Casi todos los Venezolanos diagnostican a su propio país como una sociedad “clasista”. En los últimos meses, sin embargo, me he percatado de que esa no es una característica a la que le corresponda ser diagnosticada.
Digo esto porque, para mi, la esencia de un diagnóstico radica en traer a la luz lo oculto, aquello que apenas se asoma. Los Venezolanos, por el contrario, no ocultan su obsesión con las clases sociales que los demarcan: las admiten, las usan como guía, a veces hasta las celebran.
Cuando le comenté a mamá que tenía seis meses saliendo con Paula, una chama de la católica, proveniente de una familia de médicos austríacos, sus ojos desbordaron de alegría.
“Qué nota mi amor” celebró con candor. “¡Sus papás son lo máximo!”
Al decir lo “máximo” se refería, sin duda, a que son personas simpáticas y amables (lo son). Pero, a la vez, aludía a que representaban el mayor exponente de nuestra clase social: gente como educación, dinero, estatus, costumbres similares, de los nuestros (también lo son).
Creo sobre todo, aunque nunca he escuchado a nadie admitirlo en voz alta, que hay una peculiar fascinación con quienes descienden de inmigrantes de tierras más “desarrolladas”, o culturas más “avanzadas”. Como si hubieran heredado una presencia repelente a toda la mugre y las pestes que, lamentablemente, sentimos son parte de nuestra desahuciada Venezuela.
Si el diablo me presionara quizás reconocería que, muy por dentro, lo único que me agradaba de la clase y el linaje austríaco de Paula fué el alivio de saber nadie en mi familia me molestaría con reproches o comentarios como “es que Ale, son otro tipo de gente.”
Pero de haber sido lo contrario poco me hubiera importado. Yo sólo quería a Paula por ser Paula; porque me encantaba perderme en sus ojos zafíricos y sus chistes malos. Era mi primera novia, yo su primer novio, y disfrutamos permitirnos enajenar en ese cariño ligero y espontáneo, ajeno a responsabilidades o verdaderas consideraciones.
Dicho todo eso, mamá tenía razón: la familia de Paula era súper especial. En ella conocí una hospitalidad de la que jamás había gozado: regresando de apenas nuestra segunda cita (una idea al cine) improvisaron un puesto adicional en su mesa para incluirme en el cumpleaños de Helena, la madre de Paula; cuando mi carro se averió su padre, Simón, acudió al rescate en horas de la madrugada, trayendo consigo una sonrisa que me hizo saber que no era gran cosa, que todo estaría bien; para mi cumpleaños organizaron un viaje sorpresa a la playa, en el cual me acogieron a mi y a algunos de mis mejores amigos en su apartamento de Camurí.
Quería mucho a esa familia, incluso si su generosidad me parecía a veces un tanto extravagante. Pero en medio de su confianza y apertura había alguien al que no me habían presentado: Liam, el abuelo de Paula.
No conocer a los abuelos de una novia tan reciente no es de por sí extraño, a excepción de casos como este, donde el anciano vivía bajo el mismo techo que yo tanto frecuentaba.
No sólo eso, sino que también era mencionado constantemente:
“La comida favorita de abue Liam es barriga vieja.”
“Bajen el volumen, que molestan al abuelo.”
“¿Qué va a pensar abue Liam si se entera que reprobaste historia?”
“Paula, te toca ayudarme a arreglar al abuelo.”
En el extremo más solitario del hogar había una pequeña sala, en la que jamás recuerdo a la familia usando. Asumo que era más un espacio de decoración, o disponible para eventos con muchos invitados. En una esquina se hallaba un pasillo, largo y angosto, que concluía en una puerta de madera y vidrio glaseado.
Tras ella, se encontraba la biblioteca. Liam, al parecer un intelectual y ávido lector, jamás abandonaba esta habitación.
Eventualmente, durante alguna cena, la curiosidad pudo más que mi discreción. Aproveché que comíamos pasta boloñesa para preguntar si Liam disfrutaría otro de “sus platillos favoritos” con nosotros.
Helena rió, cayendo en cuenta de mi confusión.
“Juraba que Paula te lo había contado: el abuelo está muerto.”
