La calle estaba vacía, y la grama olía a recién cortada, durante aquella puesta de Sol donde escuché los pasos de ese otro pasajero del autobús, siguiéndome a mi vivienda.
Sólo llegué a oír el roce de sus suelas contra el pavimento en el momento que crucé a mi patio delantero. Proseguí a mi entrada, sin pensar mucho al respecto. Luego de una larga jornada laboral mi concentración sólo daba para buscar las llaves en mi blazer, y añorar una ducha que purgara la humedad del verano.
La puerta principal tiene una ventana glaseada. Reflejada en ella vi al pasajero, a menos de dos metros de mis espaldas.
Aturdido ante la sorpresa, di la vuelta para encarar a mi perseguidor, y lancé mi chaqueta y maletín al suelo. Debía tener las manos libres en caso de necesitarlas.
“¿Quién diablos eres?” demandé, tratando de ocultar mi susto con una furia comedida. “¿Y qué haces en mi propiedad?”
Era un cincuentón, más bajo que yo pero de huesos gruesos. Parecía uno de esos individuos a quien darles un puño destrozaría tus nudillos. Vestía tal cual haría un señor en rumbo al automercado; con un chaleco ligero para resguardarse de un resfriado.
Me observó pasmado, sorprendido, y hasta diría que intimidado por mi reacción… pero sin pestañear. Jamás cerró sus ojos, ni dejó de ver fijamente los míos.
Soltó una suave sonrisa.
“¿Usted vive acá?” preguntó como si fuera una duda perfectamente aceptable, o amistosa.
Di un paso al frente. No retrocedió, ni dejó de sonreír dócilmente.
“Lárgate inmediatamente, o voy a-”
El intruso no esperó a que concluyera mi amenaza para darme la espalda e irse, con un sosiego que, francamente, sólo logró irritarme más. Y para colmo, denunciar el incidente a la policía únicamente me aportó saber que no harían nada al respecto, más allá de sugerirme que “estuviera atento” y que “contara con ellos” si algo similar volvía a ocurrir.
Pero todo lo sucedido a partir de aquel atardecer desencadenó hechos que me cambiaron. Fuí forzado por ellos a reevaluar mis prioridades, y es algo por lo cual estaré eternamente agradecido. Incluso si no tengo explicación alguna de cómo llegaron a darse.
Las cosas continuaron esa noche, con un sueño.
Estaba de vuelta en la acera, cruzando hacia la entrada de mi hogar. Esta vez no escuché los pasos de mi perseguidor.
Y justo cuando introducía las llaves en la cerradura, y alcanzaba a percibir el reflejo de aquel pequeño hombre a mis espaldas, un empujón sobrehumano estrelló mi cabeza contra el vidrio glaseado de la puerta, e incontables incisiones perforaron mi piel.
Anonadado, colapsé boca abajo al suelo, contra el cual un pesado botín me aplastaba. Escuché entonces como mi homicida recogió un fragmento del vidrio, e inmediatamente lo utilizó para apuñalarme la espalda. Una y otra vez. Mi interior ardía por la inmundicia de mis riñones, entremezclada con mi sangre.
Ahí, en medio de aquel feroz acuchillamiento, lentamente me desvanecía.
Y despertaba de mi pesadilla sólo cuando había muerto.
Está de más decir que la verosimilitud de esa alucinación noctámbula me mantuvo perturbado durante toda la mañana. Seguía recordándola en el autobús, rumbo a la oficina, cuando noté que alguien se sentó al frente mío.
Era el mismo hombre, viendome como quien encontró a un entrañable colega.
Yo lo ignoré, por supuesto. Por varios minutos divisé un plan de cómo eludirlo en caso de que se volviera a bajar en la misma parada que yo.
Pero para mi sorpresa, pidió bajarse apenas 10 minutos después de haberse montado en el vehículo. No pude contener un suspiro de alivio. Sin embargo, aprovechó a decirme algo en voz baja, antes de abandonar el autobús:
“Lamento haberte asesinado ayer.”
Alcé la mirada, sin saber qué decirle. Tenía los ojos de un abuelito.
“Ojalá sea barato reparar el vidrio.”
Con ese deseo se largó. Más nunca volví a verlo, o a saber de él.
Sus últimas declaraciones mancharon muchos de mis días, no hace falta decirlo. Pero amerita mayor importancia examinar cómo alteró mis noches.
