En nuestra familia de cinco todo se hacía temprano. Era importante levantarse antes de que el cielo se vertiera de azul, llegar de primero a los compromisos, cenar antes de las seis y media y acostarse antes de las diez.
Mis padres estiman ese ritmo de vida como un hábito sano; pero lo impusieron, también, para no chocar con el horario de mi abuela Martina. Desde que tengo memoria vive con nosotros, pero carezco de recuerdos donde haya estado sana y plena. La madre de mi madre era dulce, pero hasta en sus momentos de suavidad se aquejada de dolores, temblores y pequeños accidentes: el más mínimo tropezón—cada vez más probable, a medida que Martina acumulaba años—manchaba su piel de grotescos verdes y morados.
Poco antes de mudarnos a la casa a las afueras de la ciudad, mi abuela sufrió un derrame cerebral. Sucedió en vías de ir a almorzar por el cumpleaños de papá. Estar en el carro le salvó la vida, aseguraron los médicos, pero las rémoras del tráfico también consintieron que el ACV hiciera de las suyas. Martina jamás fue la misma: su conciencia se estancó a medias, y esa mitad quedó bastante estropeada.
Semanas después del derrame, mis padres comenzaron la búsqueda de nuestro nuevo hogar. Era importante que quedara cerca de la clínica, pues por su condición mi abuela jamás volvería a estar fuera de peligro. En menos de dos meses, mis muñecas que compartía con mi hermana Lula viajaban en cajas dentro de un camión, en rumbo a la morada donde mi familia aún continúa residiendo.
Esta casa tenía menos habitaciones que la anterior—mi padre tuvo que sacrificar su estudio, Lula y yo dejamos de tener cuarto de juegos o habitaciones separadas, y el comedor ahora era parte de la sala. Pero cada recámara era también más grande, por no decir gigantesca: cubos y rectángulos de un blanco piedra, con techos de casi cinco metros de altura. La casa tenía también un vasto jardín, anclado en el extremo opuesto por un añoso árbol de jabillo. Nuestro hogar anterior no era tan frígido como esta casa, pero tampoco contaba con un jardín, árboles o techos de más de tres metros.
La residencia fue construída en los sesenta, lo cual era evidente, sobre todo, en los baños: sus bañeras, inodoros y lavamanos de cerámica color crema, rosa o menta habían sobrevivido varias décadas y propietarios. El baño que compartía con Lula—adyacente al cuarto que también compartíamos—tenía un espejo. Hasta donde sabíamos, nuestro lavabo era el único que vino con un cristal, clavado a la pared sobre el lavamanos color rosa medicinal.
Una madrugada, en proceso de vestirnos a cuasi oscuras para ir a la escuela, noté que mi hermana se detuvo en seco en la puerta del baño, encarando este espejo.
“Lula, ¿puedo ir primero?” Le pregunté. Mi hermana menor—quien entonces tenía seis años—llevaba minutos parada frente al umbral.
Estaba demasiado ocupada armando mi mochila para darme cuenta que Lula no me había contestado. Asumí que quizás no la había escuchado, o que su respuesta consistió de un gesto con la cabeza. Al pasarla de largo para entrar al baño, mi hermana me sostuvo de la mano.
“Bea…” me susurró. “¿La ves?”
Lula temblaba descontroladamente. Al principio sólo podía ver el lavamanos y el espejo a oscuras.
“Hay alguien en el baño” me susurró, aún más bajito que antes.
Sólo entonces pudieron mis ojos encontrar de lo que hablaba, y el hallazgo me hizo retroceder hasta el lado opuesto de nuestra habitación, jalando a Lula conmigo. El aire se desvaneció de mi pecho.
Sin darme oportunidad de recobrar ese aliento, corrí junto a mi hermana a buscar a nuestros padres, quienes ya preparaban el desayuno en la cocina. El temblor en nuestras voces impidió que contáramos con claridad lo que acabábamos de ver, pero la palidez en nuestros rostros aseguraban que el miedo en nosotras era real.
“Es una mujer mami” lloré, aferrándome a su suéter cual fuera el borde de una honda piscina. “Corrió del baño a agarrarnos.”
“Cálmate Bea, ¿cómo se veía?”
Papá no esperó a escuchar mi respuesta para tomar el palo de una escoba y subir a revisar las habitaciones. De haberse quedado en la cocina hubiera sabido que la mujer que estaba de pie en el lavamanos era baja, famélica y con una cabellera que rebosaba de sus pies al suelo.
Aguardamos con nuestra madre en el carro, en caso de que la invasora siguiera en la casa. Al cabo de una breve espera, papá salió con la abuela en brazos.
“No vi a nadie” informó a su esposa “pero llamá a la policía por si acaso.”
