No sé cómo interpretar la siguiente memoria.
Mi grupo de mejores amigos es inseparable. Nos conocemos desde primer grado, y sin importar cuánto tiempo pasemos sin entablar una conversación, o cómo las épocas de la vida nos han ido transformando, prevalece un vínculo entre nosotros que no se degrada ni erosiona con el pasar de los años. Son prácticamente los hermanos que nunca tuve. La familia que escogí.
Hemos experimentado tantas cosas en paralelo: el básquet, las fiestas, la universidad, los escapes a la playa, los primeros trabajos, las primeras novias, nuestros eventuales matrimonios... A veces pienso que nuestras existencias son las fichas de un juego de mesa que hemos jugado a la par, sin dejar a ninguno del equipo atrás en el tablero.
Somos cuatro: Ramsés, Tomás, Álvaro y yo. De todos ellos, Ramsés es mi primer y mejor amigo.
Tanto su familia, como la mía, siempre nos trataron como miembros por extensión. Sería imposible decir con certeza la cantidad de veces que nos quedamos a dormir en casa del otro, un hábito que llegó al punto de ameritar un intercambio de las copias de las llaves, bajo la bendición absoluta de nuestros padres.
Hace veintiún años, celebré un 24 de Diciembre con los míos y luego me dirigí al hogar de Ramsés, tal como hacía en todas las navidades desde que tengo carro y licencia. Sus tíos arman una parranda como ninguna otra, y la abuela Tina prepara unas hallacas y ensalada de gallina cuyas recetas permanecen un célebre secreto.
En ese entonces eran pocos los que tenían celular, así que no tenía manera de saber por qué no encontraba a Ramsés en ningún lugar de la fiesta de su familia.
“¡Es que no te contó!” me informó su hermana mayor. “Está terminando un negocio fuera de la ciudad, llega un poco más tarde… el pobre lo que hace es trabajar como una mula.”
No me extrañaba ni podía estar más de acuerdo. La empresa fundada por Ramsés se dedica a importar suministros médicos, y la crisis sanitaria de Venezuela ha demandado, ya por décadas, una devota entrega por parte de sus profesionales, incluyendo la de mi mejor amigo.
Por sacrificios como el de Ramsés, durante esa Navidad, su emprendimiento mercantil tuvo un excelente crecimiento. Pero no fueron pocos los recuerdos a los que tuvo que renunciar: cumpleaños, viajes de semana santa, fines de semana en la playa, matrimonios, partidos… todos dejados de lado para cumplir con su propósito vocacional, y con su país.
Ninguno de sus tres mejores amigos hemos dejado de admirarlo por ello, incluso si no perdíamos la oportunidad para fastidiarlo por cada una de sus ausencias.
Aunque esa noche era distinta. En muchas ocasiones había visitado su propia casa sin él, y no tenía problema en esperarlo si significaba que estaría en medio de tanta buena comida, música y conversaciones.
Pero las horas pasaron, y Ramsés no aparecía. Sólo a las 3 de la mañana llamó al teléfono de la casa, y le informó a su madre que por fin estaba en camino. El trayecto le tomaría “al menos hora y media.”
Al escuchar esa noticia supe que había llegado el momento de mi partida. Tenía que levantarme para un desayuno navideño en menos de cinco horas, y no me gustaba manejar de noche con más sueño del que ya atontaba mis párpados.
Dí mis buenos deseos, abracé a toda la familia, y me dispuse a arrancar mi camino… pero no sin antes retirar una última cerveza de la hielera, en la que sólo quedaban Soleras verdes.
La birra me haría compañía mientras calentaba el carro, la misma Jeep con la cual mi madre me llevaba y buscaba del colegio. Ya en el asiento delantero, prendí la radio y encontré una estación de gaitas y mensajes navideños. Había alcanzado la edad donde disfrutaba espontáneos momentos a solas, tal como sentarme en ese vehículo y apagar las luces, con una cerveza fría en mano y el aroma a pólvora en el aire, por toda clase de fuegos artificiales que aún encendían el firmamento de mi ciudad.
El hogar de mi amigo queda casi al final de una calle ciega, la cual culmina en una colina que, en épocas de fiesta, se abarrota de carros aparcados. Entre esos vehículos ví a Ramsés asomarse en su subida a casa, cargando un rostro empapado de sudor y agotamiento.
Apagué la música y bajé el vidrio.
“Coño chamo, si te apuras creo que capáz queda algún regalo para ti.”
Ramsés se sobresaltó por el repentino volumen de mi broma, pero igual se rió al percatarse de quien era el chistoso.
“¿Ya te vas?” preguntó al mismo tiempo que se acercó a mi ventana.
“De bolas brother, ni que fuera a amanecer acá… además, ¿tú no y que te llegabas en hora y media?”
Ramsés volteó los ojos.
“No vale” aclaró con una dosis benigna de exasperación. “Dije que me había quedado atrapado en una cola por hora y media. Qué vaina con mi mamá… ¿está muy borracha o algo?”
No había ni empezado a contestar su pregunta capciosa cuando Ramsés entró al carro, lo cual iba a invitarlo a hacer de todos modos, para acompañarme mientras la camioneta terminaba de calentar su motor. Pero no hacía falta aclararlo. Eran ya incontables las ocasiones en las que mi compadre había pasado esa espera a mi lado.
“Que ladilla man” me dijo con miras al resto de la calle, invadida por coches. “Todo el municipio siempre se para aquí.”