Quedé estupefacto. Al parecer, “abue Liam” había fallecido casi quince años antes de yo juntarme con su nieta. Y según su nuera, la familia había optado por no enterrar o cremar sus restos.
“Lo tenemos en la biblioteca, disecado” aclaró Helena.
Por varios minutos relató la decisión conjunta de embalsamar el cuerpo de su cuñado en Austria, a través de un experto local al que describió como “fenomenal”. El proceso no sólo preservaba a Liam, reteniendo incluso el color de su tez en vida. Mantenía también su capacidad de flexionar y mover las articulaciones.
Supuestamente, la peculiar taxidermia había dejado al difunto pareciendo más inconsciente que muerto, y sus descendientes justificaron su prerrogativa sin redondeos.
“Así lo quiso y planeó siempre, para estar cerca de todos nosotros” declaró Simón. “Incluso le pagó al encargado por adelantado.”
Y, de acuerdo a sus deseos, el abuelo descansaba sentado en su escritorio de caoba, siempre con un libro y un lapicero entre sus manos. Para conmemorar su hábito de subrayar frases e ideas en sus obras favoritas.
Al escuchar todo esto no pude sino reír, asumiendo que era una broma pesada.
“Ah bueno Alejandro,” insistió Helena. “Ven conmigo y te muestro.”
“Deja mami” pidió su hija, quien tenía todo el día queriendo ver Friends después de cenar. Sin embargo, Paula susurró un comentario que me robó de cualquier concentración para la serie:
“Siempre que lo muestra se queda horas hablando de él.”
Por días proseguí intentando convencerme de que todo era un chiste inusual, hasta la tarde en la que ayudaba a Simón a encender la parrillera del jardín.
Noté a alguien asomado en una ventana del segundo piso, una persona a quien jamás había visto.
Una sospecha, acompañada de un escalofrío, corrió sobre mi.
“¡Ah mira!” exclamó Simón. “Ahí está papá.”
La mirada de Liam, abrigada por un par de párpados holgados, veían hacia adelante, perdida en la distancia más allá de la ventana. El padre de Paula soltó el carbón y regresó a la casa.
“Acompáñame un momento a cerrar las cortinas. No es bueno que le pegue tanto Sol.”
Seguí a Simón desde una distancia precavida, a través de ese largo pasillo que conducía al estudio. Podía ver que la lámpara, cuya luz atravesaba la puerta de vidrio, permanecía encendida incluso durante el día.
Lo único que quería, una vez Simón abriera la puerta, era ver a su anciano padre ojeando serenamente las páginas de algún clásico.
Pero estaba condenado a la decepción.
El único ocupante de la recámara, un caballero mayor de edad, permaneció en su sillón. Dándome la espalda. Apenas alcancé a ver dos o tres de sus cabellos, asomados por detrás del respaldar de su asiento. Y su mano izquierda, sosteniendo un lapicero en el aire.
El padre de Paula entró a la habitación, y la mano permaneció quieta.
El padre de Paula cerró las cortinas, y la mano se mantuvo quieta.
El padre de Paula dejó al abuelo a solas, y la mano jamás se movió de su sitio.
Siguiendo a Simón de regreso a la parrilla, acepté que su familia no bromeaba sobre el estado de su padre.
Por días requerí de un esfuerzo sobrehumano para actuar con normalidad alrededor de mi primera novia. No había encanto o afecto de esta familia que pudiera deshacer la perturbación que me causaba el que vivieran con un muerto.
No sé si alguien desafió los deseos de Simón con respecto a las cortinas pero, por casi dos meses, cada vez que visitaba el jardín, y mi vista se tropezaba con esa ventana, podía ver a su padre. Sin persiana alguna que escondiera su rostro petrificado.
Siempre viendo hacia adelante, como aguardando la llegada de una plaga.
Mis padres insistieron que la familia de Paula siempre había sido excéntrica, y que seguramente alojar el cadáver de un ser querido no era más que una tradición “pintoresca” e “inofensiva” de donde ellos procedían. Que quizás ellos no veían todo el escenario como algo macabro, sino amoroso.
Nada de esto jamás me dio buena espina. Pero decidí, no obstante, aceptarlo sin prejuicios.