Al finalizar su inspección, los policías concordaron con mi padre: no había pruebas de intrusión en la propiedad.
“No se molesten con las niñas” sugirió uno de los guardias. “La imaginación de un niño es una cosa seria, y a veces los pequeños comparten lo que sus mentes inventan.”
Hasta el día de hoy—como estudiante de psicología—recuerdo con frecuencia la inesperada lucidez de aquel oficial. Pero su astuta observación poco mitigó la molestia de nuestros padres: nuestros planes del día—la ida al cine, que acostumbrábamos hacer una vez al mes—se postergarían una semana.
“Y queda prohibido que vean películas de miedo” sentenció mamá. En aquella época se estranaba El Aro; nuestra madre asumió que el trance de aquella mañana había sido herencia de algún poster o valla en la autopista.
“Vamos” continuó mamá. “Terminen de cambiarse, que ya van a llegar tarde al colegio.”
De vuelta en la habitación, Lula y yo hicimos lo posible por retrasar volver a entrar al baño, que seguía a oscuras y en un ominoso silencio. Sin cepillarnos los dientes bajamos para ir a la escuela. Todo el resto del día, fuera en el recreo o en clases de matemáticas y dibujo, pensé en la raquítica mujer que corrió hacia nosotros, arrastrando aquella extensa y negra cabellera.
Al regresar de la escuela, Lula y yo procuramos permanecer en el primer nivel de la casa, viendo televisión o simplemente acompañando a mamá mientras hacía sus quehaceres. A eso de las cinco nos pidió que nos bañásemos.
“Si quieren usen mi baño” nos ofreció, “pero mañana tienen que volver a usar el suyo. No tienen que tenerle miedo.”
No le dijimos lo mucho que nos alivió su generosidad, incluso si tan sólo postergaba por par de horas el tener que regresar a la cavernosa habitación para dormir, en cuyo baño habíamos descubierto a la extraña presencia.
Al caer la noche, mi hermanita y yo nos deslizamos en nuestras pijamas, dándole la espalda al sombrío lavabo. La puerta continuaba entreabierta, traicionando una negra franja de sus penumbras. Negra, como la métrica melena que, en la mañana, velaba la cerámica rosada.
Permanecí al menos una hora despierta, observando la gruesa ranura del lavabo, y sintiendo que esta me observaba a mí. A los ocho años (que tenía entonces) la simple hora se siente como toda la noche, y la oscuridad que me rodeaba parecía luminosa en comparación a las tinieblas que resoplaban a metros de mí, en el baño.
“Bea.”
La diminuta voz de Lula casi me hizo saltar de la cama, pues pensaba que mi hermana dormía.
“¿Puedes cerrar la puerta?”
“No le prestes atención” susurré. “Si la ves te va a dar más miedo.”
“Es que si no la cerramos no vamos a dormir.”
Incluso con ocho años sabía que tenía razón. Sabía, también, que no podía esperar que mi hermanita de seis fuera quien se encargara de tal hazaña. Lentamente, salí de mi cama y me acerqué a la puerta del baño.
No quería alzar el rostro, pero al tomar el picaporte mis ojos rebotaron para arriba, cual hechizados por un resorte.
Ahí estaba: famélica, enana, corriendo sobre el lavamanos y agitando sus brazos, como si no tuvieran huesos.
El resultado fue el mismo que en la mañana: terror y gritos de auxilio. Nuestros padres volaron desde su habitación, y sin preguntar entraron al baño donde la mujer seguía corriendo.
“¡AHÍ ESTÁ!” gritamos Lula y yo. “¡PÉGALE PAPI!”
Papá encendió las luces, pero sus puños permanecieron al lado de su cintura. Incluso cuando ahí estaba aquella dantesca mujer.
Sólo con las luces encendidas descubrí que nadie estaba de pie sobre nuestros cepillos de diente, y que no había una enorme cabellera tocando el lavamanos o el suelo.
Todo era un reflejo. La cosa corría detrás del espejo, sin moverse del lugar de donde se reflejaba. Era un reflejo… de algo que no estaba en el baño, y que mis padres no parecían ver.
“Muchachas, ¿pueden dejar las bromas?”
Ambas le insistimos a llantos que vieran bien: ¿cómo no podían detectarla? ¿cómo evadían sus ojos a aquel rostro, huesudo y enorme, que pelaba la dentadura como si fuera un caballo? ¿de qué forma podía la luz del baño ocultarles aquellas pupilas claras, con un colorido tan similar a las paredes blanco piedra de la casa?
Pero nuestras descripciones no convencieron a mamá y papá. Tan sólo lograron obtener el permiso para dormir en su cama. Frustradas y aterradas, los seguimos a su recámara, dejando atrás a la mujer que, en absoluto silencio, seguía corriendo en el espejo.
