La última semana del último mes en que mi padre estuvo con vida fué, quizás no por coincidencia, también la última semana del año.
No fué fácil convencer a la clínica que lo dejaran pasar las Navidades con sus seres queridos. Su estado era crítico, y debían monitorear su salud constantemente. Pero aquel argumento también sirvió de catapulta para la refutación de mi madre.
“¿Qué más queda por monitorear? ¿Cómo se termina de morir el pobre hombre, lejos de su hogar y de su familia?”
Y con eso el hospital proveyó el transporte y dos enfermeras, para que mi padre regresara a la granja donde crió a mis hermanas, a mi persona y algunos miles de cochinos.
Quisiera haber hablado más con él. Fuimos cercanos, pero no puedo escapar la sensación que me robé la oportunidad de entablar nuestras mejores conversaciones, de hacerle las preguntas de verdadera importancia.
Apenas podía mantener los ojos abiertos durante la víspera de Navidad, así como a la mañana siguiente. Ni siquiera el barullo de sus nietos, corriendo a su alrededor, parecía inmutarlo. Papá estaba intoxicado por analgésicos y el sopor de la muerte.
Hoy en día creo que tan sólo ahorraba fuerzas.
A las cinco de la tarde del lunes veintiséis de Diciembre, mi padre emergió de su habitación vigoroso, atento. Caminaba sin la asistencia de una enfermera o la andadera. Fuí el único que contempló esta insólita salida, estupefacto.
“Ah, Rodrigo: te estaba buscando.”
Papá sostenía algo en sus manos: un pequeño paquete, envuelto en un colorido trapo.
“Sígueme. Tengo que mostrarte algo.”
Aunque hubiera sido sensato detenerlo e insistir que regresara a cama, también es cierto que tenía meses sin ver a papá así de animado, así de vivo, y no consideré justo cercenar esa breve resurrección de su espíritu. De forma que hice como dijo, y lo seguí a las afuera de la casa.
La luz del Sol siempre pega de una forma peculiar cuando atardece en ese campo. Simula haber perdido su calor, pero lo que el astro carece de calidez lo compensa con brillo. Toda planta, roca y superficie parece vivir para promulgar la incandescencia de aquella luz enceguecedora, en sus momentos finales antes de la llegada de la noche.
A través del inmisericorde resplandor, entrecerrando los ojos, atravesamos la propiedad. A mitad de camino, papá se detuvo y me cogió por los hombros.
“Prométeme que siempre celebrarás Navidades y año nuevo acá, con tu madre” me exigió, con una firmeza incapaz de esconder su desesperación “Que llueva, truene o relampaguee pasarás estos días en este lugar, el terreno que te vió crecer, rodeado de los únicos que verdaderamente te conocemos.”
Su mirada parecía traspasar mis retinas, para sacudirme el alma con sus dos grandes manos.
“Te lo prometo papá.”
Nuestra breve caminata concluyó en la entrada trasera de la pocilga, donde decenas de cerdos viven revolcándose entre ellos. Algunos siempre logran, de maneras que no comprendemos, zafarse de su jaula y rondar a las afuera del corral, sin nunca alejarse demasiado de él.
Papá miró a su alrededor, cerciorándose de que nadie nos hubiera seguido. Comenzó entonces a desenvolver el colorido paquete en sus manos.
“Hijo, esto que ves acá es un regalo.”
Mi padre sostenía un tractor de juguete, junto a tres papas horneadas y una lata de leche condensada. Todos envueltos en la franela que usaría un niño de diez años.
“El último lunes de todos los años, una visita viene a buscarlo. Llega a la 6 de la tarde, cuando el Sol empieza a esconderse.”
Señaló entonces un lugar en la tierra.
“Debes llegar un poco antes, poner el regalo acá, entre la pocilga y el árbol, y esperar a que llegue a retirarlo. Es importante que lo veas llevarse el regalo.”
La explicación de mi padre sólo había logrado inundar mi mente de confusión.
“Pa, ¿de qué diablos hablas? ¿Conocemos a esta persona?”
“No, sólo yo la conozco, como en su momento sólo supo de ella tu abuelo… y pronto sólo sabrás tú, y algún día sólo sabrá tu hijo…”
Mi viejo detectó que quería hacerle más preguntas, así que aprovechó a interrumpirlas.
“Sé que todo esto es extraño, pero las pocas veces que yo o mi padre rompimos esta tradición, el año nuevo trajo consigo desgracias, mala cosecha, enfermedades en nuestro ganado, amistades rotas…”
“Papá, son puras superstici-”
“¿Te acuerdas de esa época en la que tu madre perdió varios embarazos?”
