Santos



- Recuento de Alan, técnico de computación -

Cuando somos niños, hay adultos cuya obligación es soportar nuestro desprecio.

En tercer grado, no había persona que detestara más que a la madre Leonor.

Leonor era una monja, cuyo cuerpo parecía haberse estancado por siglos en los setenta y pico de años. Rectores fueron y vinieron, generaciones de padres e hijos habían cruzado las puertas del colegio, pero la anciana no terminaba de morirse. Buscándome un día en el kinder, papá la vió de lejos.

“Esa sigue igual de vieja que cuando nos graduamos” le gritó entre risas a su mejor amigo, quien también buscaba a su hijo.

Había un aura severo y marchito alrededor de la hermana. En silencio, andaba por los pasillos con diminutos pasitos y las pupilas rebotando de lado a lado, detrás de unas grandes y sobrias gafas de acero. Hurgaba entre las risas y los juegos del recreo por la más mínima fechoría que amonestar. Como el buitre que busca carroña en un basurero.

El metal de sus anteojos era similar al frío acero que revestía su voz aguda y susurrada. De pillarte así fuera saltando por el corredor, sus garras de pellejo y cristal se hincaban en tu brazo, para llenarte de pavor con aquel habla gélido e inclemente.

“Ven” decía, sin siquiera preguntar tu nombre.

Madre Leonor pertenecía a aquel reducido grupo de humanos cuyos rumores y leyendas eran completamente ciertos.

Había razones válidas por las cuales tenerle miedo a las reprimendas de la monja, y más en una época en la que los profesores y tutores podían poner sus manos hasta en el más joven de los estudiantes. Los padres, ante los moretones de sus hijos, acostumbraban a excusarlos con que eran una muestra de “disciplina”. Y de haber alguno que no aceptara esa especie de castigo, sus quejas eran atendidas por el rectorado con la seriedad con la que escucharían un mero berrinche. Tal era la prevalencia e institucionalidad de la hermana Leonor, devota al señor y terror de nuestra infancia.

La primera vez que ella cogió mi hombro fue porque jugaba trompo con Ramón, en el liso y encerado mármol del piso de los laboratorios. Sin titubeos repitió la sentencia que había perfeccionado por décadas.

“Ven.”

Ramón huyó sin mirar atrás, pero su entendible cobardía poco le importaba a la monja: se había encargado de cerrar con llave el pasillo, así que la suerte de mi amigo también estaba echada.

Arrastrándonos a su despacho, empecé a preguntarme cuál sería la pena que nos aguardaba.

El repertorio de nuestra inquisidora era renombrado: los azotes de una correa sin hebilla; vaciar por completo su oficina, limpiarla y volver a colocar los muebles; amarrar la cintura del culpable a un espinoso jabillo.

En nuestro caso, la hermana cerró la puerta con llave, tiró nuestros trompos a la basura y sacó de un pequeño refrigerador una bolsa de guisantes congelados.

Y sobre las esféricas legumbres, heladas al punto de ser piedras, no obligó a arrodillarnos.

“Recemos” dijo. “Vientre padrenuestros y treinta avemarías.”

Así hicimos. Oramos, terriblemente incómodos y adoloridos, sintiendo los guisantes enterrarse en nuestras desnudas rodillas, mientras que la monja rondaba en círculos alrededor nuestro. A mitad de la penitencia Ramón comenzó a llorar, y sentí un nudo formarse en mi garganta.

“Silencio” silbó la monja. “Por interrumpir la oración añadiremos otros tres padrenuestros.”

Tragué con fuerza aquel sollozo que se formaba en mi tráquea, y terminé a duras penas los rezos. La monja, por supuesto, nos hizo limpiar los guisantes, que apenas comenzaban a derretirse. Me tomó varios segundos despertar mis rodillas tensas y adoloridas. Las baldosas del suelo estaban rociadas de agua y el tinte de algunas gotas de sangre.

“Limpien el piso” ordenó la monja, sin siquiera darnos un trapo con el que cumplir su orden. Ramón tuvo que entregar su suéter para la limpieza.

Una vez listos, madre Leonor volvió a abrir la puerta de su despacho.

“Fuera. Deberían estar en clase.”

Como era de esperarse, tanto mis padres como el de mi amigo celebraron la “mano dura” de madre Leonor. A sus ojos nuestro castigo fue contundente, pero bien merecido. Por otro lado, al día siguiente nuestros compañeros admiraron el daño en nuestras piernas, como si fueran heridas de guerra.

“Al menos no los llevó al cuarto” nos insistió Simón.

Mi amigo tenía razón: cualquier sanción o sufrimiento era preferible a entrar “al cuarto”.

