Por muchos años me he preguntado por qué tuve que ser yo.
El oficio de policía es ingrato. Horas largas, amplios riesgos, negociaciones constantes con la corrupción que permea tanto la ciudad como las fuerzas para las cuales trabajo. Sobre todo, un verdadero policía se pone a la disposición para encarar verdaderos espantos. Cosas que nadie quisiera o debería ver.
Pero aquella ocasión fué distinta. Sólo puedo explicar mi lugar en ella desde este ángulo:
Toda tragedia demanda un testigo.
Se acercaba el final de un sofocante sábado. Había pasado las últimas horas patrullando la más callada de las urbanizaciones de mi pueblo, estacionado bajo la sombra de un árbol de caucho. Sus raíces asediaban el asfalto agrietado como el calor impregnaba el aire dentro de mi vehículo. La temperatura me acercaba, segundo a segundo, a una siesta.
Entonces sonó la radio, trayendo consigo mi única tarea del día.
“Tres menores de edad, todos primos” me informó mi superior. “La familia lleva horas buscándolos en su finca. La de los naranjos.”
Me dirigí hacia el único cultivo de naranjas en la localidad: una enorme propiedad cuyo sembradío de frutas correspondía a menos de la mitad de su decena de hectáreas, la mayoría ocupada por árboles y monte. La familia de los desaparecidos me aguardaban a sus puertas.
“Mi hermana y cuñado vinieron con sus dos chamos a pasar el fin de semana” me explicó el dueño. “Aprovecharon que mi madre salió de una operación de la cadera para visitar.”
“Los dejamos jugando con mi otro nieto” añadió la recién operada abuela, “prometieron que volverían antes del almuerzo, pero no hemos vuelto a saber de ellos y mire: ya está empezando a anochecer.”
Sus nervios eran naturales, pero insistí en que resistieran desesperarse. El terreno era vasto, probablemente los niños se habían extraviado en medio de sus juegos. O más probable aún, les dije, era que habían perdido la noción del tiempo. Un traspié común (y a veces necesario) cuando se tiene menos de diez años, como era el caso de los tres primos.
Sin más que decir, pusimos manos a la obra. Mis instrucciones fueron sencillas: haríamos una línea con al menos veinte metros de separación entre cada uno de nosotros, la cual cubriría un perímetro extenso a medida que la formación atravesaba la propiedad.
Obviamos el cultivo, pues evidentemente en él no daríamos con más que naranjas en la tierra, y empezamos en el monte. Nuestra fila avanzó a través de arbustos y zarzas, al ritmo de nuestros llamados a los tres chicos, cuyos nombres eran Mateo, Manuel y Carlos.
“¡Manu! ¡Mati! ¡Carlitos!” gritaban los familiares. Al cabo de dos horas también empecé a llamarlos por sus apodos.
Cuatro veces atravesó esta fila la granja, pero no habíamos ni cubierto la mitad de su extensión. Nos quedaban, con suerte, unos cuarenta y cinco minutos de luz. Una vez llegara la noche habría que traer refuerzos que expandieran la búsqueda, pues se tornaría mucho más complicada en la oscuridad.
Compartiendo aquella información con las dos parejas y la anciana noté algo, al otro lado de una reja de alambre que delimitaba la finca.
A unos cincuenta metros de aquel perímetro había un vehículo, un escarabajo Volkswagen. Años, muchos años atrás, su pintura hubiera sido blanca, quizás menta, pero el óxido y el sol la habían descompuesto a una cáscara amarillenta. Se había ido pelando de a partes, descubriendo el acero de aquel carro, cuyas llantas desinfladas no habían rodado por años.
Algo de ese artefacto, extraviado y sin propósito, demandaba mi atención. No podía quitar mis ojos de él.
“¿Y si cruzaron a la finca de al lado?” sugerí.
Sin siquiera considerarlo, la familia negó la posibilidad.
“Esos tres saben que tienen prohibido saltar la reja” afirmó la madre. El resto de los adultos asintió, traicionando sus nervios.
Sin embargo, insistí en mi hipótesis y propuse que ellos resumieran buscando dentro de su terreno, mientras yo daba al menos una ojeada en el vecino, donde sabía que se desplegaba una granja de cochinos. La familia asintió con inquietud, salté la reja de alambre y me dirigí, inmediatamente, hacia el escarabajo.
