Sorte es una montaña en mi país, Venezuela.
Escuché de ella a través de Goyo, un primo lejano y bastante mayor que yo. Goyo siempre fue afín al ocultismo y a rituales paleros, aquella religión afrocubana que emigró a nuestra nación y se permeó de símbolos católicos. Hoy por hoy ruedan en las calles historias de amarres, maldiciones, ofrendas, sacrificios... de los barrios más humildes hasta de los más poderosos personajes de la política.
En Sorte, todas estas ocurrencias encuentran su matriz. Por algo se le conoce como el vaticano de la santería.
Pero Goyo deseaba, en principio, algo mucho menos ominoso.
“Una velación tío” le dijo a mi padre. “Para protegerme de los malos deseos y las malas lenguas. ¿Quieres traerte a los chamos?”
Naturalmente, mi padre tuvo sus dudas sobre la oferta. La montaña quedaba en medio de una selva remota, y estaba plagada de rumores sobre foráneos curiosos que jamás regresaban de visitarla. Pero Goyo era un tipo de confianza, y aclaró que, técnicamente, iríamos en realidad a Quibayo: una montaña adyacente que era más pequeña y tranquila que la legendaria Sorte. El que fuera menos popular debió haber relajado las reservas de papá.
Y así fue como, meras semanas después, nos encontramos papá, mi hermano y yo en un autobús con Goyo al volante, con destino a Quibayo. El vehículo estaba repleto de santeros, pasándose entre ellos botellas de anís y aguardiente. Mi padre reía incómodamente cada vez que negaba un trago, y sus hijos mirábamos en silencio al monte pasar por las ventanas.
Es curioso entrar a la selva de noche: el cielo está escarchado de estrellas y constelaciones imposibles de ver en la ciudad, mientras que en la tierra reina la penumbra. Jamás olvidaré cómo me impactó aquella oscuridad al llegar a nuestro destino y bajar del autobús.
Mas Quibayo en sí no era tan tenebroso, o solemne. Su entrada parecía una parada de autobuses, de esas tapizadas de buhoneros y vendedores ambulantes; quienes, sobre las aceras superpobladas, disponen, venden y recogen su mercancía todos los días.
Sólo que acá el pavimento era la roca y la tierra húmeda del monte, y las ventas ofrecían suministros para la santería: pulseras, collares, figuras de azabache, velas, toda clase de santos de madera y cerámica. De la nada, Goyo nos obsequió, tanto a mi como a mi hermano, un brazalete de conchas de mar.
“Un recuerdito muchachos” nos dijo con una sonrisa. Los colores de los caparazones en la prenda, mostazas y con manchitas negras, me recordaron al pelaje de un leopardo.
Las docenas de santeros del autobús continuó adentrándose en Quibayo, en una especie de caravana que mi familia siguió con cierta distancia. Nuestro primo explicó que caminábamos hacia “el altar de esa noche”, donde realizarían su velación.
Los altares se hallaban al pie de los árboles, formados por montículos de figuras, velas y charcos de cera vieja. Pero el grupo de Goyo se dirigía en dirección a un lugar aún más particular. Mi hermano los escuchó mencionar que buscaban “el agua”.
La laguna era aún más lóbrega que la noche misma.
El agua parecía empapada en la oscuridad del aire, como si un calamar gigante la hubiera teñido con su tinta.
Goyo, la caravana y nosotros la cruzamos a pie. Nuestras patas se hundían en la viscosidad de su fondo enlodado, tal cual anduviéramos sobre el cadáver pútrido de ese calamar.
Y en el medio de esa laguna había una islita, no más grande que una cancha de fútbol. Para allá íbamos.
Una vez en tierra, la caravana de santeros gravitó hacia un árbol cercano a la costa. Este sería nuestro altar, a varios metros de otros altares donde, de lejos, escuchábamos se daban otras ceremonias.
Alrededor del árbol los santeros dibujaron un perímetro de sal, o talco, o algún polvo blanquecino. Montones de velas fueron encendidas por doquier, y su luz ayudó a que la caravana dispusiera en el suelo las estuatillas de sus santos. A punta de dedo grabaron runas en la tierra, la cual tenía manchas negras, parecidas a las de las conchas de mi nueva pulsera.