En esa misma fecha, mi sueño me trasladó de nuevo al porche de mi casa, donde yacía perforado, ensangrentado, inmóvil. Muerto.
Inmediatamente contemplé también como la policía me empacaba dentro de un saco negro, para llevarme a la morgue. Escuché los llantos de mi novia y mis hermanos ingresar conmigo a la ambulancia, y volví a despertar apenas el cierre de mi envoltura era reabierto, permitiendo la entrada de una luz enceguecedora.
De regreso en mi cama, sequé el sudor de mi frente e intenté tranquilizarme, repitiendo que era tan sólo “una pesadilla”. Sin saber que, de ahí en adelante, serían contadas las veces que soñaría con algo más que no fuera esa historia.
Como una película en pausa la cual resumía al dormir, regresaba nuevamente a ser testigo de mi defunción. La brillante luz provenía del equipo forense, donde presencié, sin dolor alguno, cómo era descuartizado y sometido a una profunda inspección.
Las noches siguientes me trasladaron a la casa funeraria. Mis orificios fueron bloqueados, mi carne saturada de formol. Recuerdo ver a mamá entregarle mi traje favorito al encargado de prepararme para el funeral, y el ataúd donde fuí dispuesto, curiosamente, me resultó cómodo y de agradable olor, aunque ciertamente un tanto ajustado.
Ya a este punto la recurrencia continua de estos sueños me preocupaba. Sus primeros días se los atribuí al impacto de mi encuentro con ese extraño, pero habían transcurrido semanas. Incluso si mis temores de volver a cruzarlo se habían aquietado, las pesadillas prevalecían.
Mi retorno mental a esta secuencia de eventos fue ténuemente endulzado por las visiones de mi entierro. Muchísimas personas velaron mi cuerpo, y las lágrimas en sus mejillas eran sinceras. Me recordaron lo mucho que valgo para otros, incluso aquellos a quienes no les he dedicado ni un recuerdo en años. Sonará egocéntrico, pero en sus sollozos y calladas despedidas encontré una profunda satisfacción. Algo afín a una sensación de propósito.
Pero este breve sosiego no estaba destinado a durar.
Sueños después, mi sarcófago fue clausurado, y mi cuerpo entregado al subsuelo. Ahí, enterrado en la oscura humedad de mi sepulcro, permanecí. Deshaciéndome en la penumbra, escuchando gusanos y otras alimañas apoderarse de mi tumba.
Hoy por hoy, a pesar de años de terapia, al dormir pocas veces mi mente logra huir de la tierra. Sólo ve negro, y escucha los ritos funerarios más cercanos. Ocasionalmente me pregunto si esos son los lamentos de los vivos, o si provienen de otros pobres difuntos también atrapados en la negrura.
Y lo que es peor: más temprano que tarde deje de tener visitas.
Casi toda la multitud de mi funeral, efectivamente, me dió su última despedida en la capilla, y ni mis amistades más cercanas volvieron para saludarme.
Por otro lado, las voces de mi familia inmediata persistieron; pero con el tiempo, incluso ellas dejaron de encontrarse en mi lápida, siendo mi madre la última conocida a quien llegué a escuchar. Y luego de ella nada… silencio. Ornamentado por el ruido ajeno de pasos indefinidos, o de alguna eventual llovizna.
Me tomó mucho tiempo hacer las paces con la soledad inherente de mi sepulcro, al que retorno casi todas las noches.
Extraño profundamente soñar; que mi mente me traslade a otros lugares fantásticos e inverosímiles. Pero ante la ausencia de este estímulo, ahora me encargo de sacarle lo mejor a lo que me queda: mi vida, y aquellos con quienes la comparto.
Aún sin entendimiento alguno del por qué se instaló en mí esa oscuridad, he decidido atribuirle su propia moraleja, y trabajaré el resto de mi vida porque mi muerte real se asemeje lo menos posible a la de esas pesadillas: a mis familiares y amistades les sobrarán razones para volver al sitio donde entierren mi cuerpo.
Todo lo que aquí confieso ha sido difícil, pero también ha mejorado profundamente mis relaciones. No quiero quedarme sin gente que visite mi tumba.
Agradezco este tormento, y mi encuentro con ese hombre de baja estatura, por plantar mis pies en la tierra, y comprometerme a lo que verdaderamente importa: mis seres queridos, y lo pequeños momentos de felicidad que puedo encender con a su lado.