Me tomaría unos dos minutos cruzar desde el cercado hasta el carro. El vehículo estaba en medio de una planicie, la primera que había pisado desde el inicio de la búsqueda. La gentileza de ese terreno, alfombrado tan sólo por crujientes y doradas hojas secas, acentuaba mi sensación de que hacia allá me conducía la naturaleza.
A mitad de mi breve recorrido volteé. Debí haber esperado lo que encontraría: los cinco adultos no se habían movido. Observaban con ansiosa anticipación mi travesía y fue ahí, caminando y viéndolos, que entendí por qué se rehusaron a considerar que sus tres muchachos habían escapado de la granja.
Debieron de haberse percatado que no despegaba mi vista del Volkswagen. Que el auto me había llamado, como una muda sirena, a revisarlo. Debieron sentir lo mismo que yo, ardiendo en las profundidades de sus estómagos: ahí podría encontrarse algo. Algo que jamás estarían listos para descubrir.
De seguir sus hijos en el terreno familiar sólo sufrirían el sinsabor de amonestarlos. No querían, sin embargo, ni contemplar la noción de que sus pequeños estaban en serios aprietos. O que era demasiado tarde para rescatarlos.
O que en ese carro, los esperaba una monstruosidad. Tan cerca pero también tan lejos de la salvaguarda del cercanos, del perímetro de sus reglas. De la tranquilidad de las expectativas.
No se atrevían a ser ellos quienes tuvieran que hacer el descubrimiento. A ser los testigos de una desgracia.
A unos diez pasos del vehículo me era evidente que sus ventanas no estaban llenas de polvo, sino repletas de un leve rocío. Una cálida humedad se había condensado por dentro.
A tres pasos de revisar la causa de esa condensación escuché un alarido lejano.
“¡Mateo! ¡Dios santo, mi Mateo!”
La voz de la madre era elevada, pero llena de alivio. Había visto algo que la hacía desbordar de emoción: su hijo, junto a sus dos primos, había reaparecido. Estaban de pie, a pocos metros de la familia, quien corrió a abrazarlos. Los tres jóvenes no paraban de llorar.
“¿Dónde estaban chamos?” preguntó el padre de dos, su enfado entremezclado con tranquilidad. “¿Qué les pasó?”
Pero los niños sólo podían sollozar. Lloraron por un largo rato, hasta que eventualmente callaron.
Ni una sóla palabra escapó de sus labios. Parecían estupefactos, callados por alguna dantesca visión.
Sugerí llevarlos a una sala de emergencias, pero lo último que querían sus adultos eran más ajetreos.
“Seguro están ansiosos y cansados… y con este calor, ¡imagínate!” dijo una de las madres.
Insistí nuevamente, pero los padres permanecieron convencidos que con un baño, una buena comida y reposo sus hijos se sacudirían ese trance.
“Ya nos dirán qué les pasó” dijo la otra madre.
Así que, indispuesto a pelear y agradecido prematuramente por este desenlace, me enrumbé a mi estación. No podía esperar a dejar el vehículo de patrulla y regresar a casa, donde mi cena, mi baño y mi reposo me aguardaban.
Pero a pocas cuadras de llegar sonó una vez más mi radio.
Los muchachos se habían vuelto a perder.“No saben qué pasó” me informaron, “pero los padres les quitaron los ojos de encima por un par de minutos, y ya no los encuentran.”
Maldije bajo mi aliento, porque no había más nadie en servicio y yo, quien había empezado el caso, era evidentemente el mejor para retomarlo.
Los atardeceres son fugaces de donde yo vengo, así que la finca de naranjas ya estaba sumida en oscuridad cuando estacioné en su entrada. Buscando ser eficiente y evitar preámbulos, me dirigí de inmediato hacia la zona del cercado, en donde habíamos encontrado a los tres muchachos. Quizás, pensé, habían regresado a sus alrededores.
Pero cuando la luz de mi linterna cayó sobre los rombos de alambre, comprendí que no fueron presentimientos los que me retornaron a la frontera de la finca.
A través de la valla, mi luz alcanzó al escarabajo de hierro. Durmiendo, como las gárgolas duermen despiertas.
El decrépito automóvil me llamaba, con la misma fuerza de nuestro primer encuentro.
Salté la reja. Acercándome al carro el rayo de mi linterna traspasaba sus ventanas, aún nubladas por aquella peculiar condensación. Las gotitas me hicieron andar más lento, con mayor precaución. A quizás seis pasos del automóvil sonó otra vez mi radio.
“Disculpa Paulo… al parecer encontraron a los niños. Estaban en el jardín.”
