Me avergüenza admitirlo, pero incluso de adulto la casa de mis padres me inquieta. Siempre siento que alguien me está observando.
Mamá y papá aman las antigüedades, y desde que tengo memoria crecí en una vivienda plagada de pinturas, esculturas, muebles demasiado estéticos para sentarse. Incluso la cocina parecía un museo mal diseñado, con una colección indebidamente curada.
Cada vez que atravesaba la sala de noche tenía que bajar la mirada y cubrirla con las manos. Por alguna razón, presentía que no era el único moviéndose en nuestro hogar a hurtadillas. Que algo, quizás uno de los tétricos bustos o alguna de las figuras religiosas, esperaba a que subiera la vista y encontrara sus ojos, para luego perseguirme hasta mi cuarto.
La tarde que trajeron el retrato, me había quedado en casa viendo un partido del mundial de 1986. A pocos minutos de que Francia dominara el juego, papá entró con un gran lienzo de madera. No sentí curiosidad de saber cuál era la imagen del cuadro, así que sólo ví de reojo cómo lo cargaba por las escaleras.
Esas escaleras llevaban a un angosto pasillo, y ese pasillo a la entrada de la habitación que compartía con mi hermano mayor. Desde la puerta de nuestro cuarto uno veía directamente el final de ese corredor, una estrecha pared con las escaleras de un lado y un jarrón rococó del otro.
Por eso me sobresalte esa noche, cuando al salir de mi recámara encontré al otro extremo del oscuro pasillo a una figura viéndome. Mi reacción fue tal que mi hermano soltó una risa. No sé cómo no había notado el retrato unas horas atrás, al subir a nuestra habitación.
De por si, la pintura no era perturbadora. Mostraba a una mujer, una especie de sacerdotisa o virgen María, portando un delicado velo de seda y sosteniendo una especie de cetro humeante. Detrás de ella había un cielo perfecto, azul y delicadamente nublado.
Mas eran otras de sus características las que afectaban: la posición de su mirada mirando al frente, su tamaño a escala de una persona real, y su expresión. Como la Mona Lisa, era difícil descifrar la emoción detrás de su rostro. Era un semblante relajado, suavemente sonriente, pero con ojos abiertos de par en par. Como si buscaran hechizarte, o no perderte de vista.
Todos estos detalles siempre me hicieron sentir que enfrente de la puerta de mi cuarto había una ventana, donde una persona rara perpetuamente se asomaba para verme salir y entrar.
Bajé la mirada y crucé el pasillo lo más rápidamente posible, para bajar las escaleras e ir al baño que por alguna razón estaba al otro extremo de nuestra casa, tan peculiarmente diseñada cómo las antigüedades que albergaba.
Hasta el día que me mudé de país, ya con 24 años de edad, tuve que cubrir mi vista siempre que pasaba enfrente de esa pintura de noche, con tal de evitar la suya. La obra, me enteré eventualmente, se titula “Pax”, o “paz” en latín.
Años después, pasé de visita por la ciudad junto a mi hijo de 7 años, Ernesto. Mis padres estaban de vacaciones en otro estado, pero nos invitaron a quedarnos en su casa para ahorrarnos el costo de un hotel, y acomodaron a su nieto en el cuarto de mi niñez, arriba de esas angostas escaleras.
Una de las noches, no podía conciliar el sueño. Detallaba un candelabro colgando del techo cuando escuché el tenue sonido de mi hijo llamándome.
Subí a su habitación y, muy a mi pesar, ahí estaba la maldita pintura. Todo en la casa parecía haber cambiado: el color de las paredes, la mueblería, la decoración… todo menos ella, que seguía colgada al final del pasillo.
Encontré a Ernesto sentado en lo que había sido mi cama. No esperó a que terminara de entrar para pedirme que lo acompañara mientras se quedaba dormido. Tenía miedo. Yo me reí, porque ese temor me era absolutamente conocido.
“¿Qué pasa? ¿Te da miedo la virgen?” dije al mismo tiempo que volteé a ver la pintura.
Y tuve que detenerme por un momento.
Juro, por todo lo que quiero en este mundo, que la mujer pestañeó. Lo suficientemente lento para, por un instante, ver con total claridad sus párpados cubriendo sus ojos.
Me petrifique, sintiéndome invadido por un terror que no había albergado desde niño.
“¿Te importa acompañarme papi?” preguntó Ernesto, sus nervios sin duda alertados ante el repentino cambio en mi expresión.
Tratando de sacudirme lo que había visto, y de ocultar mi perturbación, arropé a mi hijo. Me dije a mí mismo que sólo necesitaba otro vistazo de la pintura para saber que sólo había sido mi imaginación, orquestando con la oscuridad. Así que me asomé una vez más antes de cerrar la puerta de la alcoba.
Y lo que vi heló el resto de la sangre en mis venas. No podía darle crédito a mis ojos.
Luchando por arrancar mi vista de la pintura, cerré la puerta. Con llave. Voltee hacia mi hijo, implorando que no hubiera visto lo que yo acababa de presenciar.
Ernesto se había vuelto a levantar de la cama. Su rostro pálido y alerta por un momento me llevaron a pensar que había fallado. Que también lo había logrado ver.
“¿Qué pasó papá?”
Su pregunta me dió un inmenso alivio. Se había alarmado porque percibió que algo había asustado a su papá. Pero, afortunadamente, no sabía qué.
La mujer había desaparecido del cuadro.
En el lienzo sólo quedaba la imagen del fondo, ese idílico cielo azul. Como si la sacerdotisa hubiese salido del marco, escapado de la obra...
“Y entrado a la casa”, pensé.
Intentando sonar casual y calmado, le dije a mi hijo que sólo había notado un par de polillas volando cerca del cuadro, y que era importante avisarle a los abuelos porque podrían arruinarlo. Pero su rostro me hacía saber que no me creía. Que podía detectar la lucha en mi interior por preservar mi propia calma.
Y de escapar de la imagen de una figura recorriendo abajo de nosotros la oscura vivienda, arrastrando un largo velo de seda. Buscando a quien perseguir.
Eventualmente logré calmar a Ernesto, y le garanticé que su “pequeño susto” sería nuestro secreto “de hombre a hombre”. Bajo la excusa de hacerle compañía, dormí esa noche en lo que había sido mi habitación, en la cama de mi hermano.
Me desperté de primero a la mañana siguiente. Calladamente me dirigí a la puerta, y respire profundo antes de abrirla.
Por fortuna ahí estaba otra vez la mujer, de vuelta en la pintura. El Sol también ayudaba a serenarme, pues de día nunca me dio miedo. La luz de la mañana la reducía a sólo una más de las curiosas antigüedades de mis padres.
Pero al cruzar el pasillo y acercarme a ella pude percatarme de algo. Una minúscula diferencia que sólo reconocería alguien quien creció viendo este retrato, y sus ojos que te retan a que no los veas.
Su sutil sonrisa se había esfumado. Y encima de sus labios rectos, su mirada desorbitada y excesiva seguía clavada en mí, pero ahora contaminada por algo muy distante a la paz. Lo más cercano que se le parecía era rabia, o una profunda molestia. Quizás odio.
Me avergüenza admitirlo, pero como un niño baje la mirada y descendí las escaleras para ir a preparar el desayuno.