Sables



- Recuento de Eloisa, copywriter -

Existen tres razones por las cuales detestaba los viajes trimestrales de mis padres. Aquellos que organizaban para escapar de todo y estar verdaderamente a solas.

La primera: no podía ir con ellos. Mamá y papá eran (hasta su reciente retiro) devotos a sus profesiones; las abejas más obreras del panal. Pocas veces coincidían en casa, y sus escasos tiempos de ocio procuraban compartirlo conmigo, su hija única. Es por ello que—sabiamente—acordaron permitirse cada tres meses un “retiro de pareja”: escapar por el fin de semana a algún destino local, para reconectar como esposos y enfocarse en su relación. Quizás—precisamente porque soy hija única—me llenaba de celos saber que no era parte del plan.

La segunda era que me dejaban en casa del abuelo. De seguir con vida mi abuela esto no hubiera sido una tragedia; con ella hasta disfrutaba mis visitas a la casa donde creció papá. Abu Nica era muy consentidora y dulce, dispuesta a peinarme las veces que quisiera y a ver conmigo, por enésima vez, el VHS de Pocahontas.

Con mi abuelo era otra historia. Alberto (teníamos terminantemente prohibido llamarlo “Abu”) era serio, severo, distante. Un ex coronel a quien las fuerzas armadas parecían haberle exprimido cada gramo de calidez. Era, además, extremadamente soberbio: la altura y abundante cabellera que mantuvo, incluso de anciano, le convencía de que seguía siendo el apuesto, elegante y fornido soldado de muchos años atrás.

No sé si Nica conocía un lado secreto de Alberto—o si sólo hizo las paces con la pared emocional con la que se había casado—pero la realidad es ni yo, ni mis padres ni mis tíos tienen memoria alguna de mi abuela lamentándose o resintiendo ser la esposa de mi abuelo. En varias de mis visitas la acompañé mientras atendía la indumentaria militar de su marido: planchaba sus uniformes de gala, pulía sus botines, lustraba sus espadas. Aquellos sables—unos veinte—colgaban dentro de un clóset destinado únicamente a los uniformes de Alberto; toda una pared de cerezo estaba adornada con ellas, cual galería de armas blancas. Esa pared era lo único que me sugería que, quizás, existía una versión más tierna del abuelo. Me hacía pensar que un niño—quizás de la edad de la niña que era entonces—vivía enterrado dentro de él, y que ese niño soñaba con usar sus sables para ser pirata, caballero, mercenario.

Me hacía imaginar, también, que la abuela era la última persona que había conocido a ese niño; la única a quien su marido se autorizaba a asomar aquella inocencia. Cuando Nica hablaba de su esposo, lo hacía con una sonrisa risueña.

“Los engaña a todos con esa cara de mandril” me dijo con el gusto de una cómplice, mientras planchaba una de sus chaquetas. “Pero el mayor problema de tu abuelo es que quiere demasiado a su gente.”

Confié en esas palabras de mi Abue. Porque si alguien era experta en querer, era ella. Su slogan personal pudiera haber sido “no conoces quien es alguien hasta que presencias como dan cariño”. Esa es la clase de buena fé que vivía en su alma. Ver su trato a otros me enseñó a desconfiar de las primeras impresiones.

Su muerte fue gentil. Dormía en la tumbona de una playa, y los médicos forenses predicen que no despertó antes de fallecer. No la llevó ni un infarto, ni un golpe de calor ni un derrame cerebral. El cuerpo se durmió y el alma aprovechó para escapar. Papá se percató de que su madre no había bajado a cenar, y fue mi primo quien la encontró postrada bajo la Luna nueva, con su sombrero y gafas aún puestas.

Desde entonces su hogar se trastornó en un lugar gélido, donde el sol parecía no estar invitado. Las persianas permanecían cerradas, atrapando el aroma a cloro que empecé a asociar con nuestras visitas. Cloro, porque el viudo de mi abuela quería oler la pulcritud de su cuartel. Ahora que su mujer no estaba para supervisar la limpieza, Alberto no confiaba en sus ojos. Con cada visita encontraba menos de mi abuela en la casa: sus fotos desaparecían de las estanterías, sus zapatos de los armarios, sus vajillas de la alacena. Paso a paso la casa se convirtió más en la guarida del coronel, y menos en el refugio de Abu Nica.

La tercera razón por la cual aborrecía las excursiones románticas de mamá y papá era el miedo. El miedo a escuchar los chirridos de la casa.

