Me pregunto qué fué lo que verdaderamente asumió mi mamá cuando me vió entrar en su cuarto, con apenas diez años, para decirle que había un monstruo en mi cuarto.
No debían ser más de las diez de la noche. Las luces de la casa seguían encendidas porque mi padre, se suponía, llegaría en breve de un viaje de negocios.
Irrumpí en la habitación cuando mi madre, ya en su dormilona, se aplicaba una loción para la piel. Corrí a abrazarla. Me había hecho pipí del miedo, pero ella aún no sabe de eso.
Le conté sin preludios lo que había presenciado: leía Tintín en cama, cuando un movimiento atrapó mi reojo. En el espejo de mi escritorio, enmarcado por una colección de calcomanías, se reflejaban las cortinas que cubrían la ventana detrás de la cabecera de mi lecho.
Se reflejaba, también, la criatura asomada por esas cortinas.
“Me estaba viendo mami” sollocé, tratando de escudarme detrás sus pijamas. “Sus ojos eran muy amarillos, y se reía de mí.”
Mamá acarició mi pelo, y se arrodilló para darme un beso en la frente. Me repitió el guión que todo adulto, en su posición, debería de decirle a sus hijos.
“Gordo, era una pesadilla. Yo las tengo todo el tiempo, y dan mucho miedo cuando se sienten tan reales.”
“Pero lo ví mami” insistí con desesperación, “salía del cuarto y escuché cómo abría las cortinas.”
Mi madre no pudo sino reírse y darme otro abrazo. Me aseguró que los monstruos no existen.
“¿Qué te parece” propuso “si me acompañas acá mientras tu papá llega? ¿No te haría sentir mejor?”
Acepté su oferta de inmediato. Saber que contaba con su compañía, y luego la de mi padre, me daba muchísima tranquilidad. Sabía que me dejarían dormir con ellos.
Mamá sugirió que buscara mi historieta de Tintín y la trajera a la habitación, pero le aseguré que no me hacía falta, que no me provocaba leer. Quería evitar a toda costa abandonar el lado de mi progenitora, o acercarme a la alcoba donde aquél ser me esperaba.
Pasamos un largo rato en silencio. Mamá leía mientras yo detallaba el papel tapiz de rosas que, hasta el día de hoy, domina las paredes de la recámara de mis padres. Su beige aún no había decaído en un tono mostaza, y los tallos espinosos de sus flores se entrelazan en una larga red. Buscaba con la mirada el origen de ese vasto tronco.
Y en ese juego mi vista flotó por encima del umbral de la puerta, y noté de nuevo un movimiento. Esta vez al otro lado del pasillo.
Un grito se ahogó en mi garganta. Sólo un jadeo, seco, entrecortado, escapó de mi. Mamá volteó al escucharlo.
“¿Estás teniendo un ataque de asma?”
No pude responderle. Continuaba renunciando mi mirada a lo que ella aún no había visto.
Lo que se acercaba a la habitación de mis padres, a través del corredor completamente iluminado, con una calma cruel y burlona.
El monstruo.
Lo veía con absoluta claridad: su piel negra y verdosa revistiendo un cuerpo enano y famélico, ornamentado con verrugas y el brillo de la baba. Dos largas orejas, puntiagudas como cuernos, coronaban el par de ojos ámbar que había descubierto espiándome, tan sólo momentos atrás.
“Ma… mami… mamá…” balbuceé a medias, en susurros secos.
El duende pretendía esconderse, pero siempre viéndome a los ojos. Acercándose con lentitud de escondite en escondite. Como si retándome a que lo encontrásemos.
Un frío se aferró a mi columna. Me arrimé contra la pared, en pánico.
“¡¿Pero bueno Jacinto qué te pasa?!” preguntó mi madre, alzándose de la cama para asomarse.
“¡Mami no! ¡Cierra la puerta!”
Mi madre abrió el umbral de par en par y pausó. El trasgo se detuvo en medio del pasillo, encarando a mi madre de frente.
Mi corazón cesó de latir, al mismo tiempo que contemplaba ese intercambio de miradas entre mi progenitora y el monstruo.
Súbitamente mamá se dió la vuelta y regresó al interior de la alcoba, lanzando sus brazos al aire.
“Me asustaste Francisco” exclamó mamá, “ni te escuché llegar.”
Ella abrió el closet y la criatura alcanzó la entrada del cuarto. Permaneció ahí por un momento, sin excavar su ocre mirada de la mía.
Mostró su larga dentadura en una babosa sonrisa.
“Hola hijo” me dijo el monstruo en un susurro profundo, demasiado grande para su cuerpo.
Sin saber qué decir me pegué aún más contra la pared. Otro escalofrío recorrió mi pequeño cuerpo.
“¿No vas a saludar a tu papá?” preguntó mi madre.
Por alguna razón recuerdo mi respiración silbar durante esos instantes. Como si mis vías aéreas se hubieran encogido y petrificado por la frigidez que me invadía. El duende extendió sus manos.
“Ven y abrázame Jacinto” murmuró como la tempestad. “Me has hecho tanta falta.”
Todo lo que pude hacer fue esconderme bajo las sábanas, lloriqueando por la madre que parecía poseída por aquel siniestro espejismo, en el que la imagen de mi padre escondía de sus ojos al espantoso ser que venía a buscarme.
“¡Jacinto me haces el favor y te sales de ahí!” escuché a mamá reclamarme entre dientes.