Cómo no iba a recordarla, fué sin lugar a dudas el período más áspero de mi niñez. Su sola mención logró silenciarme. Y en el caso de papá le quebró la voz.
“Todo mejoró a partir del momento en que volví a obsequiar a este hombre” resumió mi padre, con lágrimas empañando sus ojos amarillentos. “Tus hermanas nacieron, pagué mis deudas, volví a tener un grupo de amigos. Quisiera jamás haber roto la tradición.”
Colocó entonces el tractor, la leche condensada y las papas horneadas en la tierra, sobre aquella franela de algodón azul y amarillo.
“Es un hombre, vestido de negro y con una especie de bolso. Trata de no verlo a los ojos, y no le hagas preguntas. Si te da las gracias, tú respóndele con silencio.”
Papá me abrazó. Fué el último abrazo que me dió estando de pié.
“Yo tampoco sé quién o qué es esta persona, pero necesito que hagas esto todos los años. Sin falta.”
Por segunda vez ese día, le hice una promesa a mi padre
“Ahora hijo, regresa a casa” concluyó. “Debe estar por llegar, y sólo una persona puede recibirlo.”
Sin saber qué más decir, o si podía decirlo, comencé mi retorno al hogar, sintiéndome tan triste como confundido.
Papá murió dos días antes de año nuevo. Mi hermana lo encontró desplomado sobre la mesa del comedor. Suponemos que su cuerpo, simplemente, se apagó.
Así que al año siguiente, tal como le prometí al viejo, mi familia y yo regresamos a su granja, a celebrar las fiestas navideñas junto a mamá y mis hermanas. Y, más en un acto de conmemoración que de obligación, horneé tres papas y las envolví en una franela de fútbol, junto a una lata de leche condensada y un peluche con el colorido de un arcoiris.
Llegué a la entrada trasera de la pocilga unos diez minutos antes de las seis de la tarde, donde fuí recibido por tres puercos fugitivos que merodeaban alrededor de una carretilla. El Sol menguante ardía sobre el mundo con la misma intensidad de aquel atardecer del año previo.
Y para mi sorpresa, contra esa luz, vi el contorno de una figura salir de una arboleda cercana, y acercarse a la pocilga.
Entrecerré los ojos, pero la persona andaba justo enfrente del Sol. Parecía cargarlo en sus espaldas. Sólo cuando alcanzó el árbol más cercano al corral, pude distinguir algunos detalles esenciales de su apariencia:
Camisa negra, pantalón negro, sombrero negro.
El visitante continuó avanzando, y recordé entonces que no debía mirarlo, así que bajé el rostro y retrocedí. Apenas podía ver donde había dejado el juguete; el mismo punto en donde se detuvo el hombre.
Hubo una pausa alargada, en la que sentí que el forastero inspeccionaba mi obsequio. No pude evitar preguntarme si le había desagradado.
Entonces escuché al tipo vestido de sombras formar un corpulento gargajo, el cual escupió sobre el peluche. El arcoiris en su pelaje ahora estaba ungido en una flema negra como el carbón.
“Mío” susurró el hombre, con una voz de quebradizo hormigón, al mismo tiempo que recogió el muñeco y los víveres.
Esperé varios minutos, a partir de que dejé de escuchar sus pasos, para alzar la cabeza. Sólo yo y los tres cochinos permanecíamos atrás de la pocilga.
Tal como dijo papá, el año siguiente fué provechoso y positivo, al igual que los tres años siguientes en los que, nuevamente, cumplí con entregarle la ofrenda al hombre de negro.
Pero esta historia no es sobre aquellos Lunes donde todo se dió como esperaba.
Es sobre el Lunes en el que hice todo mal.
Sufría de un espantoso catarro. Tenía días, casi semanas, sin poder apreciar el sabor de la comida y mi cabeza parecía estar abarrotada de algodón. Mi mente sólo daba para desear sentirme mejor. Como una viuda que con el tiempo va olvidando llevar flores al difunto marido, poco había pensado en preparar la prometida ofrenda.
El 26 de Diciembre desayuné huevos revueltos, rodajas de naranjas y un exceso de jarabes antigripales, sin recordar que ese era el primer día de la semana final de Diciembre. Los efectos somníferos de las drogas casi me llevaron a olvidar por completo a donde debía estar a las seis de la tarde.