Tenía poco más de diez años. Mis padres me dejaron (una vez más) a cargo del abuelo, lo cual significaba que pasaría otro fin de semana divagando como una pereza por la apestosa y oscura casa. A falta de juegos, televisión o libros para entretenerme, pasé toda la tarde inspeccionando los retratos del coronel—prácticamente las únicas fotografías que quedaban en la morada. A excepción de una solitaria captura de su matrimonio, todas las demás lo mostraban por su cuenta, bajo la misma presentación: con la cabellera engominada para atrás, portando un intachable uniforme, casi siempre posando su enguantada mano sobre la empuñadura de uno de sus sables. Su mirada tan llena de orgullo y disciplina que no dejaba espacio alguno para la calidez o la delicadeza.

Esa tarde, en lugar de acompañarme a almorzar, Alberto pasó la mejor parte de una hora frente a una de sus chaquetas, examinando las medallas que la condecoraban. El abuelo ya no era el mismo hombre corpulento de su juventud, pero jamás llegó a engordar. Papá dice que siempre procuró poder entrar en su uniforme de gala.

Y sin embargo, no tengo memoria alguna de mi abuelo llevándolo puesto. Todo lo que hacía, una vez adornada la chaqueta, era dejarla en el perchero y admirarla. Primero de pie, en silencio; luego sentado, también en silencio. Siempre pensé que, más temprano que tarde, lo vería darle un saludo militar al atuendo.

Me acosté al mismo tiempo que mi abuelo—no por cansancio, sino por aburrimiento. Ya quería que concluyera esa lúgubre, aburrida e interminable visita. Pero al arroparme sobre el duro colchón de mi habitación, lo hice a sabiendas de que permanecería despierta por horas— pues jamás me acostaba antes de las 10 de la noche.

Durante esa espera mis ojos vagaron por el cuarto, rellenando con la imaginación las sombras de los barrotes en la ventana. Calqué colinas, los chivos y corderos de sus nubladas cimas, las olas de un océano…

Un océano.

Abu Nica murió frente al océano, pensé. Siempre quiso retirarse frente al mar, pero fue el mar quien le robó la vida.

Me pareció todo muy injusto, y me pregunté en ese momento si la vida me esperaba con esa clase de sorpresas: un mal matrimonio, concluído por la mala broma que me mataría—ya a los diez años comenzaba a saborear el amargo gusto de la ironía.

Y fue ahí, imaginando el mar, recordando a mi abuela y comprendiendo la injusticia de su muerte, que escuché el primer chirrido.

Iiiiiiiiiiiiiiiik

Venía del pasillo, al otro lado de mi puerta. Tenía la cualidad del rechine de un pie descalzo al arrastrarse por un suelo de mármol, y fue eso mismo lo que pensé que escuchaba: un paso.

Iiiiiiiiiiiiiiiik

El abuelo debe estar buscando agua en la cocina, supuse.

Iiiiiiiiiiiiiiiik… Iiiiiiiiiiiiiiiik…

Los chirridos eran lentos y alargados. Una enorme pausa se interponía entre ellos. Sobretodo, parecían no moverse de lugar. Minuto tras minuto, los agudos chasquidos rechinaban por todo el pasillo. No me dejaban dormir. Cuando estoy aburrida lo que más añoro es dormirme en cuanto antes.

Fastidiada y confundida, abrí la puerta de mi habitación. Volteé a la derecha, de donde provenía el sonido, y luego a la izquierda. No había nadie en el pasillo, sólo los gélidos retratos del abuelo, y la puerta al final del corredor, que daba a la sala.

Sólo que, en cualquier otra noche, no hubiera visto más que la puerta—aquella que el abuelo siempre cerraba con tres cerrojos. Esta noche, sin embargo, distinguía la sala con total claridad. No sé cómo, pero la luz de la luna encendía toda la recámara. Me hizo pensar en la salida de una cueva.

Y en la salida de esa cueva alguien me esperaba. Retorciéndose en el suelo.

Iiiiiiiiiiiik

Su piel chirriaba al arrastrarse contra las baldosas. Al arrastrarse hacia mí.Desnuda, malherida, manchada en algo que sólo podía ser sangre. Sus ojos arrestando la mirada de una pequeña que, momentos atrás, imaginaba colinas, chivos y el océano.

La mujer se arrastraba hacia mí.