“Shhh tranquila” le pidió el trasgo, “no hace falta tanto lío.”
Transcurrieron varios segundos de silencio, acompañados por aquel silbido de mis pulmones. Pasos de las otras dos personas en la alcoba rondaban a mi alrededor.
“¿No te vas a poner la pijama?” preguntó entonces mamá.
Algo se subió a la cama. Sabía, sin verlo, qué.
“Ando agotado Laura” dijo el susurro de caverna. “Jacinto y yo tenemos que dormir.”
El trasgo se recostó a mi lado. Incluso a través de las sábanas sentí su respiración, aterrizando en mi rostro. Olía bilis con moho, a un animal orgulloso de su pestilencia.
Mamá prosiguió a encerrarse en su baño, y la cosa a mi lado se acercó aún más a mi. El grosor de las sábanas y el edredón era la única distancia entre su rostro y el mío.
“Te quiero tanto Jacinto” me dijo el trasgo, en un cuchicheo afín a un chasquido. “Tanto, tanto… siempre te querré, siempre te protegeré y jamás escaparás de mí cuidado. Seas quien seas, eres parte de mí. Qué niño tan bueno eres…”
El duende prosiguió chasqueando. Pocas veces mi padre me ha dado tales palabras de apoyo y cariño, pero al provenir de las entrañas de este engendro sonaban más un secreto siniestro. La entrega de un cadáver con el que ahora debía cargar.
“Para.. por favor para…” le imploraba al monstruo.
“¿Por qué? Quiérete cómo yo te quiero. Deberías estar orgulloso de tí, de tener a tu mami, a tu hámster, a tus amigos, a tu equipo de béisbol. A mí.”
Justo entonces sonó el timbre de la casa, y el duende calló.
La puerta del baño rechinó, como hace siempre que es abierta, y escuché los pasos descalzos de mi madre salir de la habitación y bajar las escaleras hacia el primer piso.
También continuaba escuchando la respiración de esa cosa a mi lado.
El cerrojo de la entrada se abrió, y la voz de mi verdadero padre retumbó calmadamente por las paredes de nuestra casa.
“Hola, disculpa que no llamé para avisar pero es que-”
“Francisco… ¿pero cuando volviste a salir?'' le interrumpió su esposa, incapaz de ocultar su confusión.”
La cosa extendió sus brazos.
Sigilosamente los sentí rodearme y alargarse lentamente, para cubrir cada parte de mí.
“¿De qué hablas Laura?”
El trasgo me abrazó, y comenzó a estrujarme.
Fuerte. Muy, muy fuerte.
“¡Te acabo de ver arriba Francisco! ¡Acostado al lado de Jacinto!”
No podía respirar. Me era imposible soltar el alarido qué desesperaba por salir de mis pulmones. Mami y Papi no sabrían que necesitaba de su ayuda.
“Quédate conmigo, querido niño” me silbó al oído la criatura. Sus brazos enanos parecían enormes, invencibles. Con cada intento de inhalar me apretaba más.
Una estampida de pasos subió las escaleras a toda velocidad. Las voces mis padres me llamaban, pero carecía de aire para responderles, y nubes negras se formaban en mi visión. Sólo quedaba en mí esa corriente gélida, y miedo.
Llegué a escuchar a papá y mamá entrar a su alcoba y chillar de terror antes de perder el conocimiento.
Todo lo que aconteció aquella noche lo recuerdo como una pesadilla. Difuso e incontrolable, pero vivo.
Mis padres, por su parte, alegan que casi todo es una fabricación de mi memoria infantil.
Que jamás pensaron que algún intruso había reemplazado a mi padre. Que yo dormía en su cama porque tenía fiebre y escalofríos. Que una serpiente tragavenados había entrado a la habitación y enrollado su cuerpo alrededor del mío, en un momento en el que mis padres bajaron a cenar. Que el reptil por poco acabó con mi vida.
Pero aún no sé si creerles.
No ayuda que su habitación permaneció cerrada con llave por un largo tiempo. En ese interín el estudio de mi padre asumió las funciones de recámara maestra.
Y así como sospecho que esa criatura que me acechó fué real, también presiento que sigue entre nosotros. Que espera con paciencia para regresar.
Hace un par de meses, mi hijo de doce años visitó a mis padres y se quedó a dormir con ellos. En medio de la noche me llamó, profundamente alterado. El terror lo había forzado a salir de la vivienda para hablarme desde la acera, aún en sus prendas de dormir.
“Algo se me montó encima papá” me contó.
A través de la llamada podía sentir su respiración entrecortada, casi silbante.
“Me decía una y otra vez ‘te amo te amo te amo te amo’... y me dolía.”
Permanecí en silencio por largos segundos. Sin saber qué decirle.
“¿Papá?"
“Yo también sufro mucho de pesadillas” le respondí finalmente. “Trata de dormir, y cualquier cosa me vuelves a llamar, ¿te parece?”
Mi hijo aceptó la sugerencia, y agradezco a la vida que hasta ahí se quedaron los sucesos de aquel fin de semana.
No debo ser el primero que le oculta la verdad a sus hijos. Sigo asumiendo que eso mismo hicieron mis padres, sólo que ahora creo entender qué los condujo a esa decisión, así como a jamás renunciar a esa narrativa.
A veces, el tormento de la realidad es más tolerable cuando se entiende por partes. En pedazos distorsionados, incompletos.
En fragmentos que estorben el regreso de lo más terrible de este mundo a nuestras memorias.