La siguiente anécdota debo contarla desde dos perspectivas. Primero la mía, y luego la de mi madre, y por último de nuevo la mía. Porque creo que esta es una historia de lo que vemos, y lo que no, y por ende de lo que sabemos, y de lo que no.
Mis abuelos solían tener una cabaña en New Hampshire, la cual visitábamos todas las vacaciones. No es la casa más grande o lujosa, pero sin duda es mi favorita: infinitamente acogedora y cálida, rodeada por altos pinos y un silencio bastante especial. No había nada como 3 semanas en ella para despejar la mente.
Mamá era la única a quien no le encantaban nuestras estadías ahí. Le bastaba una semana en el vecindario arbolado para bajar la revoluciones y sentirse lista para escapar a algún destino más turístico, como Miami o Nueva York. Ella siempre fue una persona muy citadina.
Una vez, me confió lo que verdaderamente le inquietaba de estar inmersa en medio de la naturaleza: la apertura de nuestras vidas.
“Me siento expuesta a cualquier bicho o alimaña” me explicó. “Puede que vivir en una ciudad me haya vuelto paranoica, pero jamás me he sentido cómoda durmiendo en un lugar donde cualquiera puede entrar, tal cual Pedro por su casa.”
Tuve que darle la razón. A excepción de la puerta principal, cuyo cerrojo era más una decoración que una herramienta, el resto de las entradas a la propiedad eran livianas puertas corredizas, seguidas por tan sólo una malla para los insectos. El espíritu comunal en los pueblos pequeños tiende a ser uno de confianza, ajeno a preocupaciones por el crimen o intrusos. Simplemente, la desconfianza parece no ser recibida en esos lares.
Incluso recuerdo la reacción de mis abuelos cuando su porche trasero fué visitado por una camada de osos negros: la abuela continuó preparando el desayuno, y el abueló rió sin despegar su vista del crucigrama en el periódico.
Pero el comentario de mamá quedó conmigo, y súbitamente, pasé de sentirme amparado por la altura de los pinos, a sentirme vulnerable a sus otros pobladores. Debe ser por eso que me asusté tanto aquella noche, cuando entré a mi cuarto a buscar mi gameboy.
Un hombre, pálido y enorme, estaba asomado en mi ventana.
Corrí a buscar a Gustavo, mi hermano mayor, y la única otra persona que tampoco se había ido a dormir. Apenas entró a la habitación que compartíamos se tuvo que arrodillar, para poder reír sin despertar al resto de la familia.
La visión de ese rostro, quieto y espectral, no provenía del oscuro bosque al otro lado de la pared, sino de adentro de la casa.
Era el reflejo de una camisa, la primera de la ropa recién lavada que mamá había apilado sobre un banco adyacente a la ventana. La prenda era negra, con la imagen impresa y a escala de Michael Myers, el infame asesino enmascarado de Halloween, una de esas películas de terror que tanto le gustaban a Gustavo.
Yo también me reí. Ese espanto ridículo había sido suficiente para sacudir mis incipientes reservas sobre los habitantes que merodeaban en ese bosque que tanto disfrutaba. Los días siguientes volví a dispersar con alegría mi atención, y omitimos por completo contarle a mis padres sobre el incidente con el reflejo en la ventana.
Aunque ahora sé que, probablemente, debí haberlo hecho.
Es aquí cuando debo saltar a la perspectiva de mi madre.
Había sido un largo día. Pasamos toda la mañana y tarde en la playa de un lago, y luego fuimos a una pizzería la cual adoramos. Mamá, después de aplicarle aloe vera a las espaldas sonrojadas de Gustavo y mía, esperó a que durmieramos para bañarse y tratar su propia insolación. Completada toda esta operación, se dispuso a leer un poco antes de dormir. Papá estaba afuera de la habitación, viendo un programa sobre la guerra de Vietnam.
Se tuvo que recostar con muchísima lentitud para achicar el ardor que le había infligido el Sol. Una vez sentada, cerró los ojos y suspiró. Se recordó a sí misma que tan sólo faltaba una semana para visitar nuestro siguiente destino, Chicago, al mismo tiempo que admitía que, por esta noche, le agradaba el silencio del bosque.
Buscando su marca libros en la novela, sintió algo de reojo. A pocos metros de ella, en la ventana que encaraba el pie de su cama.
