Sombras



- Anécdota de Franco, estudiante de filosofía y letras -

Ilustración de Flores Solano

Amaba estar a solas. Sentía que el mundo era mío cuando no tenía con quien compartirlo, sino con la persona con la que tengo mejor relación: yo mismo.

Es difícil creer que mis padres, por el contrario, sean personas fundamentalmente sociales. No pierden la oportunidad para salir de casa, encontrarse con sus amistades y estimular sus fines de semana.

Cuando era niño no me quedaba opción más que acompañarlos a todos sus planes. Ellos asumen que la pasaba de maravilla, pero usualmente me convertía en aquel muchacho recluido a una esquina de las fiestas, flotando sigilosamente alrededor de esas muchedumbres que tanto ansiaba evitar.

Fué al alcanzar los 11 años que al fin comenzaron a considerarme capaz de quedarme en casa a solas. Para mi alivio, respetaron mi solicitud de pasar tardes y hasta noches sin ellos. Me dijeron que había probado ser un chico responsable.

“Cierra todas las puertas, deja todo limpio y la quinta es toda tuya” accedió papá con un espaldarazo.

La casa era mía. Y yo era el responsable de cuidarla.

Lo siguiente sucedió durante una de aquellas noches, en las cuales sostenía esa vigilia.

Antes de partir a un matrimonio, papá y mamá advirtieron que regresarían “tardísimo”.

Dicho y hecho, era ya de madrugada y seguía siendo el único en casa, aprovechando a hacer lo que me correspondía: jugar videojuegos hasta que el cuerpo aguante.

La vivienda de mi niñez era de una sóla planta, con ventanales enormes por los cuales la luz entraba e inundaba todo el hogar, incluso de noche. Enfrente teníamos un patio, con muros en cada lado; atrás, un jardín de invierno que al atravesarlo conducía al patio trasero.

Desde mi habitación, a través del sonido del televisor y el ruido de los botones de los controles, escuché un golpe en el portón de ese jardín de invierno.

La puerta era de vidrio. Tan sólo tocarla hacía retumbar todos los ventanales de la habitación.

Debe ser el viento, pensé. La puerta está cerrada.

Y nadie podía abrirla. Al menos no desde afuera.

Pero el portón no cesaba de sacudirse, con violencia… como si el ventarrón buscara derribarlo a patadas.

Traté de enfocarme en el nivel del juego, pero sin atreverme a subir el volumen del televisor. Algo en mí quería mantener mi oídos atentos a esos golpes. La casa estaba a mi responsabilidad.

Pasé un largo rato así, a la espera; cuarenta o cincuenta minutos quizás.

Al completar una misión, el videojuego calló por un momento, para cargar el siguiente nivel. La pantalla, también, se oscureció.

Ahí pude escuchar el chirrido, cortando aquel silencio.

El chillido, metálico e intermitente, provenía del otro extremo de la casa, pero reconocí inmediatamente lo que escuchaba:

El picaporte de la puerta del jardín de invierno, subiendo y bajando. No me quedaba duda de ello.

Retumbó entonces otro sacudón contra el vidrio.

Salí de mi habitación, con una decisión que aún me sorprende recordar. Rápidamente, con la ligereza de un secreto, crucé el comedor, llegué a la cocina e irrumpí en ese jardín de invierno.

El ruido paró, y no había nadie a mi alrededor.

El viento… ¿por qué no puede ser el viento?

Corrí de regreso a mi alcoba, donde el juego me esperaba. Pero no había vuelto a sentarme en el sofá cuando los sonidos resumieron.

Se habían trastornado en manotazos nerviosos, insistentes... mas no venían de la cocina.

No, esta vez venía de otra puerta. La principal. Su perilla estaba siendo jalada con fuerza.

Alguien quería entrar.

Yo tenía once años. Debía proteger nuestra casa.

Corrí, nuevamente, fuera de la habitación. Como una pesadilla en la que mis temores predicen los instantes futuros, doblé una esquina y vi, incluso de lejos y en medio de la negrura, la perilla del portón principal.

Dando vueltas.

Quería correr, pero cerciorarme también de que la entrada estuviera cerrada con llave.

