Es natural, y probablemente lo más sano, tratar de ver con buena fé un suceso extraño. Incluso si nuestro instinto nos pide a gritos lo contrario.
Después de un largo día de exámenes finales, invité a un par de amigas a casa para continuar estudiando. Subí a solas a mi habitación para buscar velozmente un libro de geografía. Encendí las luces.
Fue entonces que vi, por primera vez, al hombre dentro de mi armario.
La visión duró menos de un instante, pero lo suficiente para erizar cada pelo en mi piel. Recuerdo incluso que el sobresalto me mareó. Súbitamente, el aire de sosiego en mi habitación ya no parecía tranquilo, sino latente, y me sentía observada.
Es tu imaginación Julieta me dije, en un esfuerzo de serenarme.
Cogí mi mochila, sin siquiera chequear si ahí cargaba el libro por el cual había subido, y escapé a toda velocidad de mi alcoba. Sin ver atrás, y dejando las luces encendidas.
Debí haber sabido, cuando mamá me reprochó por “gastar electricidad”, que ella volvería a apagarlas, y que yo encontraría el cuarto nuevamente a oscuras, luego de que mis amigas regresaran a sus casa.
Inmediatamente volví a prender las luces, esperando que eso ahuyentara a cualquier invasor calcado en las sombras por mi mente.
Pero en esa fracción de segundo, en el cual la luminosidad inundaba cada rincón de mi habitación, y mis pupilas dilatadas se ajustaban al repentino resplandor, vi por segunda vez al hombre. Parado en el interior de mi closet.
Y así de rápido como se manifestó, desapareció una vez más de mi vista. Como si su presencia tuviera la naturaleza del destello de un flash fotográfico.
Quedé petrificada, en medio de mi cuarto iluminado. Podía escuchar, de lejos, la televisión de mis padres.
Algo me dijo que tenía que volver a apagar y encender las luces. Y así lo hice un par de veces, de manera intermitente.
Y con cada pasada del switche, lo veía de nuevo, tan sólo por una fracción de segundo. Repetí la moción lo suficiente para poder detallarlo, pero no había nada particularmente extraño sobre su apariencia: era tan sólo un señor sonriente, calvo arriba pero con pelo a los lados. Llevaba puesta una camisa polo, de franjas rojas y rosadas.
Su sonrisa era cariñosa.
“¡Mamá! ¡Papá!” grité al mismo tiempo que corrí a su habitación, a implorarles que presenciaran esto conmigo.
Pero sin importar cuantas veces mis padres encendieron y apagaron las luces, o hacia cual rincón del espacio dirigieron su mirada, no pudieron ver al hombre. Y yo tampoco pude verlo... hasta que regresaron a su habitación.
Eso es parte de lo que jamás me agradó de esa presencia: lo selectiva que era en cuanto de quien se escondía, y de quién no.
Luego de aquel incidente mi cuarto permaneció a oscuras por meses, siendo los rayos del Sol la única luz que entraba a la habitación. Dejé de colgar mi ropa en el armario, y pasé a guardarla en las gavetas de mi escritorio, o dentro de mi mesa de noche, o entres mis libros. Ocasionalmente pasaba el interruptor, para ver si quizás el invasor había partido, pero ahí permanecía: firme en su presencia momentánea, siempre sonriendo con suavidad desde mi closet.
Irónicamente, mi familia jamás me ridiculizó por lo que decía ver. Mas bien, buscaban darle la vuelta, e intentar atribuirle un giro positivo.
“Mi amor, ¿y no has pensado que quizás este es el espíritu de un buen hombre?” sugirió mi abuela, mientras la acompañaba a tejer. “¿Que quizás este señor, así calvito y con su camisa rosada, sólo te quiere proteger?”
Toda la familia apoyó esa interpretación de mi vivencia, buscando aliviar en mí el miedo a nuestro hogar. Pero mientras más énfasis hacían en la dulzura de este ser, o insinuaban la bondad detrás de su sonrisa, más me molestaba. Pues yo jamás lo sentí como un protector.
Una noche, me vi forzada a encender las luces para buscar un arete caído. Tenía prisa de llegar a una fiesta de quince años. Respire profundo, preparándome para ver de nuevo al hombre.
Pero al pasar el switche, ya no estaba.
Volví a pasarlo, y mi closet seguía vacío, por primera vez en meses. Casi lloré de la emoción.
No supe cómo explicarle a mi familia la razón de su desaparición, pero poco me importaba: las cosas habían vuelto a la normalidad. Mi padre ofreció una hipótesis.