A la mañana siguiente mamá nos guió de vuelta a nuestro cuarto, para acompañanos mientras nos arreglábamos para la escuela. En medio del proceso se acercó al baño y abrió su puerta.
“Vengan niñas, quiero que vean que no hay nada” nos pidió.
El reflejo de la mujer ya no estaba en el espejo. Al menos no en su totalidad.
Quedaba tan sólo la más suave mancha sobre el cristal, parecida a la foto más desteñida posible, o a un espíritu menguante. De no saber qué horas atrás había sido la horripilante figura—y de no ser porque se seguía moviendo—la hubiera confundido por un parche de condensación y humedad.
“¿Ven?” dijo mamá.
La visión aún me helaba la sangre, pero a un mucho menor grado. Algo parecía haberla deteriorado. Invertí otro día entero pensando en qué significaba aquel cambio, conjurando sospechas en mi imaginación. Al llegar del colegio—a eso de las dos de la tarde—no esperé para inspeccionar el baño.
La cosa no estaba; era tan invisible como el aire. Pasé el resto de la tarde con mi papá, observando como se dedicaba a las labores del jardín. Llegada las seis había terminado de cenar, el sol comenzaba a descender y yo subí de nuevo a nuestra habitación. Ahí confirmé que mis sospechas eran ciertas: la mancha que corría había vuelto a aparecer. Tan difusa como en la mañana, pero presente.
Entendí en ese instante—aun cuando carecía de explicaciones absolutas—que a medida que se adentrara la noche la mujer se iría materializando nuevamente en el espejo. Y que aunque fuera invisible para mis padres, ahí estaría su demacrado reflejo: corriendo, pelando las uñas y dientes hasta las primeras luces del día.
Horas más tarde, mientras confeccionaba excusas para volver a la cama con mis padres, mi hermana se acercó.
“Abue Martina quiere que durmamos con ella” me dijo, compartiendo conmigo el alivio con el que me comunicó aquella buena noticia.
La cama de Martina no era espaciosa, pero daba para recostarnos de nuestra abuela mientras ella acariciaba nuestros rulos castaños—aquellos que en ella se habían desteñido al más pálido ocre. Martina, al notar que no podíamos dormir, pidió que le contásemos qué nos perturbaba.
Con paciencia escuchó el terror de nuestras últimas dos noches: acerca de la criatura con un velo por cabellera, mi teoría de cómo el día la hacía desaparecer y cómo era imposible para nuestros padres ver lo que nuestros ojitos captaban sin titubeos. Martina hizo caso a nuestras voces, con la mirada perdida en el techo, a medias luces, y al concluir nuestra historia permaneció callada. Por un largo, inacabable rato.
Lula y yo nos vimos, conscientes de la posibilidad que, en su precario estado mental, Martina quizás no nos había entendido del todo. Todo lo que podíamos pedir de ella, quizás, era lo que nos estaba dando: la mera pero invaluable compañía de un adulto.
De la nada paró de mimar nuestras cabezas.
“Yo también la veo” confesó.
Lula y yo nos sentamos. La mirada de la abuela continuaba perdida en el espacio.
“La veo todas las noches” continuó Martina, “desde que nos mudamos a esta casa. También me da mucho miedo.”
“¿Quién es abuela?” pregunté vigilando la puerta de su baño, que estaba cerrada.
“Creo que es un fantasma, niñitas” dijo, sin dejar de mirar al techo. “Es fea, y tampoco quiero verla, pero lo bueno… es que a los fantasmas no hay que tenerles miedo. Sólo los vivos hacen daño.”
Aquella respuesta de la madre de nuestra madre fue lenta. Hiló sus palabras con todo el esfuerzo que le daba la consciencia, como quien teje una frazada de seda.
“¿Y por qué tú sí la puedes ver?” preguntó Lula. “Papi y mami dicen que no está.”
La abuela pensó por mucho tiempo. Parecía que se estaba quedando dormida.
“Porque…” dijo finalmente “una viejita como yo, que le queda poquito de vida… Sólo alguien como yo empieza a recordar lo que veía cuando era chiquita.”
Con eso Martina cerró los ojos, y continuó peinando nuestros rulos hasta quedarse dormida. Sus dos nietas no tardaron en quedarse dormidas también.
Volví a abrir mis párpados cuando la casa permanecía quieta y ni siquiera mis padres habían despegado el ojo. Las luces más tenues del alba comenzaban a llenar los agigantados cuadrados y rectángulos del hogar. Pensé que era la única despierta, y que me tocaba volver a dormir, pero estaba equivocada.
“Amor” suspiró mi abuela “déjame llevarlas a su cuarto.”