No quería despegar sus ojos de la página, ni de los párrafos que en el momento sentía como una maraña de letras y oraciones donde anclar su mirada. Pero podía ver, enfrente de la vista que durante el día daba a matorrales y a un nido de azulejos, una forma pálida. Pegada del vidrio, interrumpiendo la oscuridad.
Antes de alzar su rostro, apretó un puñado de la cobija, tal cual el enfermo que muerde un pedazo de cuero antes de ser operado sin anestesia. Fuera lo que fuera, quería asegurarse que no la viera descontrolada, ni permitirse a sí misma caer en el desquicio.
Se sintió ridícula al mismo instante que por fin encaró la ventana: asomado en ella estaba Gustavo, blandiendo una mueca infantil para asustar a mamá. Se había deslizado fuera de nuestra habitación a través de una de esas puertas corredizas.
“Pero bueno Gustavo, ¿me quieres matar del susto?” dijo mamá, conteniendo las ganas de reírse junto a su hijo de su propia cobardía.
Fué entonces que lo vió, acercándose velozmente hacia mi hermano.
“Era un hombre enorme” cuenta mamá hoy en día, usando siempre la misma descripción. “Un tipo de piel muy muy blanca, de pelo rojo y cachetón. Estaba desnudo, y lo que más recuerdo son sus ojos… me pareció que eran negros y las pupilas más claras, como amarillas.”
Mamá soltó un grito, y papá entró en la habitación blandiendo el atizador de la chimenea. Al ver al intruso atrapar a Gustavo, corrió sin titubeos a la ventana, la abrió de golpe y saltó afuera al mismo tiempo que abalanzó el instrumento de hierro contra el hombre.
Papá corrió con toda su alma tras el fisgón, pero según él ya era demasiado tarde. Había escapado hacia la oscuridad con una rapidez inalcanzable, llevando consigo a su hijo mayor.
“Aún me repugna su risita” sigue diciendo papá. “Era la risa de un niño travieso, y arrastró a Gustavito como si fuera su muñeco de trapo.”
Por días, semanas y meses la policía levantó cada hoja y cada roca en búsqueda de alguna pista que diera con el paradero de Gustavo, y de este asqueroso ser. Pero tras una larga investigación quedaron con las manos vacías, y nosotros con un familiar menos.
Aquí es donde la historia retorna a mi perspectiva.
Yo casi estuve ahí, presente en el momento exacto del rapto de Gustavo.
Inspirados por mi incidente con el reflejo de la franela, él y yo decidimos darle un susto a nuestra madre. Era una broma pesada, sin duda, pero al fin y al cabo inocente. O al menos eso pensamos.
Ejecutamos el plan al pelo: esperamos a que ella asumiera que dormíamos para escabullirnos al patio trasero de la cabaña, donde caminamos suavemente, negociando con el crujir de los arbustos, hasta la ventana de mamá. No sé porqué pensamos que ella lo encontraría divertido.
Gustavo se acercó al vidrio y echó un vistazo adentro, antes de susurrarme con malicia infantil las últimas palabras que escuché salir de su boca.
“A la cuenta de tres, nos asomamos con una morisqueta cagante.”
Así no más empezó a contar, y al tercer número nos asomamos. Yo eché los ojos para atrás, así que no sé qué clase de cara puso él, pero apenas escuché a mamá eché a correr de vuelta a nuestra habitación, riendo con satisfacción por nuestra pequeña treta.
“Pero bueno Gustavo, ¿me quieres matar del susto?” llegué a escucharla decir, y me sentí complacido porque sólo Gustavo saldría regañado.
Sin saber que, meros segundos después de mi fuga, mi hermano mayor sería arrebatado por alguien o algo, y que jamás volvería a verlo.
Aún no sabemos qué se lo llevó. Si algún pervertido ermitaño, o un ser siniestro que el bosque aún no nos había revelado, y que sólo mamá había presentido acechandonos.
Sonará raro, pero hubiera preferido haber estado ahí, cuando esta cosa se robó a mi hermano.
Quizás pudiera haberlo defendido, o haberle avisado de que algo se acercaba a nuestras espaldas. O al menos hubiera compartido con mis padres un último vistazo de él. Una mirada nítida de cómo se esfumó de nuestras vidas.
Así no soportaría por mí sólo la carga de asumir que Gustavo simplemente desapareció, sin la ayuda de una memoria que me ayude , de una vez por todas, a aceptar su partida.