Tengo cuatro hijos: un excelso guitarrista, de dieciséis años, con mi nombre; dos gemelos, Jorge y Federico, que a sus doce años ya aman acampar en la montaña; una niña, Patricia, con apenas nueve años, que asiste los Martes y Jueves a clases de flamenco.
Si algo bueno he hecho en mi vida es criar a esas criaturas. La luz que he visto en cada una de sus miradas, en más de una ocasión, es prueba de que traje algo bueno a esta tierra
Algo que extraño, y que nadie percibió que se acercaba a su final.
Era una tarde de Junio, la primera después de casi una semana de resguardo en casa debido a la lluvia. El azul del cielo permanecía oculto por una eterna capa de gris, pero ocasionales parches de Sol nos hicieron pensar, tanto a mi como a mi esposa Sofía, que disponíamos de al menos un par de horas para desconectar a la familia de la tele y disfrutar de la intemperie.
Me apresuré a comprar un par de pollos en brasa, que era uno de nuestros almuerzos favoritos. Al regreso, Sofía ya había dispuesto la mesa del patio y casi todos los niños jugaban entre ellos.
Federico se quedó atrás, bajo techo. Cuando toqué la puerta del baño, donde se encerraba con llave, me aseguró que ya saldría. Que le dolía la barriga.
“Tiene miedo de salir” me confió su madre. “Acuérdate que nos dijo que vió una cascabel el fin pasado, al lado del samán.”
Su experiencia no hubiera sido el primer encuentro con una serpiente en nuestra propiedad. A diferencia de la casa, que no es particularmente grande, nuestro jardín es inmenso: una vasta alfombra de césped, con casi cien metros de profundidad, bordeada por un barranco y líneas de árboles y arbustos. Todos y cada uno de nosotros, en al menos una ocasión, habíamos visto alguna alimaña ponzoñosa entre los matorrales.
Cuántas buenas memorias tuvimos en ese jardín. Primeras comuniones, piscinadas, parrilladas, partidos de futbolito… He perdido la cuenta de la cantidad de piñatas que izamos en las ramas del gran samán al fondo del terreno; es nuestro árbol más grande, y el lugar donde Federico dijo escuchar las maracas de la cascabel.
“Ve picando el pollo” le pedí a Sofía, “quiero echarle un vistazo al samán. No vaya a ser que tengamos un nido en el jardín.”
Dos minutos después había cruzado la grama encharcada y encaraba a la monumental planta. Sus raíces se aferran, tenazmente, al borde que desciende hacia el barranco que sirve como perímetro de nuestra propiedad, y que la hace el hospedaje ideal de cualquier sabandija del monte.
Circundé el árbol con cierta distancia, bajo sus ramas alzadas sobre mí como un abrazo sin terminar. Buscaba la forma más segura de asomarme al lado del precipicio, para así verificar la existencia de una madriguera.
Sonó entonces el redoble de una maracas.
El traqueteo cortó el canto de los pájaros, y el rumor del riachuelo al fondo del despeñadero.
Revisando mis pisadas, me acerqué un poco más a donde creía oír la advertencia de la cascabel. Jamás había percibido alguna así, tan gruesa y acentuada, pero el sonido era lo suficientemente cercano al que conocía. Di un último paso y escuché con mayor detenimiento.
Venía, efectivamente, del barranco, justo detrás del samán. La víbora se había alojado en nuestro petrificado gigante, y tendríamos que contactar al guardaparques para desalojarla.
Con esto asumí por concluída mi investigación, y di la vuelta para ir a almorzar y advertirle a mi familia de acercarse al gran árbol o a los matorrales. De lejos, ví a Adolfo bateando una bola fácil de Jorge.
Pero entonces escuché un cuerpo, mucho más grande que el de una culebra, deslizarse por el barranco, seguido por el quejido de algo que no era animal.
Regresé, en guardia, al samán. Sin saber exáctamente qué había ocasionado ese ruido.
Y cuando me asomé, vi a Federico, mi hijo.
Con sus rodillas embarradas, tratando de sostenerse de una de las raíces del samán.
Y apenas dije su nombré alzó la mirada. Sorprendido.
“¿Qué demonios haces Fede?” pregunté entre la rabia y la perplejidad. “¿Por qué te metes en donde escuchaste a la cascabel?”
No había finalizado mi pregunta cuando, a los pies de mi hijo, rodó un juguete de plástico, rosado y verde limón: Una maraquita de su hermanita menor, quien la usaba en sus clases de flamenco.
Entendí de inmediato que no había escuchado a la percusiva serpiente, sino a mi hijo; y pensé, como haría cualquier padre, que quería jugarme una broma pesada.
Pero Federico, a pesar de haber arruinado la trampa, ni se reía con nerviosismo. Ni siquiera buscaba explicar su fechoría. Tan sólo me veía, pasmado entre el miedo y la indecisión.
Atrapado en ese estado me extendió la mano, con una lentitud que traicionaba medianas convicciones.
“Me… ¿me ayudas a subir papá?”
Y sólo cuando me acerqué un poco más al precipicio, para coger su mano, noté lo que abrazaba el puño izquierdo de Federico, entre su palma y la raíz de árbol.
Aún no se me ocurría dar un paso atrás.
“¿Qué haces con mi martillo?”
Federico me vió a los ojos por largos segundos, pálido… antes de intercambiar sus manos y tirar el mazo al monte. La vegetación del precipicio se tragó la herramienta de la misma forma que algo inhóspito se tragaba las palabras de mi hijo.
Y ahí, desconcertado ante esa pausa, escuché los alaridos de Sofía.
