Soy alguien que disfruta la compañía de otros. De veras, la disfruto.
Pero hay sólo un momento que me complace más que el saludo de un rostro amigo: entrar a mi hogar, dónde las obligaciones sociales cesan y puedo ser, absolutamente, yo mismo.
Lo admito: me encanta estar por mi cuenta. Puedo cantar cuando quiera, reirme de lo que sea, molestarme sin dar explicaciones. Mi voz existe y retumba libremente por los tres pisos de mi apartamento, sin tener que pagar impuesto a oídos ajenos.
No siempre fuí así. De niño me inquietaba deambular a solas, pero la madurez me obsequió apreciar aquellos silencios.
Actualmente vivo en un apartamento de tres moderados pisos, comunicados por una robusta escalera en espiral. Siento que habitar un penthouse en Venezuela, más que estatus, me otorga lejanía de las calles en las que suceden tantos robos, asaltos y secuestros. Casi a diario, los vigilantes del edificio me cuentan de algún crimen o tragedia en el vecindario, a veces a meros pasos de nuestra residencia. Me da paz saber que duermo en una habitación resguardada por una reja de acero y tres puertas de cerrojos pesados, dos de ellas blindadas.
Sin embargo, alguien me observaba en las noches.
En repetidas ocasiones me despertaba a mitad de la madrugada y, sin la necesidad de comprobarlo, sabía que un rostro flotaba cerca, muy cerca, de mi cara.
Las veces que alcé mi brazo, para verificar aquella intuición, mi palma traspasaba el aire. Pero la sensación de aquella mirada, estudiándome con paciencia, persistía.
Y es que eso eso es lo que era: tan sólo una sensación. Las persianas de mi cuarto, cuando descienden sobre sus ventanas, bloquean las pocas luces de los faros en la calle. La recámara se convierte en un cubo negro. Un recipiente de las más puras tinieblas, en el que no tenía forma de distinguir una sombra de una figura, de una silla, de una lámpara o de un intruso.
Me dije a mí mismo, tras meses de experimentar la peculiar sensación, que los ruidos del apartamento me estaban plagando la mente de ideas y espectros.
No era el único en haber percibido los extraños sonidos: el crujir de los escalones de madera, cubiertos que inexplicablemente rodaban de la mesa al suelo de mármol. La turbia impresión de que, al entrar al primer piso, alguien me esperaba en el tercero. Aguardando en la oscuridad, con su cabeza asomada desde las sombras.
“En tu casa hay cosas” me dijo un amigo que, saliendo de mi cocina, escuchó un tintineo a tres pasos de sus talones. Un tenedor parecía haber saltado del lavaplatos al piso de piedra.
“Ni de vaina vendría por mi cuenta” me aclaró una amiga, quien como yo había escuchado los sigilosos y pacientes pasos, ascendiendo por la escalera en espiral. “Es que Guillermo, acá nunca se está verdaderamente sola.”
Sus palabras me recordaban como, con diez años, evitaba entrar a la casa de mis padres si no tenía la seguridad de que alguien más la ocupaba. Una tarde, después del colegio, esperé tantas horas fuera de la enorme residencia que mi rostro quedó rojo y ardiente por días.
Décadas después, el conserje de este edificio me aseguró que los ruidos no eran más que las tuberías, o los movimientos de mis vecinos.¿Pero cómo podían explicar lo que la familia de enfrente veía a través de su mirilla?
“El otro día volvimos a verla Guillermo” me dijo Ramón. “Creo que era una señora, pero salió de tu casa a eso de las cinco de la madrugada. ¿No la escuchaste?”
Jamás, y eso que a las cinco es precisamente la hora cuando tiendo a levantarme para trabajar. Una vez salgo a la oficina la casa permanece desalojada, hasta que mi señora de limpieza llega a las ocho de la mañana.
Ella, también, percibe cosas en mi apartamento.
“No importa en donde ande, alguien se la pasa tocando la puerta de la habitación” me contó con una comedida dosis de pavor.
“Yo tengo un primo que es cura, doctor. Le puedo pedir el favor que venga a bendecirle el piso” me ofreció en confianza.
De niño, cuando el calor no me dejaba dormir, rezaba. Pensaba que un demonio me acechaba debajo de la cama; que el calor de Luzbel, ardiendo bajo la piel del engendro, calentaba hasta el último rincón de mi habitación.
Pero no quería sucumbir a los mismos terrores de mi juventud.
“No hace falta” le aseguré a mi mucama con una sonrisa. “Más temprano que tarde nos enteraremos de qué es lo que pasa.”
Las respuestas llegarían a los pocos días, en medio de una noche húmeda y calurosa que me forzó a estirar las capacidades de mi aire acondicionado.
