días sin poder dejar de pensar, con preocupación, en mi amigo.
“Barry… No sé si estoy loca, pero creo que algo le sucedió. Tyler siempre te contesta.”
Y con eso, yo también comencé a preocuparme. Volví a llamarlo, y nuevamente caí de inmediato en su buzón de voz. Algo estaba mal.
“Vayamos ya” dijo Laura, y bajamos inmediatamente a la camioneta.
Al llegar a casa de Tyler, le pedí a mi esposa que se quedara afuera. Algo me decía que ella no se merecía ver lo que temía iba a encontrar. Con sólo acercarme a la propiedad, mis fosas nasales presentían la putrefacción familiar que apenas contenía la puerta.
Al abrirla tuve que echarme atrás y toser. Había sido avasallado por una ola de vapor que, sin duda, cargaba el hedor que había invadido nuestras vidas. Una nube de moscas ocupaba cada una de las habitaciones.
Cubrí mi nariz y boca con la mano antes de entrar. Incluso atravesando esa niebla de pestes, veía latas y botellas por doquier: en el piso, en las repisas, en el sofá.
“¡Tyler! ¡¿Estás aquí?!”
Ya sabía la respuesta a mi pregunta, pero no sabía cómo preparar a mis ojos para verla.
Lo encontré en la cocina. Ya habían empezado a crecer cosas sobre su cadáver.
Salí disparado de la casa, y apenas pisé el porche delantero me tiré al suelo, vomitando. Lloré como no había hecho desde niño. Laura se acercó a consolarme, y le confirmé lo que temíamos: Tyler estaba muerto. La autopsia revelaría más tarde que se había resbalado seis semanas atrás. Recibió un golpe en la cabeza que jamás le regresó el conocimiento.
Y ahí permaneció. Sin nadie que se preguntara por más de un mes qué era de la vida del “borrachín Tyler”. Si estaba bien, sano y salvo.
Pero esa mañana, antes de que llegara la policía y a pesar de las protestas de Laura, volví a entrar a la casa del tipo con quien había crecido.
“Quiero abrir las ventanas y cerrar sus ojos” insistí, a sabiendas de que la segunda razón era imposible. Había visto con claridad que el cadáver ya no tenía párpados los cuales cerrar.
Fueron simples excusas para comprobar que no había imaginado lo que sostenían sus manos. Al volver adentro, por alguna razón, la acidez en el aire ya no me afectaba.
Ni Laura, ni mi familia, ni mis amigos sabrán lo que abrazaba el cuerpo de Tyler, ni por qué volvió a traer lágrimas a mis ojos:
Una pequeña foto polaroid. La última del rollo, y a la cual Ty había olvidado sacarle la copia que me había prometido.
El retrato de nosotros cuando éramos niños, a punto de montarnos en nuestra primera montaña rusa.