Me acerqué a ella lentamente, asumiendo que el intruso aún no sabía que estaba al otro lado de las tablas de madera.

A medio metro de la manilla, pude ver que la entrada estaba cerrada con llave, mas no asegurada con la cadena. Lentamente, como si lidiara con nitroglicerina, intenté colocarla.

BAM.

Un manotazo así, como el que recibió la puerta en ese instante, ciertamente me hubiera matado.

Lo único que se me ocurrió hacer en ese momento fué sostener la perilla. Bajo la ilusión de que ese poco más de resistencia se interpondría ante la fuerza que asediaba mi vivienda.

Extendí mi mano.

Mis dedos apenas tocaron el metal del mango.

Y súbitamente, cualquier señal de movimiento cesó.

Nadie daba vuelta al picaporte, ni daba manotazos a la puerta. Prevalecieron únicamente los sonidos de algunos carros lejanos, y la música de mi videojuego en pausa.

Pasé varios, eternos minutos ahí, sin atreverte a soltar el picaporte. Tal cual un nené no quiere dejar ir el borde de la piscina. Sólo un pensamiento logró liberar ese apretón:

¿Y si logro verlo por la ventana? 

Con los movimientos taciturnos de una sombra, me deslicé a los ventanales del comedor, cuya vista daba al patio frontal, usualmente completamente iluminado por el Sol o por postes de luz.

Mi instinto tuvo razón en mirar. Pero no acertó en lo que vería.

En medio de la grama había una persona.

No: una figura. Totalmente negra.

No tenía ropa alguna puesta, pero tampoco le hacía falta. Esta cosa era sólo oscuridad, una tiniebla con dos brazos, dos piernas, un torso, y una cabeza sin rostro. Recuerdo, sobre todo, que su cráneo era borroso, como si sus bordes se difuminaran en el aire.

Nuevamente: es imposible que esta visión haya correspondido a una persona. Al menos una decena de postes llenaban de luz todo nuestro jardín delantero. Si podía ver hasta las hendiduras y grietas de nuestros árboles, ¿cómo es que no podía distinguir ni los atuendos ni las facciones de este ser, más allá de una nube negra?

La figura permaneció inmóvil por unos segundos, en los que parecía estudiar la casa con su mirada. Y así no más, dió la vuelta y caminó hacía uno de los muros que perimetraban nuestra propiedad con la de nuestros vecinos, usando una lentitud espeluznante. Nunca podré sacudirme la idea de que su tardanza se debía a que sabía que estaba siendo observada.

Y cuando eventualmente llegó a la pared de ladrillos, la atravesó. Tal cual usted o yo atravesaríamos una cortina de humo.

Más nunca volví a ver a este ser. Cuando mis padres regresaron de su fiesta, me encontraron en la sala, empapado en sudor y con un cuchillo de cocina entre mis manos. Había pasado las horas previas a su llegada recorriendo nuestra casa de arriba a abajo, asegurando una y otra vez cada una de sus puertas y ventanas.

“¡¿Qué demonios haces Franco?!” preguntó mi madre, dándome un sacudón.

En ese momento sólo pude pretender que estaba sonámbulo. Sonará ridículo, pero mis padres son escépticos por naturaleza, y jamás creerían en lo que presencié aquella noche. Quizás no ayude el que vivan rodeados por otras personas, y por ende no puedan detectar alguna otra clase de compañía.

Así que preferir callar esta historia, antes que ser descartado. Con los años, de vez en cuando, he investigado un poco al respecto. Al parecer esta clase de apariciones son comúnmente denominadas “seres sombra”. No suelen tener motivos ocultos, o perniciosos. Tan sólo existen por sí solos, curioseando un mundo al que, quizás, alguna vez pertenecieron.

Me preguntó si llegó a darse cuenta de que yo vivía ahí, y de ser así, qué habrá sido lo que vió. ¿A un niño solitario, vulnerable, asustado? ¿Quizás a otro ermitaño?

Sea lo que sea a que encontró, esa persona, aquella en la que me he convertido, ahora sabe que comparte su soledad con cosas, muchísimas cosas, que desconoce. Y que es su responsabilidad cuidar lo que sí conoce, por mucho que lo desestime, de ellas.