Pero afortunadamente llegué, con quizás quince minutos de antelación. Tomé asiento en un viejo taburete de metal y me dispuse a esperar.
Ya pronto llega y puedo regresar a cama, me reafirmé, desesperado por seguir descansando.
No predije que me quedaría dormido ahí y entonces, incluso con el Sol encandilando mi rostro.
Me levanté en pánico. El recuerdo de donde estaba, de lo que debía hacer, me sacudió desde mis sueños.
Ya era de noche, y la más intensa oscuridad ocultaba mis alrededores. Ni siquiera era capaz de divisar las estrellas en el horizonte. A mi lado escuchaba ligeros movimientos: los cerdos permanecían fuera de su corral.
“Maldición, maldición, maldición…” me repetía a mí mismo, al mismo tiempo que entraba a la pocilga para encender las luces y obtener algo de visibilidad.
Al pasar el interruptor di la vuelta, y casi me desvanezco del sobresalto.
El hombre de negro seguía ahí, parado al lado del árbol. Enmarcado por el brillo de las lámparas que escapaba por la puerta trasera.
Debió haber pasado horas ahí, aguardando a que despertara, con la compañía de esos tres cochinos que aún rondaban a su alrededor.
“Disculpa… ¿tienes tiempo espera-?”
Detuve mi propia pregunta en seco, pues recordé el énfasis de mi padre en no hacerle preguntas al hombre.
Mas sí olvidé que no podía mirarlo, y sin el Sol a sus espaldas pude lo detallé: lo poco que asomaba de su piel la revelaba seca y amarillenta, como un pergamino. De sus espaldas colgaba un saco de oscura tela.
Había también algo extraño sobre su rostro, pero permanecía encubierto por la sombras nocturnas, y el ala de su sombrero.
Escuché entonces el llanto de un bebé.
No sabía de dónde venía, pero estaba ahí, con nosotros.
“Tiene hambre” dijo el visitante.
Su saco. Entendí de inmediato que el lloriqueo provenía de una criatura que cargaba en su saco.
De la misma forma que yo aún cargaba el regalo entre mis manos.
Tímidamente, pero con prisa, lo coloqué en el punto habitual en la tierra. Como en años pasados, el hombre se acercó y cubrió mi obsequio con su negra baba.
Pero a diferencia de las ocasiones pasadas, alzó su rostro, su mirada encontró la mía, y por primera vez encaré su rostro.
El semblante de un hombre con tez marchita, sin labios que cubrieran su mugrienta dentadura, ni parpados que resguardaran sus negros ojos.
No podía retroceder, por más que quería. Su mirada me atravesaba, de la misma forma que me perforó la de mi viejo durante la tarde donde me enseño a cómo ejecutar la promesa que acaba de romper.
“Más nunca quiero venir” dijo el visitante, antes de darse la vuelta y marchar de regreso a la penumbra de la arboleda.
Al menos velo para asegurarte de que se lleva el regalo, me demandé a mi mismo.
Y fué por ello fué que obtuve un vistazo del crío que cargaba en sus espaldas.
De todo lo que ví esa noche, me atormenta lo que ahí ví, asomado entre las envolturas de ese trapo. El bebé era pálido, famélico y extraordinariamente arrugado.
Me tomó un par de segundos comprender que su faz era la de un anciano.
Tenía la cara de mi padre.
Viéndome a medida que regresaba a la oscuridad de la que había sido cargado.
No sé el significado de todo lo que ví aquella noche, o de la gravedad de la pérdida que mi traspié habrá desencadenado.
Pero han pasado tres años desde entonces, y tampoco han llegado las calamidades que con tanta agonía anunció mi padre.
Las continúo esperando, sin saber si estas se acumulan para caer sobre mi cuando menos lo espere, bajo la forma de una desgracia irreparable, o si los temores de mi viejo tan sólo aplicaban a él. Que su única forma de asegurar que yo aplacaría sus terrores fué convertirlos en parte de su herencia.
Navidad tras Navidad, sigo dejando regalos sobre la tierra, durante el transcurso del último Lunes de Diciembre. Nadie los recoge; a veces los coloco a las seis de la tarde de otros días del año, a ver si ese ser se dispone a regresar.
Me preguntó por qué cargaba a ese asqueroso engendro con el gentil rostro de mi padre.
Me preguntó si a mi, o a mi hijo, o a mis nietos nos tocará quedar al cuidado del visitante de negro, una vez termine nuestro tiempo en esta tierra.
Debí haber hablado más con papá.