“El cuarto” era un viejo salón, convertido en depósito de sillas y pupitres. De vez en cuando Leonor llevaba a algún pobre malhechor a la antigua aula. Uno que otro testigo aseguró que, antes de cerrar la puerta, la monja se cercioraba de que nadie estuviera cerca. Por varios minutos nada se escuchaba a las afueras: ni un grito, ni un llanto, ni un alarido de reprobación.

Más tarde que temprano el alumno salía, seguido por la monja. Lo que fuera que sucedía en aquella habitación quedaba plasmado en la palidez de los jóvenes rostros, de cuya boca jamás se revelaba el secreto del depósito. Nadie se atrevía a compartir lo que había transcurrido en “el cuarto”, por lo que el resto del alumnado le tenía pavor a llegar a conocerlo.

Durante el segundo recreo Ramón se acercó a pedirme que lo acompañara.

“El padre Pardo quiere vernos” me dijo.

Pardo era el apellido de un cura al que todo el mundo quería. Casualmente, su tez morena contrastaba con sus ojos azules verdosos. Dentro del salón dictaba matemática y física, además de ser un atento guía. Fuera de aula, jugaba fútbol y básquet, subía cerro y daba las misas más entretenidas del colegio. A todos y cada uno de los estudiantes le caía bien el cura.

Tras revisar los moretones y verdes en nuestras rodillas el padre nos devolvió los trompos. También nos entregó una pequeña bolsa con guisantes, ya blandos y cocidos.

“Si la madre Leonor vuelve a agarrarlos pongan estos entres los congelados” nos sugirió en confianza, frustrado ante la dureza de su colega. “Con tal de que ella no se de cuenta sus rodillas no la pasarán tan mal.”

Le dimos las gracias y nos apresuramos a divertirnos con los juguetes que habíamos dado por perdidos. Al contarle a otros de la amabilidad del cura, me enteré de que no era el único que la había conocido. A varios estudiantes les había regalado un manojo de guisantes.El padre Pardo era, también, bastante perceptivo.

Tras una de sus misas, en la que me tocó actuar de monaguillo, me encontraba en la sacristía con el cura, retirando los ornamentos del culto.“Alan” me dijo a mitad del proceso, “he notado que dentro de la iglesia siempre ves al suelo. ¿Está todo bien?”

Pardo tenía razón. Me avergonzaba admitirselo a cualquier otra persona, pero no a él.“Es me dan miedo las iglesias” le confesé.

El padre se rió, pero a medida que fui explicando el origen de mis miedos su mirada se llenó de comprensión.

Le confíe que tenía pesadillas frecuentes, repletas de figuras religiosas. En las que San Pedro, el arcángel Miguel y hasta la virgen María se aparecían en mi casa y se llevaban a mi hermanito, o se comían a mi perro en mi cama y usaban las sábanas como servilleta. Papá me decía que, de ver a Jesús en su habitación, él sentiría una gran paz y compañía. Yo en cambio no sabía cómo mi cuerpo y corazón serían capaces de soportar el terror de ver a aquel hombre, bañado en sangre y coronado en espinas, parado al lado de la lámpara de lava de mi habitación.

Todo esto y más le dije al padre Pardo, quien miró al suelo por un par de segundos y prosiguió a darme un billete.

“Déjame pensar cómo puedo ayudarte chamo. Por ahora, cómprate un té con limón y vete a jugar.”

A la semana siguiente, volví a toparme con el padre, esta vez en los bebederos. Tras saludarme le tomó unos momentos recordar lo que me prometió.

“Quiero que dejes de pensar en el señor y sus santos como figuras” me dijo. “Ellos se fueron al cielo, y lo que dejaron acá son los cuerpos con los que los recordamos. Ya no son, ni se ven, como las estatuas en la capilla. Son, en cambio, algo que se siente. Un calor. Incluso Jesús, ahí en su cruz, es sólo un abrazo de amor.”

Tenía un poco menos de diez años, así que me costó entender por completo las metáforas del cura. Pero captaba el sentimiento detrás de sus consejos.

“Cuando reces, hazlo para sentir el calor del señor. El cariño de ese abrazo.”

El padre me dió una palmada y se marchó. Yo permanecí en el bebedero, reflexionando sobre lo que me había dicho.

Alrededor de esa época, las metras estaban de moda en el colegio.

Y por supuesto, no había juguete más odiado por la madre Leonor que las metras.

Había adquirido, a lo largo de al menos dos años, una gama bastante variada y colorida de las esferas de vidrio, las cuales cargaba como un pequeño tesoro. Un recreo, organizándolas por tamaños y estilos, la sombra de la monja anocheció sobre mí y mi colección.

“Ven.”

Esta vez pasamos de largo su oficina. Mis nervios concluyeron lo peor: sería la siguiente víctima de “el cuarto”.