A pesar del gélido ventarrón que soplaba la máquina, desperté empapado en sudor. Mi alcoba imitaba las brasas de un horno. El calor me había abofeteado el sueño y me alcé completamente despabilado.
La habitación ya no era el negro impenetrable. Podía ver la totalidad del espacio, tenuemente iluminado por una luz grisácea. Como la de un crepúsculo, nublado y menguante.
Absolutamente despierto, volteé hacia las ventanas, esperando encontrarlas descubiertas por mi descuido.
Pero bajo aquel brillo ceniza, con una claridad implacable, vi las cuatro persianas cubriéndolas. Aquellas que jamás habían flanqueado en expulsar cualquier luz de la recámara.
Al volver a voltear vi a la figura. De pie, y a meros centímetros de la puerta.
La presencia era más oscura que el resto de mi habitación, pero tampoco llegaba a ser una sombra. Rasgos y texturas conformaban su apariencia, pero a duras penas los distinguía bajo aquella débil iluminación.
Lo que sí podía distinguir es que se acercaba a mi cama. Lentamente, paso a silencioso paso.
Me enderecé, pero no me atreví a levantarme. Quería convencerme que los restos de mis sueños tan sólo persistían en mi consciencia. Pensé en hablarle, o arrojarle la jarra de agua al lado de mi lecho. Pero sabía que ambas cosas sólo confirmarían su existencia.
Aquella cosa avanzaba. A un metro del pie de mi colchón empecé a detallar su oculto aspecto: tanto la postura como la forma con las que arrastraba sus pies al andar, eran las de una persona anciana; su encorvada estatura la de alguien de bajo tamaño; su peinado para atrás el de una señora.
Sí: hacia mí caminaba una mujer.
Una mujer, pensé.
La que Ramón vió salir de mi casa por su ojo de pez.
Sólo un nombre vino a la mente, para inmediatamente manifestarse en mis labios.
“¿Tata?”
La figura se detuvo. Ahí, quieta, continuó mirándome.
Tata era la trabajadora doméstica, vasca de nacimiento, que prácticamente me crió a mí y a mis cuatro hermanos.
Medía no más de un metro cincuenta, pero tenía el temperamento e imponencia para colocar de rodillas a mi hermano mayor, quien cómodamente le llevaba cabeza y media.
Tata, quien me crió como a su propio hijo y a quien aún siento como a una segunda madre.
La anciana que se la pasaba tocando puertas antes de entrar, pues ello le indicaban sus modales.
La que al descubrir que estábamos en medio de una travesura, dejaba caer algún cubierto desde la cocina. Para hacernos saber, como si blandiera una campana, de que estaba al tanto de nuestra fechoría.
La que a las cinco de la mañana, sin falta ni demoras, salía a comprar frutas, pan, huevos y leche en el mercadito del vecindario.
Tata, quien en las noches en las que la fiebre me azotaba, y yo rezaba con fervor, entraba sigilosamente al cuarto, sin saber que ya la estaba viendo. Temía que pasaba a regañarme por seguir despierto.
Mas tan sólo se acercaba con cuidado, arrastrando sus piecitos vascos, a ver cómo avanzaba mi recuperación.
Años después, el nombre de Tata detuvo a la sombra. Así que volví a mencionarlo.
“¿Eres tú Tata?”
Sin mediar palabra, la figura comenzó a retroceder. A medida que se alejaba, la lánguida luz del cuarto se desvanecía el negro tan familiar de mis noches.
Encendí la lámpara de mi mesa. No quedaba rastro de la aparición.
Incapaz de volver a conciliar el sueño, bajé a tomarme una taza de manzanilla. Al día siguiente llamé a mi hermana, para contarle lo que pensé había sido obra del cansancio.
“¿Tú también?” me preguntó, reivindicada en sus sospechas.
Al igual que yo tenía años en los que, ocasionalmente, se despertaba en medio de la noche. Acompañada de la extraña sensación de que alguien la miraba de cerca. Al mencionarle que sospechaba era Tata quien nos visitaba, mi hermana pausó.
“Eso espero” finalmente respondió.
Mientras más pienso en la sombría apariencia de quien se acercaba en mi habitación, más atribuyo su contorno al de mi amada nodriza.
Cargo en mí la tranquilidad de que jamás estuve, ni estaré, sólo. Y sin embargo, de vez en cuando le pido a Tata que vuelva a aparecerse. Aprovecho, mientras preparo mi cama, para hacerle saber que me gustaría verla, y que la extraño.
Hoy en día me siento afortunado y tranquilo, porque alguien me mira por las noches.
La persona que, cuando me tomaba en sus brazos, sentía que me abrazaba el mundo entero.
Tata me cuida. Tal cual lo hizo cuando era tan sólo un niño, que temía caminar por la casa a solas.