“Quizás Ramón” - así es cómo le llamaba, en broma - “vió que ya eres casi una mujer hecha y derecha, a quien no hace falta protegerla. Ahora toca que seas tú quien proteja a tu hermanito menor.”
Ese fue el otro cambio positivo que había llegado a mi vida: el nacimiento de Sebas. Tenía incontables años queriendo dejar de ser la menor, y deseando consentir a un pequeñín. Todos mis anhelos se cumplieron al pelo: mi hermano era un amor, y se me dió con absoluta naturalidad el ser su cuidadora (algo que mamá agradece hasta el día de hoy). Incluso mis padres llegaron a tomar la decisión de mudarse a un lugar más espacioso, porque nuestra quinta de veinte años “ya nos quedaba pequeña”.
Por casi un año las cosas no pudieron ser mejores.
Días antes de la mudanza, acompañaba a mi madre a bañar a mi hermano, mientras conversábamos sobre mis planes universitarios. Mamá pidió que le mostrara un par de panfletos que había recibido de diferentes instituciones, y saliendo del baño a buscarlas apagué la luz, por mero hábito. Era tarde y el temor a pasar el switche no me había perturbado por meses.
“¡Julieta!” exclamó mi madre con una risa. “¡Regresa!”
Le pedí disculpas al mismo tiempo que reactive la iluminación, e inmediatamente pegué un grito. Lo ví, de nuevo por la duración de un terrible instante.
El hombre, parado dentro de la ducha, portando su vulgar y engañosa polo rosada. Viendo entre el agua y el vapor a Sebas dando chapuzones en la ponchera. Con esa sonrisa aparentemente cálida y tierna.
Mi reacción sobresaltó a mi madre y aterró al bebé, quien entró en llanto. Resolví, sin pensarlo dos veces, que no abandonaría el lado de mi hermano para buscar panfletos, o hasta mudarnos de la casa.
No me importaban las teorías benevolentes de mis familiares sobre este hombre. No iba a permitirle ni un segundo a solas con mi hermanito.
Las últimas tres noches en la casa que me vio crecer dormí al lado de su cuna, sobre un par de cojines en el suelo. Viendo directamente la entrada a su armario, para resguardarlo de eso que, yo sabía, desde allí lo acechaba.
Recordando a mi padre decirme que ahora me tocaba a mí proteger a mi hermano menor.
Menor.
Ahí caí en cuenta que esta cosa me espiaba cuando yo era la más joven de la casa.
Y ahora que Sebas me había desplazado de esa posición, le tocaba a él ser el espiado.
¿Acaso alguien estaría en paz sabiendo que un hombre extraño busca siempre estar cerca de la persona más inocente e indefensa de la familia? ¿Estuviera vivo o muerto, fuera fantasma o persona, protector o pervertido?
Agradecí a Dios que poco después de esa realización abandonamos la vivienda, y dejamos atrás a esa visión. La casa, además, estaba pautada para ser demolida.
Y aun así, le pedí a mi padre que me manejara de vuelta la tarde antes de su destrucción. Bajo el pretexto de que no encontraba un diario y, quizás, ahí lo había dejado. Le aseguré que no tardaría mucho, así que él permaneció en el carro.
Todo lo que quería era asegurarme de que esta presencia, indiferentemente de que fuera noble o siniestra, jamás pudiera abandonar la estructura que pronto sería añicos. Que quedara atrapado en ella. Recorrí todas las habitaciones, cerrando cada ventana y pasando llave a todas las puertas. Cuando terminé, el interior quedó sumiso a las delicadas sombras del atardecer.
Mas estando a punto de abandonar el recinto por la entrada principal, pausé. Encendí una vez más las luces.
Y ahí estaba, a pocos metros y por última vez, el hombre calvo de polo rosada. Viéndome fijamente a mí, la única persona en casa, e inevitablemente la más joven.
Incluso en la brevedad que duró el destello de su presencia noté, sobre esa sonrisa cariñosa, un río de lágrimas empapando sus mejillas.
Nunca sabré si su llanto era tan sólo de desesperación, ante la cercanía de su fin, o si su tristeza provenía de haber sido incomprendido por mi, a quien quizás sí quería proteger.
Yo sólo sé que no siempre podemos permitirnos ver las cosas que no comprendemos con un lente bondadoso. Que a veces, es imprescindible seguir nuestro instinto y asumir lo peor de lo incomprensible.
Con eso en mente, apagué las luces y me fuí por siempre de esa casa, derrumbada no más de 24 horas después, junto todo aquello que quedaba en su interior.