Pronto entendí que estas eran rastros de chimó, masticado y escupido en rituales recientes. Lo supe porque ví a nuestros acompañantes morder aquella jalea de tabaco curado, para poco a poco ir escupiéndola y estampando el piso. El aire se llenó del humo de aquellos que, en lugar de mascar tabaco, prefirieron fumarlo.
Los amigos de Goyo comenzaron a adornar sus cuellos y extremidades con collares y pulseras, y a vestirse completamente de un blanco como aquel que ahora rodeaba el árbol. Uno de ellos se acercó a nosotros.
“Permanezcan parados durante la ceremonia” nos ordenó calmadamente, sin redondeos. “De pie, y abiertos: sin cruzar los brazos, ni las piernas... y desamarren las trenzas de sus zapatos. Todo en ustedes tiene que estar suelto.”
Nos dió un último aviso antes de regresar a su grupo: “ya pronto llega la materia.”
Nada me fue explicado de antemano, así que no comprendí a qué se refería con “la materia” hasta que la ví: una anciana, baja y obesa, llegó a nuestro altar; me atrevería a decir que era india. Sus rasgos fuertes y severos me atemorizaban, así que me arrimé a mi padre.
Prakata prakata tra tra prakata prakata
El aire nocturno retumbó con el ritmo de tambores, los cuales sonaron hasta la desafortunada conclusión de aquellos ritos.
Tra tratra ta tra prakatra prakatra prakatra
“¡Fuerza! ¡Fuerza!” invocaban con ímpetu los santeros, una y otra vez.
La materia se acercó al centro del altar, donde la esperaba una sillita y una manta, con la cual cubrió sus hombros al tomar asiento. Los tambores y los gritos aceleraban el pulso del monte.
Años después papá me explicaría que los santeros llamaban a sus Santos.
Súbitamente, la anciana comenzó a contorsionar su cuerpo. Las facciones arrugadas de su rostro se torcían en espasmos veloces y hasta dolorosos de imitar. Al abrir sus ojos, se habían tornado blancos. Como el perímetro a sus pies. Y como la caravana que la rodeaba.
Pero lo que jamás olvidaré es el sonido de su voz. Lanzó un alarido, en el cual su tono se precipitó, y fue transformado en una voz profunda, indiscutiblemente masculina. Retumbaba con el canto de una caverna.
Incluso en mi ignorancia de estos ritos, sabía que “la materia” ya no era la anciana. Había descendido en ella el primer santo.
Alguien le acercó un sombrero, y la posesión lo colocó sobre la poseída antes de introducirse:
“Mi nombre es el negro Macario, ¿aquí qué se quiere conmigo?”
Macario, afirmó, era un sabio viejo del campo. Sé que todo esto pudo haber sido una interpretación, pero era impresionante su realismo. De ser una actuación era asombrosa, y veo muy difícil que cualquiera logre ese nivel de técnica.
Todos los asistentes fuimos ordenados en una fila. Uno a uno el negro Macario nos echó la bendición y nos daba algún consejo. Mis piernas temblaban cuando me tocó encarar su mirada sin pupilas, y recibir las palabras de esa voz honda y ancestral.
“Aprende a perdonarte muchacho” susurró. “Permite que el pasado se quede atrás.”
Curiosamente, durante esta ceremonia me sentí trasladado a la antigüedad: a tiempos coloniales donde esclavos e indígenas realizaban a escondidas ritos clandestinos. Me resultó imposible no dejarme poseer por la sensación de otros tiempos, y por prácticas con un legado milenario.
TUTUTUN! TUTUTUN! praka-tun-tun-TUN!
Los tambores anunciaron la llegada de otro santo: la negra Francisca. La materia arrojó el sombrero y empleó la manta como la falda del espíritu. Su personalidad se tornó pícara y coqueta.
Francisca, a quien le gustaba bailar, danzaba al ritmo de los tambores, con un erotismo inusual para una vieja como la que controlaba.
Poco después, arribó el indio Jirajara, el tercer santo. Su español era pésimo, pero todos caímos en cuenta de su actitud regañona. Se acercó a mi primo, cogió un manojo de su cabellera, y le echó una reprimenda fúrica que ni él mismo Goyo pudo entender.
“¡FUERZA! ¡FUERZA!” gritaron por última vez los santeros, y la vieja se inmutó nuevamente.
Había bajado el último santo, tan sólo llamado “el africano”.