Pero también pasamos de largo la antigua aula.Madre Leonor me llevó, en cambio, a la capilla. El templo estaba vacío.

“Mueve los bancos contra la pared” me ordenó con aquel típico desafecto. “Van a encerar el suelo de la iglesia. Vengo en treinta minutos.”

Habían aproximadamente setenta u ochenta bancos de madera, y moverlos en media hora era todo un reto para un niño de nueve. Así que me puse manos a la obra, implorando que al final de mi penitencia la monja tuviera la compasión de devolverme mis metras.

Las luces del recinto estaban encendidas, pero ello no previno que me sintiera intimidado por los cuadros y estatuas que, en tantas ocasiones, había visto en mis peores sueños. Poco a poco empecé a asociar el chirrido de los bancos, arrastrados a duras penas, con aquel imaginario. Contemplaba la posibilidad de que las esculturas e imágenes eran las que chillaban.

A mitad de camino de empujar los muebles, escuché mi nombre.

“Alan” llamó de lejos una voz familiar.

Asomado desde la entrada de la sacristía me observaba el padre Pardo.

“¿Qué haces aquí chamo?” me preguntó, haciéndome sentir mejor con su mera compañía. Al contarle sobre la sanción de la madre Leonor el sacerdote fué incapaz de ocultar su molestia.

“Ni te preocupes Alan” me dijo, “deja eso así y acompáñame a preparar la misa. Cuando vuelva la madre yo hablaré con ella.”

Siquiera desafiar a Leonor sacudía mis entrañas, pero Pardo me aseguró que todo estaría bien. Sólo por ser él, tomé como cierta su tranquilidad y lo seguí a la sacristía.

Ya en la habitación Pardo me pidió que colgara sotanas en un armario. El padre, sentado en un banco, estudiaba un versículo de la biblia. Transcurrieron varios silenciosos minutos, en los que me sentí calmado mientras ayudaba a la única persona que podía darme amparo.

Eventualmente el sacerdote volvió a dirigirme la palabra.

“Te prometo que tendrás de vuelta tus metras. Tal como lo logré con los trompos.”

Le di las gracias y continué colgando las sotanas. Cuando estaba cerca de terminar el padre cerró la biblia.

“¿Has pensado sobre lo que te dije, Alan? ¿Acerca del abrazo del Señor?”

No quería mentirle, pero tampoco quería decirle que no, así que intenté ofrecer una media excusa que hizo al padre sonreir. Supongo que entendía que un niño está demasiado estimulado para reflexionar sobre la naturaleza del creador.

“No te preocupes Alan” me dijo, poniéndose de pié.

Padre Pardo dió un par de pasos y reposó su mano sobre mi hombro.

“¿Quieres conocer a Dios?”

Lo primero que pensé es que rezaríamos juntos, así que le dije que sí, en vista de que había ignorado su primer consejo.

El cura apuntó hacia el otro extremo de la sacristía. El espacio tenía forma de L, y hacía vuelta hacia un rincón oscuro y fuera de vista, donde se almacenaban una variedad de cosas. Ese era el rincón que señalaba el padre.

“Ahí está el señor” me dijo, en un tono parco e impersonal. “Esperándote en la oscuridad.”

No supe qué decir, pero sabía que tenía miedo. Lo cual él, siendo tan perceptivo, notó sin problemas.

Se acercó un poco más, posando su otra mano sobre mi otro hombro.

“Voy a buscarlo, para que lo veas” susurro a mi oído, con una dulzura engañosa. Una suavidad que me hacía entender que no tenía opción al respecto.

El padre caminó hacia el rincón oscuro y dió vuelta a la esquina, perdiéndose de mi vista. Escuché el movimiento de cajas.

También comencé a escuchar gruñidos, y los jadeos de alguien a quien le costaba respirar.

Mas todo lo que podía ver era aquella oscura esquina.

En la sacristía había un tríptico. Tres viejos espejos, anexados con bisagras y manchados con el desgaste de muchos años. Me escondí detrás, pues la puerta se encontraba cerrada con llave.

La voz del padre Pardo había cambiado. Sonaba más profunda, y a la misma vez más reseca.

“Alan, he llegado a abrazarte” lo escuché decirme.

“Ven, Alan. Soy el hijo del señor.”

Cada músculo de mi cuerpo se había tensado, como la arcilla se cocinaría en un incendio.

“Alan.”

A esa última mención de mi nombre le siguió un largo silencio. Hasta el aire parecía haberse secado.

Y luego, siguieron pasos. Diminutos, arrastrados. Acercándose con paciencia desde aquel rincón oscuro.

No quería asomarme. De verdad que no quería.

Mas también estaba consciente de que el padre Pardo conocía mi escondite. Así que vi, a través de la más pequeña ranura entre los espejos del tríptico, lo que se acercaba.