Lo cual, hoy entiendo, no fue la mejor idea. Por algo tenemos la capacidad de discriminar.
Era el primer día de Mayo y la piñata de Isa, la hermanita de Paula, había repleto la casa de gente, música y comida. Nadie festeja un cumpleaños como esta familia, y a las dos de la madrugada los adultos seguían bebiendo e intercambiando carcajadas.
Pero el comienzo del mes sólo significaba una cosa para Helena: había que cambiar a Liam.
Era otra costumbre curiosa, para variar. Consistía en remover la ropa del cadáver, reemplazarla por un atuendo fresco, e intercambiar el libro en sus manos por otro de sus favoritos.
No me interesa curiosear cual es la razón detrás de ese hábito tan mórbido, pero sabía que los habitantes del hogar se rotaban la responsabilidad de llevarlo a cabo.
Supongo que a esas alturas ya me consideraban parte de la familia.
“¿Quieres cambiarlo tú Ale?” preguntó Helena, apartándome de la fiesta. “Estoy segura que Liam no tendría problema.”
Aprovecho a recomendarles algo: aprendan a decir que no. Incluso si creen que puede costarles un noviazgo con alguien con quien están obsesionados.
Al lado del pasillo que lleva al estudio había un gavetero al cual nunca había prestado atención, lleno de ropa, zapatos y libros para Liam. Helena preparó una muda mientras me explicaba el proceso de cómo colocarla.
“Es muy sencillo Ale: comienza con los pantalones, luego la camisa, y por último los zapatos. Sé que suena complicado, pero cuando vayas a quitarle y ponerle los pantalones sólo jala, que ellos se acomodan. Sus extremidades se quedan quietas a menos de que tú las muevas, así que no se va a caer ni nada. Cuando esté vestido cambias el libro, pones otra vez el bolígrafo en su mano IZQUIERDA, porque era zurdo, y listo” concluyó con una sonrisa. “Deja la ropa sucia en la primera gaveta de acá.”
Coronó la pila de ropa en mis manos, junto a una copia anciana de “Crimen y Castigo”, y me vio los ojos con genuino candor y suavidad.
“Sabemos que es un poco rara esta tradición, pero te queremos y confiamos mucho en tí, y no quiero que sientas que hay algún misterio del que tengas que asustarte en esta casa… ¡Ah! Y antes de que vayas: ponle también este chaleco.”
Sin decir más, Helena se dio la vuelta y me dejó ahí, afrontando al largo corredor.
Las voces reconfortantes de la piñata se apagaban rápidamente a medida que más me aproximaba a la puerta de vidrio, a través de la cual esa suave luz naranja emanaba. La multitud alegre se sentía a kilómetros de distancia cuando llegó el momento de dar vuelta a la manilla.
El estudio era simultáneamente acogedor e imponente, cálido e intelectual: estanterías pobladas de libros y arte demarcaban el perímetro entero de la habitación, y un par de acolchadas poltronas se enfrentaban en su centro, a cada lado de una mesa de ajedrez. Un mini bar dominaba un rincón de la biblioteca.
Y haciendo frente a la única ventana estaba Liam, sentado en el obeso escritorio de caoba.
Mi instinto se rehusó a cerrar la puerta, indispuesto a perder la compañía del poco sonido que aún me alcanza de los festejos. No quería sentirme aislado durante esos largos segundos donde sólo podía ver la espalda del abuelo. De no saber todo lo que sabía sobre su estado, hubiera asumido que estaba vivo.
Esforzándome por respirar, comencé a cumplir la tarea lo más rápido posible, evitando a toda costa mirar el rostro de Liam. Decidí librar esto por etapas, para hacerlo más fácil.
Primer paso: quitar los zapatos, y cambiar los pantalones.
Helena tenía razón: los pantalones se deslizaban con una facilidad impredecible… y exhalé en paz cuando vi que el anciano ya tenía encima un par de calzones.
Pensé que lo más difícil había quedado atrás, que quizás esto sería más sencillo de lo que-
TAC.
Algo golpeó mi cabeza. Fue ligero, y veloz.
Yo sólo pude pensar que había tenido el peso de un dedo, palpando mi cráneo.