Me encerré en mi habitación, chillando. Siempre, incluso de niña, he sido una persona muy lógica, aplomada en la realidad. Pensé, naturalmente, que afuera había una intrusa. Grité y grité, incesantemente, hasta que el abuelo irrumpió en el cuarto con un revólver.

Al contarle lo que había visto el abuelo me dejó con los vecinos, y aguardó a la policía frente a su casa. Desde una ventana ví cómo—en contra de las órdenes de los oficiales—entró con ellos a revisar su morada. Al rato—luego de una larga, inagotable espera—se despidió de la guardia y caminó a la puerta de quienes me cuidaban. Al parecer no se encontró rastro alguno de que alguien hubiera invadido la propiedad.

“Prefiero que pase la noche con ustedes” pidió a sus vecinos, en el tono que usa quien da un comando. Tras ladrar su petición no perdió ni un segundo en ver cómo estaba su nieta, o en desearle las buenas noches. Parecía que su idea de dejarme venía de alguien que, más que cuidarme, quería desterrarme de su atención. Yo era un cadete, y su desdén una sanción por mi cobardía.

“No seas tonta” contestó mi madre cuando le imploré pasar la noche de su próxima escapada romántica en casa de alguna amiga. “El abuelo te adora, y le encanta que le acompañes. Recuerda que está muy solito en esa ca-”

“¿Él dijo eso mami?” le respondí, “¿o me lo dices tú?”

“Eloisa, ya. Te vas a quedar con el abuelo y punto.”

Ni ella ni papá entendían que sentía tanto miedo de volver a ver a la mujer que se arrastraba, como de saber que contaba sólo con la frialdad e indiferencia de Alberto. Uno de esos temores lo juzgaban como una simple pesadilla, la otra como una necedad.

Fue por ellos que, dicho y hecho, volví a pasar la noche en aquella mazmorra geriátrica, y que—a pesar de la almohada que aplastaba contra mis oídos—sentí nuevamente los chirridos en el pasillo.

Iiiiiiiiiiiiik

Esta vez, los chirridos venían acompañados de jadeos. Jamás me convencerán de que los imaginaba: eran lamentosos, adoloridos. Acentuaban cada uno de los arrastres contra el suelo.

Iiiiiiiiiiik

Supe—incluso con los oídos cubiertos—que la mujer estaba enfrente de mi habitación. Que si abría los ojos vería su sombra llenar la ranura al pie de la puerta, para luego escuchar un golpe al madero que pensaba—podía jurarlo—había cerrado con llave. O que quizás, vería en pánico el lento girar de la manilla que juraba—por Dios y Abu Nica—estaba asegurada.

Con ojos cerrados aguardé. Los jadeos afuera de mi habitación parecían alargarse y estrangular a los míos.

Iiiiiiiiik…

IIIIIIKK…

Iiiiiiiiik…

La manilla permaneció quieta. Nada golpeó su puerta. La sombra abandonó la ranura.

Iiiiiiiiik…

Los chirridos se hacían más distantes. La intrusa se alejaba de mi habitación, y llegó el momento en que ni escuchaba su arrastrar. Sólo entonces—cuando el palpitar de mi corazón era lo único en mis oídos—me atreví a abrir la puerta y revisar el pasillo.

La franja de sangre permanecía sobre las baldosas de cerámica. Y al mis ojos seguir aquella cinta, descubrieron que la intrusa—a pesar de no estar en el suela—permanecía en la casa de mis abuelos.

El pasillo conducía a un estar con una larga ventana, cuyas cortinas jamás eran replegadas para dejar entrar la luz—lo cual era una lástima, pues la vista daba al bello follaje de un barranco. La intrusa colgaba de esas cortinas.

Sus dos manitas, cada una con un puñado de tela, suspendían su cuerpo en el aire… antes de sucumbir al peso y dejarlo caer nuevamente al suelo. A los pocos segundos, la mujer intentaba trepar de nuevo las cortinas.

Trepar y caer.

Trepar y caer.

Trepar… y caer.

En uno de estos intentos descubrí lo que las sombras del estar me habían ocultado: sus piernas concluían en sus rodillas, en dos muñones ensangrentados. El resultado de unas batatas y pies amputados.

Cada vez que sus manos agotaban sus fuerzas, la mujer caía sobre la ruina de sus articulaciones: las puntas de dos fémures expuestos, envueltos en carne y venas deshechas.

La mujer volvió a desplomarse y jadeé, con espanto y grima. La mutilada volteó hacia mí. Como en la primera noche, e incluso desde tan lejos, su mirada apresó la mía.