El disfraz no era verosímil, pero para mi niñez era tan real como el trueno y la lluvia.

El padre caminaba lento, muy, muy lento. Cargaba una barba postiza y su cuerpo estaba revestido y encapuchado en una especie de manto, que escondía la mayoría de su cuerpo y de su rostro.

Las vestiduras estaban manchadas de algo oscuro. Sigo jurando que era sangre, aunque no sé de qué o de quien.

Sus dos brazos, abiertos de par en par, esperaban un abrazo. Un apretujón mío a ese cuerpo que el cura había encorvado bajo el tétrico antifaz.

Se acercaba, paso a lento paso, con los brazos abiertos y en silencio. Sabía que sus ojos encapuchados habían encontrado mi mirada, asustada entre la ranura del tríptico.

Ideé un sin fin de escapatorias, pero mi tenso cuerpo no obedecía a ninguna de las ideas.

Un golpe seco tumbó el tríptico. Para mi sorpresa ninguno de los espejos estalló con el impacto, pero vi que las manos del padre no estaban vacías. En ellas un palo (creo que de escoba) funcionaba de cetro, y había tambaleado mi escondite.

Corrí hacia la puerta, la cual golpeé y pateé al mismo tiempo que gritaba por ayuda, incluso cuando algo en mí sabía que no llegaría.

La luz de la sacristía se apagó, y en esa impenetrable oscuridad un enorme peso atrapó mi cuerpo.

Sentí aquel manto raspar mi piel, así como beso tras beso picotear mi nuca y cabeza.

“¡Auxilio por favor!” chillaba, una y otra vez. Luchando contra la frialdad de aquel abrazo.

Agradezco a Dios que en ese preciso instante el sonido de una llave, al otro lado de la entrada, retumbó por toda la habitación.

El padre Pardo me dejó ir, y corrió de vuelta al rincón del cuarto con forma de L, justo cuando la puerta se abrió.

La huesuda mano de la hermana Leonor me arrancó de la negra sacristía.

Sin mediar palabra la monja me arrastró a través de la iglesia, por los pasillos de la escuela y hacia “el cuarto”.

Cerró la puerta con llave, me cogió de hombros y clavó sus pupilas de acero sobre mis ojos llorosos. Esa fue la primera y única vez en la que sentí que, verdaderamente, vi a esa mujer.

“¿Qué te hizo?” me preguntó.

Las semanas siguientes fuí conociendo detalles que me resultaron imposibles de encajar. Como un rompecabezas cuyas piezas fuí descubriendo con el pasar del tiempo, solo la edad me hizo comprender el panorama de lo sucedido.

En los muchos años de servicio de la madre Leonor fueron varios los curas que se acercaban de forma insidiosa a los alumnos. Pardo fue sólo un eslabón dentro de una larga cadena de sacerdotes que, en lugar de servir a Dios y los niños de la escuela, usaban a los jóvenes para servirse a sí mismos.

Siempre que Leonor traía a algún estudiante al cuarto era porque había notado que uno de los curas había puesto sus miras sobre el joven. El depósito de pupitres era un lugar privado, donde nadie podía escucharla advertir o apoyar a los muchachos. Nunca los llevaba para regañarlos, sino para hacerles saber del peligro bajo el cual se encontraban e insistirles (como hizo conmigo) que jamás podíamos decir algo al respecto. Si bien ella era una institución en la escuela, no se comparaba con la omnipotencia de la congregación y la iglesia, a quienes les convenía silenciar cualquier testimonio de este mal tan recurrente en sus filas.

Sospecho que fueron varias las inocencias que preservó la monja más detestada de la escuela.

Así que, incluso por años después de graduarme, callé el secreto de mi terrible encuentro con el padre Pardo. Procuré mantener también una distancia monumental de él, aún cuando el cura tampoco volvió a acercarse a mi. No creo siquiera que me haya vuelto a dirigir la palabra, hasta el día en que fue trasladado de escuela. Hoy sé que murió muy joven, en un accidente de tránsito.

Por otro lado, jamás sabré por qué el manto con el que se disfrazó estaba ensangrentado. Ojalá no lo haya manchado aún más con la sangre de otros niños.

En cuanto a la madre Leonor, murió a los noventa y cuatro años, cuando mi hijo cursaba el quinto grado en la escuela.

Saber que ella seguía ahí, aún si no me recordaba, me daba seguridad. Incluso con bastón, y posteriormente en silla de ruedas, ella recorría los pasillos. Con sus fríos ojos abiertos de par en par.

Cuando somos niños, hay adultos cuyo trabajo es soportar nuestro desprecio.

Y demostrar, una y otra vez a nuestros oídos sordos, que están dispuestos a sufrirlo con tal de mantenernos a salvo.