Tenía muchas cosas que decir, la mayoría groserías. Pero me conformé con dar por terminada la jornada de alarmismos.
“Qué bien. Gracias.”
Antes de volver a la entrada me detuve. Pensé que quizás debía, de una vez por todas, ver lo que escondía el escarabajo. Descubrir por qué sus ventanas estaban brumosas.
Pero la misma sensación, que impedía a la familia siquiera considerar hacerlo, volvió a asaltarme, y me fuí.
Abriendo la puerta de mi patrulla escuché a los padres de los muchachos.
“¡Ya no están! ¡No se vaya por favor!” me gritaban desde la distancia, corriendo hacia mi.
“¡No sabemos qué pasa!”
Respiré profundo, resignado a que mi noche no se acabaría pronto.
La familia me aseguró que, al rato de haber encontrado a los tres muchachos en el patio, estos habían vuelto a desaparecer, mas no entendían cómo. Les pedí que permanecieran en casa mientras yo recorría, por tercera vez, las hectáreas; por si acaso los niños aparecían o estaban escondidos en el hogar.
“Por favor, encierrenlos de ser necesario” les exigí, ya sin ni una pizca de pudor.
“Eso hicimos…” aseguró el dueño de los naranjos, tan preocupado como confundido. “Estaban castigados.”
Pensé que me mentían, y que lo hacían por pura vergüenza con mi tiempo. Pero callé mis prejuicios y caminé, de nuevo, hacia el perímetro. La molestia y el cansancio me hacían darle poca importancia a dar con los infantiles fugitivos, pues habían demostrado que reaparecerían cuando les diera la gana.
En cambio, usaría esto como excusa para ver, de una vez por todas, lo que me esperaba en el carro.
Crucé la planicie, dispuesta a mis pies como una alfombra, y finalmente lo tuve al alcance de mis manos. La noche, junto a la nube en las ventanas, me ocultaban sus entrañas. Al posar mis yemas en su corroída manija sentí calidez. Parecía seguir hirviendo como una caldera, inundada por el ardor de aquel sábado.
Abrí el vehículo, y al rechine de la puerta le siguió un espantoso olor. Aquel que sólo se produce cuando el calor acelera la corrupción de la carne.
Incluso bajo la avaricia de la luna nueva, o sin tener que apuntar la linterna, reconocí los tres pares de ojos que, en su quietud, parecían esperarme.
Sus tres dueños reposaban uno sobre el otro, en algo similar a una especie de abrazo.
La distorsionada voz de mi jefe me sobresaltó.
“Paulo. Adivina” me dijo a través del radio.
Adivina.
“Los encontraron. Los muchachos se escondieron en la despensa de la casa.”
No.
No había forma.
Mati, Manu y Carlitos no habían podido escapar de ese vehículo desde, al menos, el atardecer. Lo veía en sus pieles. Lo olía saliendo del carro.
A punto de reportar mi hallazgo, me detuve.
Algo, quizás el patrón de ese día, o la extraña contradicción entre lo que veía y lo que me decían en el aparato, me hizo saber que al momento de anunciar la tragedia, los tres niños desaparecerían por siempre de la casa. Con ellos se iría también el sosiego de sus padres y de su abuela.
Le dí las gracias a mi superior, apagué la radio, y tomé asiento en la alfombra de hojas secas. Viendo como la brisa entraba y salía del carro, de la forma en que no pudo hacerlo durante el día. Siendo el testigo que Carlos, Manuel y Mateo necesitaban. Aquel que le haría saber a la familia que seguro estaban jugando, sin saber que el carro no se podía abrir por dentro.
Esperé hasta las primeras luces del día para prender la radio y dejar atrás a los cuerpos. Sabía lo que - efectivamente - terminó pasando: recibiría otro llamado para volver a buscar a los niños. Esta vez comunicaría, finalmente, lo que en él se encontraba.
En mi experiencia he visto que anunciar esta clase de calamidades durante el amanecer da una pizca de sosiego a los seres queridos. El Sol llega a acompañarlos en el principio de su duelo, a diferencia de la noche, que asfixia sus esperanzas como el destino roba una vida.
Alejándome del Volkswagen empecé a prepararme para lo que vendría: remover a los niños sancochados, informar a la familia de su hallazgo, abrazar a dos madres que acaban de perder a sus hijos. Cosas que nadie debería de ver, que el cuerpo carga de por vida.
Mi audiencia había terminado.