Y entonces ví lo que había caído al suelo: un par de anteojos.
Recordé que en las fotos de la sala Liam siempre portaba gafas… y maldije en voz baja, porque sabía que tendría que verle el rostro para volver a colocarlas.
Suspiré una vez, profundamente, y encaré al patriarca de la familia.
No sé si esto en su momento me produjo más alivio que espanto, pero el abuelo parecía casi con vida. Al regresar los anteojos a sus ojos (que quizás eran de vidrio) ví en ellos el azul del que me había enamorado en los de Paula.
Segundo paso: camisa y chaleco.
Tal y como me habían explicado, los brazos del cadáver permanecían quietos donde yo los colocara, lo que facilitó enormemente esta fase.
Casi listo, sólo falta el libro y los zapatos.
Escogí salir del libro primero, para resumir mi evasión de la mirada perdida de Liam. Removí de sus manos una copia de “Ensayo sobre la ceguera”, de Saramago, y puse en ellas la copia de la obra de Dostoyevski. Coloqué, también, la pluma en su mano derecha.
Sentí que estaba cada vez más cerca.
Pero caminando a tomar el calzado, escuché algo distinto. Otro sonido dentro de la habitación.
Tap… tap... Tap…
Pensé que los lentes se habían vuelto a deslizar del rostro, mas ahí permanecían, delante de la mirada zafírica.
No, era el bolígrafo lo que había escuchado sucumbir al suelo de mármol.
Recogiéndolo recordé la aclaratoria de la mamá de Paula: Liam era zurdo. Había puesto el lapicero en la mano equivocada.
Por alguna razón esta realización me llenó de pesadez. Algo dentro de mí presentía que el ligero error invocaría una severa consecuencia.
Ya deja la estupidez, pensé. Deja el bolígrafo donde es, termina de vestirlo, y lárgate de aquí.
Me dispuse a poner los zapatos, queriendo concluir de una vez con este tortuoso favor, cuando noté que también había que enlazar las trenzas en el calzado.
Maldición, ¿quién coño le quita las trenzas a sus zapatos? ¿Por qué son tan raros los austríacos?
Entre la desesperación y la amargura, colocaba las zapatillas y sus trenzas sobre los pies fríos y bien muertos de Liam. El esfuerzo no había sido tan grande, pero mi frente ya estaba empapada en sudor, y luchaba contra ideas que revoloteaban alrededor de mi imaginación: Que no sólo escuchaba mi respiración, o que no era el único dentro del estudio que estaba agitado y molesto con mi torpeza.
Mas la lucha no sirvió de mucho. Sé que todo este recuento ya es de por sí inverosímil, y que la siguiente revelación sonará desquiciada.
Pero alguien más habló. Una voz seca, estrujada, dificultosa.
“¿Quién eres?” preguntó.
Me alejé tan rápidamente del cuerpo que mi retroceso avasalló la mesa de ajedrez entre las poltronas.
El anciano seguía quieto, dándome la espalda. Con su mirada esperando la llegada de algo en la oscuridad de la noche.
Yo no estaba dispuesto a entretener esa espera. Tomé un manojo de ropa sucia y huí de la habitación, dejando la puerta entreabierta y uno de los zapatos del cadáver aún sin amarrar.
Juro que volví a escuchar, al otro lado del pasillo, a eso mismo hablar disecado.
“No me gusta esta novela.”
Inventé cualquier excusa para dejar la fiesta cuanto antes, y a las pocas semanas cercené también mi noviazgo con Paula, bajo algún pretexto insípido como la presión de mis estudios.
De vez en cuando, la vuelvo a extrañar.
Pero sé que hice lo correcto. No hay clase social, ni cercanía socioeconómica, que pueda alzar un puente sobre lo que viví aquella noche. Quizás es un defecto de mi humanidad, pero no puedo aceptar o frecuentar el cariño de personas con costumbres que jamás entenderé.
Y, a riesgo de sonar intolerante, la presencia de esa voz en la biblioteca me hace saber que está mal lo que hacen… y que es más bien una enorme indignidad para Liam. Sólo una gran molestia, o una tremenda humillación, podría interrumpir el descanso eterno de un ser querido.