La realidad es que fuimos Lula y yo quienes dirigimos a nuestra abuela. Tomamos las riendas de sus manos para gentilmente conducirla a nuestra recámara. Cada uno de nuestros pasos era seguido por una diminuta espera, para darle oportunidad a las pantuflas de la anciana de alcanzarnos. Y sin embargo, el momento evocaba algo de quien alguna vez fue esta señora, cuando contaba con su salud. Al llegar a la habitación, Lula y yo volteamos al baño.
Ahí estaba la mujer: corriendo hacia nosotros desde el espejo, sus inmundas uñas extendidas hacia las tres. Corriendo sin avanzar, como un lobo atado a una viga.
Abue Martina soltó nuestras manos, arrastró sus hinchados pies hacia el lavabo y se detuvo en el umbral del tocador. Tal como hizo mi hermana la primera noche que vió a la aparición.
Pero a diferencia de Lula, nuestra abuela entró. Alzando un puño, y con una energía que la familia no había presenciado en años.
“Déjalas en paz” gruñó entre dientes, antes de golpear el espejo con todas sus fuerzas.
El cristal estalló. Su cuadriculada figura se fragmentó en miles de pedazos, y con ellos se quebró la perversa mujer de nuestro baño. En su lugar quedó el tapiz: un papel arañado salvajemente, por cortadas que no provenían del espejo recién quebrado.
A los pocos momentos entraron nuestros padres, con ojos hinchados y mentes abultadas de somnolencia.
“¡Mamá! ¿Qué hiciste?”
Pero Martina jamás le daría una respuesta a su hija.
En cambio, la querida anciana se desplomó al suelo, apretando su frágil pecho con la mano con la que había destrozado el espejo. Tiñendo su dormilona de un ruinoso rojo oscuro.
Todos dimos a la abuela por perdida. El doctor nos hizo saber, apenas llegamos a la clínica, que era virtualmente imposible que un paciente con su perfil sobreviera un infarto de tal severidad. Por el resto del día—y muchos días después—la culpa bañó de lágrimas mis mejillas. Culpa, pues pensaba que mi cobardía había traído a la abuela a la habitación, robándole el poco de energía que debía reservar para el latir de su corazón.
Pero Martina sobrevivió.
Milagrosamente, salió de la clínica en perfecto estado. Andando como no había hecho en años, incluso antes del derrame cerebral.
Su mente, también, parecía haberse rejuvenecido. Hablaba con perfecta coherencia y con completa vitalidad. Todo el que la conocía bien decía lo mismo: la recuperación era digna de un prodigio bíblico. Tal era su renovada independencia, que mis padres le construyeron un anexo en el jardín—para que llevara su propio hogar al lado del arcaico jabillo.
Y sin embargo, la alegría de volver a tener a la abuela con todas sus capacidades no duró en mi corazón. Lula y yo nos confesamos que algo en su mirada, en la intención de sus consejos, ya no eran los mismos.
Posiblemente, nuestras sospechas comenzaron la noche que la vimos correr por las oscuridades de la casa. Descalza. Primero por el jardín, luego por la sala, y eventualmente de cuarto en cuarto. Reía y jadeaba, cual demonio que no sabe qué hacer con sí mismo. Esta vez, nuestros padres no tardaron en presenciar el extraño comportamiento.
“Déjala” fue todo lo que pidió mamá, después de ser testigo de lo que hacía su madre. “Sólo está sonámbula… Y es mejor verla correr que medio muerta y en cama.”
Han pasado casi veinte años. Mi abuela sigue corriendo la casa por las noches, y nuestra madre reconoce lo que siempre supo: Martina nunca fue sonámbula.
Pero hasta el día de hoy, mis padres siguen sin tener idea de en qué pensamos Lula y yo cuando escuchamos los pasos ancianos correr, galopando por la vivienda como un animal en celo. No se imaginan que, detrás del espejo que eventualmente reemplazó el que la abuela destruyó, permanecen los arañazos en el tapiz.
No saben que, ahora que soy grande y tengo mi propia habitación—aquella que alguna vez le perteneció a mi abuela—a menudo la anciana se asoma para verme desde la puerta. Cree que no me doy cuenta, pero siempre que me espía permanece ahí toda la noche. Sólo cuando el cielo se permea de la mañana—las grises luces que poco a poco difuminaban el reflejo de la grotesca mujer en nuestro baño—Martina cojea de vuelta a su cama.
Mis padres tampoco saben de la noche en que, durante una rápida visita al baño de mi habitación, atrapé el vistazo de mi abuela plasmada en el espejo, espiándome desde el pasillo.
Incluso en la oscuridad, podía ver que su reflejo—famélico, pálido, de larga cabellera y pupilas de piedra— no era el de la dulce anciana que se desvaneció tras un infarto.