Una de las características más propias de Ramsés es su habilidad de quejarse constantemente, pero sin nunca llegar a amargarse. Creo que por ello tiene un don para los negocios. Pocas cosas compenetran a las personas como compartir lamentos y molestias, pero él lo llevaba un paso más allá: sus quejas se sentían apacibles, amenas, familiares. Como dijo una vez Tomás: es hasta sabroso quejarse con Ramsés.
“Tuve que dejar el carro al fondo de la subida, como a tres cuadras… ¡Y yo vivo acá!” concluyó mi amigo.
Su comentario desencadenó un breve intercambio acerca de malos conductores, en especial aquellos que no saben cómo estacionarse, y los accidentes de tránsito durante las vacaciones, que corresponden con las fechas donde las personas se permiten beber y conducir.
Al concluir el tema Ramsés tosió. Su garganta sonaba seca.
“Dame un traguito Danny” me pidió, a pesar de que ya le estaba pasando la cerveza.
Y en menos de dos segundos, se la tomó toda de un solo golpe.
“Gracias por dejarme alguito” le reclamé al compás de un puño a su hombro. Entre risas, Ramsés dejó la botella en el portavasos y salió del carro.
“Pa’ que manejes con cuidado y responsabilidad” me dijo al cerrar la puerta. “Mañana tenemos una parrilla en la tarde. Llégate con mi regalo de navidad.”
Encendí las luces y empecé a mover el vehículo.
“¡Te lo acabas de beber Ramsés!” le aclaré entre risas. Ramsés, dándome la espalda, sólo ondeó la mano mientras entraba a la casa de sus padres.
Técnicamente mi broma era cierta: no tenía un obsequio para él, ni él para mí. Supongo que cuando se es tan cercano no hace falta, con tal de pasar tiempo juntos.
Así que al día siguiente, después de desayunar con mi familia y salir de mis pijamas, me aparecí en casa de Ramsés, sin otro regalo que no fuera un ramo de flores que compré para su madre. La invasión de carros había cesado en la calle ciega, pero el sulfúrico olor a pólvora aún colgaba suavemente en el aire, como una guirnalda invisible.
Justo después de tocar el timbre pude escuchar los alaridos y sollozos, al otro lado de la puerta. No reconocía a quien pertenecían, porque aunque era íntimo a la familia jamás había escuchado a ninguno de sus miembros gritar así.
La mamá de Ramsés abrió la puerta, aún en sus prendas de dormir. Sus ojos estaban tan enrojecidos que parecían mojados.
No esperó ni un momento para darme la noticia.
“Ramsés se murió Danny.”
Nuestro grupo jamás ha vuelto a ser como antes.
Los planes siguen siendo buenos, la risas llenas y recurrentes… pero jamás completas. Ramses brilla por su ausencia, y sabemos que falta una cuarta voz entre nosotros. La última melodía para completar nuestra armonía.
Sin embargo, cuando pienso en cómo falleció mi mejor amigo, me cuesta saber qué pensar al respecto.
Mis recuerdos de esa tarde, cuando recibí las noticias, son difusos. Sé que hubo mucho llanto, muchos abrazos. A veces creo que incluso me retiré al baño disimuladamente, para vomitar.
Pero, entre tantos garabatos de mi reminiscencia, las palabras de su padre prevalecen intactas en mi cerebro:
“Chocó con un conductor ebrio, los dos se mataron. Ni siquiera llegó a la ciudad.”
Ni siquiera llegó a la ciudad.
Sé que es imposible que su familia, o el equipo forense, esté equivocado sobre el lugar y hora de la muerte de Ramsés.
Pero, de la misma forma, no me cabe duda que quien entró a mi carro, conversó conmigo, recibió mi golpe en su hombro y tragó mi cerveza entera fue mi mejor amigo. Jamás podré ser convencido de lo contrario, sin importar quién o cómo trate de convencerme de lo contrario.
Incluso con sueño y algo de alcohol en mi sistema, diez o quince minutos de conversación y chistes no pueden ser simplemente fabricados por mi imaginación.
Las veces que le he mencionado esto a mi esposa, ella me lo refuta sin titubeos: “es la nostalgia Danny. ¿Cuántas conversaciones así, igualitas a esa, tuviste con Ramsés?”
Dejando de lado su naturaleza escéptica, entiendo por qué lo dice. Ella cree que mi corazón fué capaz de armar un collage de momentos y conversaciones dispersas en mi memoria, para así atribuirse una última despedida con Ramsés.
Pero se equivoca, pues la nostalgia no construye: Anhela. Hace que recordemos con cariño nuestra propia vida, bajo la mirada de alguien quien nunca la ha vivido. Como si nuestras vivencias fueran una de esas escenas en una película o una novela las cuales lamentamos nunca poder experimentar en carne propia.
Yo no requiero de construcciones o melancolías: Ramsés estuvo en mi carro.
Y si hoy en día abres mi armario, y apartas los suéteres de invierno que casi nunca usamos, podrás encontrar una caja llena de recuerdos de mi infancia. En ella aún guardo la botella de vidrio verde de la cual Ramsés bebió, creo, su último trago.
Y marcadas en esta botella prevalecen las huellas digitales de las diminutas manos de Ramsés, así como las manchas de sus labios alrededor del pico.
Si mi mejor amigo jamás regresó a la ciudad, ¿a quién corresponden esos rastros?
¿Cómo debo interpretar la memoria de esa noche?