Nunca he sabido, ni preguntado, qué idioma hablaba. Pero sí sabía que él llevaría a cabo el propósito de este viaje. Este sería quien realizaría la velación de Goyo.
Nuestro familiar fue acostado en la tierra, y una multitud de velas fueron organizadas a su alrededor, de las cuales emanaría su “protección”. La materia, o el africano, tan sólo entonaba dentro del círculo de polvo, blanco como sus ojos. Preparándose.
Uno de los hombres me pasó una vela, y me guió hacia donde yacía Goyo. Todos los que ahí estábamos, supongo, debíamos aportar al menos una flama.
Escuché entonces la voz firme de mi padre.
“Alberto, pon la vela y ven para acá.”
Pude ver en su rostro que no les gustaba para nada que participara. ¿Y quién lo culparia? Todo lo que había sucedido era fascinante, pero también perturbador.
Fue justo al levantarme que se escuchó aquel grito desgarrador, y los tambores cesaron.
Goyo se paró de golpe, y como todos volteó a ver a la fuente de aquel alarido: la materia. Sus chillidos subían y bajaban de tono salvajemente, al mismo tiempo que arañaba su cara.
“¿Qué pasó?” preguntó Goyo, alarmado. “¿Está bien?”
“¡Aléjate Goyo!” le ordenó uno de los santeros, jalandolo por la camisa. “¡Échate para atrás!”
No entendía por qué, pero sabía que reinaba la preocupación y el espanto. Nadie hacía nada sino contemplar a la anciana convulsionar y agredirse, dar brincos y patadas. Comenzó a escupir sangre.
“¡Fuerza materia!” le imploró alguien. “¡Que el mal no ganará!”
Uno de los tambores soltó su percusión y apuntó al suelo.
“¡AHÍ! ¡¿De quién es eso?!”
Por un par de momentos no supe de qué hablaba, pero pronto escuché a otros exclamarlo con desesperación. Fue entonces que lo ví.
La pulsera de conchas, manchadas como un leopardo, se había caído de mi bolsillo y aterrizado dentro del círculo santo.
Sin saberlo, había corrompido el altar, y la anciana pagaría el precio.
El cuerpo de la materia se envolvió por completo en la manta, revolcándose en el suelo… demoliendo por completo el ritual.
Un rugido feroz nos hizo a todos dar un paso atrás.
Era como si la mujer luchara mano a mano con alguna fiera debajo de esa cobija. A veces, se asomaba por un instante una garra o un pedazo de cola.
De la nada, el bulto debajo de aquella manta ensangrentada cesó de moverse. Tan sólo respiraba, con un ruido tembloroso que embargaba de pavor nuestros corazones.
Y con la velocidad relámpago, emergió un animal: un leopardo de ojos blancos.
El felino echó a correr hacia la laguna, y se sumergió en el agua. Atrás quedó la manta, sin rastro alguno de la anciana.
El silencio reinó por varios minutos.
Sin dar explicaciones, todos los presentes se apresuraron en apagar las velas, recoger sus santos y largarse. De lejos, noté a las otras ceremonias en la islita hacer lo mismo.
“¿Papi qué pasa?” pregunté el borde del llanto. “¿Está bien la viejita?”
“Shhhh ahora no hijo. Tenemos que salir de aquí” fué todo lo que dijo papá.
La caravana cruzó en silencio la oscura laguna, abrazada nuevamente por aquella impenetrable oscuridad. Se podía palpar el temor al leopardo que vimos adentrarse en aquellas aguas.
“Manténgase juntos” ordenaban los paleros. “Si ve que somos muchos no se acercará.”
Recuerdo, al regresar al autobús, escuchar el llanto de un grupo cerca de la entrada de Quibayo. Sospecho que conocían y querían a aquella viejita que se convirtió en un animal.
Ni mi hermano, ni papá ni yo hablamos mucho de lo sucedido esa noche. Tratamos de evitarlo, y Goyo tampoco parece comentarlo. Tampoco les he mencionado que, por mi descuido, creo que el espíritu de aquel animal tomó posesión de la materia, para transformarla para siempre.
Yo también fui alterado perpetuamente por esa ceremonia. Entiendo que estas creencias preceden a mi cultura, pero prefiero desterrarme por siempre de ellas.
Aún me cuesta dejar este recuerdo atrás, y el remordimiento me persigue como un terco conjuro.