Papá y mamá se cuidaban mutuamente, con un cariño y diligencia que no he visto en otros amores. Tan era así que toda la familia bromeaba con que no cabía duda de que después de su muerte ambos seguirían cuidándose, y que si papá era el primero en irse, ahí estaría esperando a mamá, para acompañarla cuando le llegara su tránsito de este mundo al cielo.
Ese chiste no venía de la nada. La vida de papá estuvo repleta de experiencias y anécdotas de encuentros suyos con lo sobrenatural y el más allá. Destacaba un relato, célebre para todo el que lo conoció: desde que era niña papá aseguraba que de noche podía ver luces tenues en la esquina de nuestro jardín, debajo de los arbustos entre dos palmeras.
En mi país Venezuela, esa se conoce como la señal de que ahí yace “un entierro”, un tesoro sepultado durante la época colonial. Pero nadie le hacía caso, y mi padre no se dignó a pasar el trabajo de ponerse a cavar entre sus matas.
Mi hermano, junto con mis primos, usaban esta historia para asustarme. Me decían que los entierros se creaban cuando un esclavo enterraba las morocotas de su dueño, para luego ser decapitado y puesto bajo bajo tierra con el tesoro, de forma que su espíritu lo resguardara (y nadie más conociera su paradero). Me aterrorizaban con cuentos de que su fantasma sin cabeza daba vueltas a nuestra quinta todas las noches.
Cuando la demencia que se llevó a papá estaba avanzada, tuvimos que vender la casa y mudar a mis padres al piso debajo de la nuestra. Él insistió en que alguien “desenterrara las morocotas” antes de irse, pero nuevamente nadie le hizo caso.
Así fué como los nuevos dueños, en plena remodelación del jardín, excavaron las monedas de oro puro en ese pedazo de tierra, bajo esos arbustos entre las dos palmeras. Y para nuestra sorpresa le regalaron la mitad a papá, en lo que creemos fue en un acto de gentileza dedicado a un anciano forzado a abandonar la casa que tanto amó.
Años después de su fallecimiento, a las 2 y 36 AM de un 25 de Junio del 2009, desperté con mucha ansiedad y salí de mi cuarto. En el área común que comparten las habitaciones, encontré a mi hijo mayor junto a mis dos hijas. Podía ver la misma inquietud que interrumpió mi sueño en sus rostros.
“¿Lo sintieron?”, pregunté al mismo tiempo que mi esposo se nos unía. Todos estábamos despabilados a pesar de habernos recién levantado.
Mi familia entera asintió al mismo tiempo que sonó el teléfono de la casa. Vi la máquina antes de atender: venía del piso de abajo, donde vivía mi madre, ya en las últimas fases de un cáncer de pulmón sin arreglo. La voz de su mujer de servicio, Gladys, sonaba al otro lado de la línea.
“Se acaba de ir, señora. Doña Leyda se acaba de morir.”
Todos lloramos bajando las escaleras para ver el cuerpo de mamá, así como por el resto de esa noche. Lloramos por mucho tiempo después de su partida.
Después de varios meses melancólicos y grises, Gladys (quien permaneció trabajando para nosotros) se animó a contarnos durante un almuerzo algo que había presenciado aquella noche, antes de hacer la funesta llamada a nuestro piso:
“Me levanté como con ansiedad, inquieta. No sé por qué pero sentía que tenía que revisar a su mamá. Y cuando entré, había alguien cargándola. Un hombre alto. Prendí las luces y ya no estaba. La única persona en el cuarto era doña Leyda, en su cama.”
Y así, las lágrimas que inundaron los ojos de toda mi familia finalmente pasaron a ser de felicidad. Unas de mis hijas dijo lo que todos pensábamos:
“El abuelo la fué a buscar. Ahora descansan juntos.”
Yo me lo creí, tanto por el amor que siempre tuvo papá por mamá, como por su frecuente cercanía en vida con el mundo de los muertos. Recordar todas sus historias, incluyendo el mítico descubrimiento de las morocotas en su jardín, me llenaron de una profunda paz y seguridad. Si alguien iba a volver en espíritu para recoger el alma de su amada mujer, iba a ser mi papá. No me cabía duda.
Rápidamente la casa se fue alegrando, aliviada por el tiempo y por esta noticia de nuestra querida señora de servicio. Pero los ánimos de Gladys nunca cambiaron. Parecían haberse quedado en una tristeza similar a la de esa noche del 25 de Junio.
No, ni siquiera similar. Era una pesadez que al comienzo reconocíamos como duelo, pero a medida que nuestros espíritus mejoraron notamos que se trataba de algo más. Estaba más callada de lo usual, muy nerviosa, casi temerosa. Parecía que la paz que nos había regalado con su historia jamás había calado en ella.
Traté de ignorarlo, pero me fue imposible. Ver un hogar feliz, y en medio de él un rostro ausente de felicidad, rápidamente se convirtió en un yunque que me mantenía anclada a a la muerte de mi madre. Y me inquietaba. Algo del humor de Gladys, antes tan alegre y jovial, me estremecía de formas que no podía comprender.
Una noche, durante una fiesta en casa por el cumpleaños de mi esposo, me tomé un momento para apartarla y preguntarle qué le sucedía. Con falsas sonrisas aseguraba que todo estaba bien, pero con un poco de insistencia eventualmente logré que se abriera.
“Mire señora, no quería contarle, porque su familia estaba muy contenta y creo que les hacía falta ese poquito de tranquilidad...”
Gladys revisó nuestros alrededores, asegurándose de que nadie más nos escuchaba.
“La noche que doña Leyda se murió me levanté porque escuché a su mamá llamándome, pidiendo ayuda. Y en su habitación el que la cargaba no era su papá, sino otro hombre.”
Esta nueva confesión heló la sangre en mis venas. Quería cuestionarla.
“¿Cómo sabes Gladys? ¿No nos dijiste que el cuarto estaba completamente a oscuras?”
Su respuesta me enseñó que en esta vida, todo se cobra. Si tomas un tesoro, tendrás que perder un tesoro.
“Sí, pero es que incluso en la oscuridad lo veía con claridad: el hombre no tenía cabeza.”