Salté a mi habitación, cerré con llave y regresé a la seguridad de mi cama. Con la cabeza otra vez abrazada por una almohada, aguardé nuevamente por el golpe contra la puerta.

Pero sólo escuché—por segunda vez aquella noche—el palpitar de mi corazón, acompañado de mi respiración entrecortada. Ambos ruidos me asediaron hasta que sucumbí al sueño, y logré dormir por un par de horas.

Quizás por el mal juicio de mi niñez, me atreví a contarle a mi abuelo lo que había visto. Me acerqué a Alberto mientras pulía sus botines, y nada de lo que había visto la noche anterior lo distrajo del betún o del calzado: ni mi descripción de los chirridos, ni el detalle de los jadeos, ni la franja de sangre de la que no había rastro en la mañana. Nada de lo que contaba producía algo más que apatía en su rostro.

Al menos así fue, hasta que mencioné el detalle de las piernas.

Alberto pausó, y por primera vez en todo el día, me vió.

“¿Qué fue lo que dijiste?” preguntó.

“Cuando la mujer se agarró de las cortinas en el estar, vi que no tenía piernas. Parecía que se las hubieran cortado” le expliqué, temblorosa con tan sólo recordar aquella visión.

El abuelo puso su botín sobre la mesa, y perdió su mirada en la grama del patio. Poco después ordenó que fuera a la cocina y le dijera a la señora de servicio que me sirviera el almuerzo. Luego de otra solitaria comida, lo encontré a solas con su indumentaria militar. Esta vez, con los sables en la galería del clóset. Examinándolos, mas no con la reverencia que le otorgaba a sus trajes y medallas. No: a estos los veía con miedo. Al levantarlos, lo hacía como si sostuviera a una cascabel.

Más tarde, a poco de la cena (que también comería por mi cuenta), escuché al abuelo llevar aquellos sables al sótano de la casa. Una habitación a la que nadie entraba, pues era su oficina, pero que sólo en ese momento me percaté estaba asegurada por tres cerrojos y el apoyo adicional de un candado. Tras esa puerta, había otra. Pesada, que conducía a un cuarto absolutamente oscuro. Al percatarse de que lo veía cargar las espadas hacia aquella oscuridad, Alberto me vió por segunda vez ese día.

“¿Tú no has entrado acá?” me preguntó, con su voz fina y severa. Le contesté con la verdad.

“¿Y cómo es que la encontré abierta” gruñó, y entendí que se refería a la segunda entrada, aquella que el portón de los candados ocultaba. Volví a contestarle con la verdad, y el abuelo dijo que me largara.

Esa noche no tuve incidentes. Cada vez que escuchaba algún chirrido, descubría al despertar que sólo había sido un sueño. Pero con todo y sin percances, Alberto le dijo a mis padres que no podía volver a quedarme con él. Argumentó que los niños siempre interrumpen el sueño, algo que un coronel de su edad no podía darse el lujo de perder.

De más está decir que no tuve problemas con su prohibición. Las pocas veces que volví a entrar a la antigua casa de mi Abu Nica fue para pasar un par de secas navidades, y quizás uno que otro almuerzo por el cumpleaños de su esposo. El abuelo Alberto fue eventualmente trasladado a un ancianato, donde murió tomando la siesta frente a su ventana, que daba a un muro de los más parcos y genéricos ladrillos. No tengo memoria alguna de haber llorado su partida, o de dedicarle instantes de nostalgia como lo sigo haciendo con Nica.

Y sin embargo, a menudo pienso en la mujer que ví arrastrarse por su casa. Pienso en cómo la franja de sangre parecía extenderse de sus piernas y en dirección a aquel sótano prohibido, donde el abuelo alojó sus sables. Recuerdo cómo las cortinas, así como tapaban la luz, encubrían también la vista al barranco. Que la intrusa colgaba de las persianas como si, detrás de ellas, existiera una escapatoria. Veo—cuando espero a dormir o entre silenciosas comidas—a aquellos ojos que hoy en día me dicen “auxilio”.

Me pregunto si, al igual que yo, esa mujer, desnuda, mutilada y sangrienta quería escapar de aquella casa.

Mi queridísima abuela aseguraba que nadie conocía al verdadero Alberto—pues sólo a ella le confiaba cómo quería a los demás. Pero creo que ella siempre tuvo un punto ciego en su relación con el coronel: no se conoce cómo es alguien hasta ser testigo de la forma en que desprecia y maltrata a otro ser humano.