La primera vez que lo vi, vino con la tormenta.
Esa terrible tempestad, que terminó de sacudir cada hoja otoñal de cada rama de cada árbol en la ciudad, me había aprisionado en mi pequeño apartamento. Había logrado postergar, también, una fiesta de Hallowen para la cual ya había conseguido mi disfraz de David Bowie.
Y así permanecí en casa toda la tarde, lo cual no fue necesariamente un problema. Me agradaba mi piso, y su enorme ventana daba hacia árboles y los encantadores patios de mis vecinos. No fueron pocas las tardes donde me senté a ver qué era de sus vidas: cómo se divertían, con quien compartían su tiempo, cuáles quehaceres le dedicaban al ocio… desde mi ventana, cómodamente recolectaba vistazos de sus historias, de la misma forma que (asumo) ellos ocasionalmente recogían ojeadas de la mía.
Era bonito sentir que vivía así, como un relato entre muchos, una página dentro de un álbum de fotos residencial, y un aroma adicional en el día a día de mis vecinos.
La despiadada lluvia de esa tarde, abrigada por un cielo con el tono de cenizas oscuras, se había apropiado de toda mi vista, de los patios traseros, de las ventanas abiertas. Y mientras el vecindario entero pasaba el aguacero en la comodidad de sus casas, yo me dispuse a lo mismo que tantas otras veces: ver fuera de mi ventana. No siempre podía ser testigo de una tormenta como la de esas horas.
Me sobrecogía particularmente la potencia del viento, y la forma como silbaba cual fuera un fantasma malherido. Todo parecía tambalearse ante su ráfaga, y hasta temía que uno o todos los árboles, que mi vista tanto disfrutaba, fueran a partirse en dos. ¿Cómo son capaces de balancearse así, frenéticamente, de un lado a otro? pensé. Me recordaron a los muñecos inflables de un concesionario de automóviles; aquellos que bajo la presión de un ventilador se tuercen, contorsionan y enderezan.
Y así, maravillado ante su resistencia, ví a lo lejos, colgando entre las ramas del tronco en uno de los jardines, a un hombre. Pensé que era uno de mis vecinos.
No entendía qué hacía ahí, o cómo resistía la fuerza del ventarrón. Debía estar gélido.
Se quitó la camisa. Era muy pálido, de cabellera profundamente negra y pantalones grises. Trepó con facilidad asombrosa hasta la delgada copa de uno de los árboles. Pensé inmediatamente en el Quasimodo de aquella cinta de Disney que vi tantas veces de niño.
Ahí, echó su cabeza para atrás y ofreció un aullido al cielo.
“¡Soy Thomas!” chilló. “¡Mi nombre es Thomaaaaaaassss!”
Su proclamación se aferró en el acto a mi atención. Verán: “Thomas” es mi nombre, “Tomás”, en inglés.
El escalador continuó anunciandose a gritos por varios, extendidos minutos. Yo sólo veía el espectáculo, asumiendo que el resto del vecindario hacía lo mismo, y eventualmente alguien se encargaría de bajarlo.
Pero pasó un largo rato y ahí seguía Thomas, declarando su nombre a la tempestad.
“¡Thomaaaaaaas! ¡Soy Thomaaaaas!”
Llamé a la policía, y a los pocos minutos de esa llamada “Thomas” descendió de los árboles y se adentró en una espesa maraña de arbustos. Sin removerme de la ventana, observé a dos oficiales ingresar a varios patios de mis vecinos, inspeccionarlos a fondo, y salir con las manos vacías; sin rastro alguno de este tipo. La tormenta se había ido, y con ella parecía que Thomas también.
Pensé que mis disculpas a la patrulla por mi llamada darían por concluida esa extraña ocurrencia.
Pero viví cinco años más en ese apartamento, durante los cuales continué viendo a Thomas.
Eran vistazos esporádicos, completamente impredecibles. A menudo los atajaba mirando en qué andaban mis vecinos, o disfrutando del colorido de la naturaleza. Vienen a mi mente un par de ocasiones.
Una tarde sofocante de Junio, celaba la piscina de una propiedad en la cual sus niños jugaban, creo, varias rondas de Marco Polo. Uno de los pequeños pareció molestarse y comenzó a chillar y abofetear a sus hermanos, lo que conllevó a una firme reprimenda de su mamá quien, en retorno, también recibió un cachetón por parte de su hijo.
La fiera fue arrastrada a la casa en medio de pataletas, mientras sus hermanos se carcajeaban a todo pulmón. Yo reía también cuando noté, en el instante que el resto de los niños abandonaban la piscina, a una nueva figura emergiendo del agua.
Más alto que ellos. Completamente vestido.
Thomas.
Hubiera vuelto a llamar a la policía, pero como siempre el lunático se esfumaba de formas inexplicables. En esta ocasión, volvió a sumergirse en el agua justo antes de los niños reingresar a la piscina, jugar en ella, y no encontrar a nadie en sus profundidades.
En otra oportunidad, una nueva familia jugaba ping pong de noche. Un padre contra sus dos hijas.
Desde las sombras de un rincón oscuro del jardín, Thomas observaba el partido. Inmóvil, sin siquiera pestañear. Desapareció cuando una de las niñas encendió las luces del patio.
Había veces en las que Thomas se mostraba como un fisgón repugnante. Una de mis vecinas, a quien el condominio apodó como “la gritona”, a menudo tenía sexo ridículamente ruidoso, lo cual oscilaba entre ser gracioso o pesado. Durante una de sus griterías, vi a Thomas encaramarse en el techo de su residencia y asomarse por la ventana de su habitación, para espiarla con una risita en los labios.
Recuerdo, también, la vez que un anciano barría hojas caídas. Cuando el octogenario metió parte de una pila en una bolsa de plástico, visualicé por un instante el rostro de nuestro intruso, escondido entre el montón de plantas secas. Otoño era su época favorita.
Y así, por cinco años, este extraño ser contaminó las vidas de mi vecindad. Parecía espolvoreado en los hogares de mi hábitat suburbana, pero en un eterno juego de escondite donde sólo participaban él y mi mirada. Jamás la de mis vecinos.
La última vez que supe de él empacaba mis cosas para concluir mi residencia en ese apartamento.
Mi novia de entonces, con quién iba a mudarme, salió un momento a acercar el camión. Yo me quedé atrás desarmando la cama.
Repentinamente, alguien tocó suavemente la puerta del piso.
“¿Sí?” pregunté, confiado de que hablaba con mi pareja.
Pero en su lugar escuché la voz de un hombre.
“Es Thomas.”
Thomas no había repetido nuestro nombre desde aquella vez que lo declaró al tope de un árbol.
“Vine a despedirme” dijo.
No hallaba cómo responder, o qué hacer. Mi cuerpo, invadido por un terror que no he vuelto a presenciar, se petrificó por completo.
Y así me quedé: parado en medio de mi pequeño y vacío departamento, con las tablas de la cama aún en mis manos. Sin poder decir nada.
Súbitamente, alguien abrió la puerta.
“¡Listo!” dijo mi exnovia, al mismo tiempo que entró de golpe al piso. En el momento no pude disimular mi sobresalto, pero jamás llegué a contarle, ni le contaré, lo sucedido. En gran parte porque no creo poder explicarlo.
Viendo atrás, considero a Thomas como una de las muchísimas memorias indelebles de esa comunidad.
De cierta forma, fuera lo que fuera, era otro de mis queridos vecinos. Y quizás, tal como yo, tan sólo disfrutaba de ver y fisgonear a aquellos que vivían con nosotros.