“¡¿Qué hacen!?” gritaba. “¡ADOLFO! ¡AUXILIO ADOLFO!”
Adolfo y Jorge la atacaban, sin misericordia.
Mi hijo mayor, blandiendo el bate de béisbol, linchaba su pecho, y el cráneo cubierto por las manos de su madre. Mi otro gemelo la apuñalaba en la barriga con el cuchillo que se suponía despedazaría los pollos en brasa.
Comencé a correr hacia la terraza, sin darme la más mínima oportunidad de preguntarme a qué se debía este espanto. Una oscura mancha, expandiéndose por el rostro de Sofía, comenzó también a correr por sus hombros.
Están jugando, fué lo que pude decirme en medio de mi carrera. Es todo un terrible juego.
Pero mis pensamientos fueron contradecidos por la imagen de Sofía defendiéndose de sus propios hijos con patadas y empujones. Les chillaba como una leona malherida, mientras yo me disparaba hacia la pantalla de una perversa película.
Patricia, mi niña, aturdida por los sonidos de muerte de su madre, emergió de su casita de juguete.
Adolfó dejó a Sofía atrás, a la merced de Jorge, y dió tres pasos hacia su hermana menor.
“¡NO! ¡ADOLFO!” le imploré a mi hijo. “¡NO LO HAGAS ADOLFO!”
El bate aterrizó en la cabeza de mi hija, quien chocó contra el hogar de plástico y se desplomó al suelo. El impacto aún retumba en mi mente como un golpe seco, demoledor. Inevitable.
Mi esposa quería salvar a Patricia, incluso cuando apenas podía alzarse de rodillas, pero poco importaba. Ya estaba a menos de diez metros de ellas, a segundos de su rescate.
Mis dos hijos también notaron mi proximidad, por lo que tiraron sus armas y corrieron al interior de la casa. Los escuché ascender las escaleras en estampida.
Quería perseguirlos, pero sabía que tenía que quedarme con mi esposa e hija, quienes apenas permanecían con vida. Sabía además, hacia dónde se dirigían los muchachos: el ático, la única habitación de la casa sin llave. Una vez pasado el seguro en su interior sólo un cerrajero podría abrirla.
Llamé a la ambulancia y a las autoridades. En la espera, mientras trataba de mantener a las mujeres del hogar conmigo, volteé al samán. La figura diminuta de Federico se alzaba bajo su sombra, vigilándonos. Incluso de lejos podía ver que lloraba.
“Perdónanos papi” sollozó. “Perdón.”
Sofía y Patricia pasaron semanas en terapia intensiva. Su recuperación fué milagrosa, y los doctores creen que, por como van las cosas, Patricia posiblemente vuelva a bailar flamenco.
En lo que respecta a Adolfo, Jorge y Federico, agradezco que su madre y hermana no hayan lidiado con las fases iniciales de su prisión, y que les fuera imposible acompañarme a verlos tras barras.
Lloré, como nunca he llorado, cuando los sacaron a verme. Ellos, por su lado, parecían vacíos, completamente deprimidos. Como avergonzados de encarar la vida que habían escogido perder para siempre.
“¿Por qué mis muchachos?” fué la esencia de todas mis preguntas. “¿Qué les hicimos para que nos odiaran así?”
“No sabemos” fué, en mayor o menor medida, el fondo de sus respuestas.
Pero podía percibir, detrás de sus voces apagadas, otras voces. Diciéndome lo sentimos, papá. No sabemos cómo expresarlo, pero lamentamos lo que hemos hecho.
Y otras voces adicionales, incluso por detrás de esas voces ocultas, me decían jamás podríamos odiarlos, papá.
Agradecí, también, que mi familia estuviera en la clínica mientras yo acomodaba la casa. Me dió la oportunidad de encargarme de la sangre en las baldosas de terracota de la terraza, sobre las cuales se perpetró el ataque. Me tomó cinco días removerlas por completo.
El primer día fué el más difícil. Por razones que desconozco -y me irritan- los policías dejaron el bate en el patio. Alzarlo fué como despegarlo de una pegatina carmín. La sangre de Patricia y Sofía había calado en los surcos entre las baldosas, de la misma forma que lo haría un tatuaje. Sin importar cuántas veces las restregué con ácidos y esponjas de acero, las líneas oscuras poseían mi terraza, como el recuerdo de la masacre que pudo haber sucedido.
Al regresar de la clínica, Sofía encontró un vasto hueco de concreto en el lugar donde, alguna vez, yacía nuestra impoluta terracota. Me había encargado de quebrarlas durante el quinto día de limpieza, con el martillo que Federico temió emplear en mi calavera.
Nadie sabe por qué mis tres hijos decidieron tratar de liquidar a su familia. Ni ellos mismos parecen haber dado con la respuesta, y no hay quién sea capaz de apuntar a indicios previos de sus terribles decisiones. Sin embargo, las investigaciones parecen apuntar a que fué un ataque premeditado; al menos desde el momento en que Federico mencionó, casualmente, haber escuchado el sonido de una cascabel bajo el samán. Creo que, de los tres, Adolfo será juzgado como un adulto.
Por mi lado, trato de cuidarme.
No hace mucho, comencé a visitar a un psicólogo. Creo que me va a hacer mucho bien, pero también sé que lo peor aún está por descubrirse. Durante nuestra primera consulta, puso su mano sobre mi hombro.
“Adolfo, tienes que entender que nada de esto es tu culpa.”
“Lo sé” le dije a medias.
Pero sí son mis hijos, me susurró la voz detrás de mi voz.
Mis tres, amados hijos.