Pulso



- Recuento de Bárbara, planeadora de eventos -

Ilustración de Flores Solano

En muchos sentidos, busco a un hombre que siga el ejemplo de mi papá. No puedo ser la única mujer que lo ha pensado.

Soy la menor de tres hermanas, y nuestro padre nos proveyó un hogar lleno de cariño, familiaridad, honestidad y apoyo.

Pero, más que nada, de protección. Papá nos hacía sentir seguras, resguardadas. Era un tipo sereno, pero inamovible en sus convicciones. Y eso siempre lo hizo alguien intimidante, incluso cuando tantos lo querían por su espíritu bonachón y tranquilo.

Ansío, desde hace mucho tiempo, volver a sentirme así de protegida.

Ayudaba también que papá era un hombre enorme, de esas personas con huesos de mamut y palmas en las que la mayoría de las manos se pierden al estrujarlas.

Pero al buscar de quien enamorarme, poco me importa que tenga la estatura y porte de papá. Mas bien estaría interesada en alguien que, indiferentemente de su contextura física, me defienda con su vida. Tal como, por ejemplo, papá me defendió en la fila para comprar las entradas de Dinotropolis, un parque de diversiones en mi ciudad natal.

“Anda con cuidado, que empujaste a mi hija” le declaró al padre de otra familia, al este haberme tropezado. Fue sin duda un accidente, pero poco le importaba eso a papá. Nadie podía siquiera vernos mal si él podía evitarlo.

“Este no es tu jardín o tu sala” enfatizó papá duramente.

Tenía apenas ocho años, pero aún recuerdo el rostro pálido y boquiabierto de ese hombre. Sólo al susurrar un ahogado “lo siento” pudo liberar su mirada de la de mi padre.

Papá me acercó a él, y yo abracé su mano.

“Ven mi amor” me pidió con dulzura, “trata de no salirte de la fila.”

Esa es la clase de temperamento que busco en mi pareja: fortaleza y bondad. Y yo, que soy romántica y enamoradiza desde que tengo conciencia propia, lo sabía de pequeña. Supongo que ha sido uno de mis más profundos anhelos.

Incluso esa tarde, jugando a la ere con mis amigos del cole en Dinotropolis, mis ojos y oídos ya buscaban a algún candidato entre mis compañeros. Sé que suena extraño, pero una niña de esa edad está más obsesionada con la idea del amor que emocionada por enamorarse.

Luego de almorzar pizzas, mis amigos y yo decidimos recorrer todo el parque, en búsqueda de algún juego o atracción en donde aún nos faltaba pasar el rato.

En eso encontramos la cabaña. Una pequeña casita, de no más de dos metros cuadrados, con paredes amarillo canario, techo rojo ladrillo y sin ventanas. Tan sólo una puerta.

Me había asomado un par de veces en ocasiones pasadas, y recibido un vistazo del único ocupante de la casita sin luces. Pero nunca me había atrevido a entrar.

Ahí, cobijado por las sombras y postrado contra un rincón, había un muñeco enorme. Un peluche con la apariencia de un hombre, pero mucho más grande que cualquier persona que hubiera conocido. Había escuchado cuchicheos de cuál era el propósito de este juguete, pero fue esa tarde cuando pude verlo en acción.

Adentrados en la oscuridad de la cabañita, mis amigos desvistieron al ocupante de nylon y algodón. Su desnudez nos reveló la larga raja en su pecho, sostenida por parches de velcro. Al despegar el cierre mágico, encontramos los secretos que el muñeco albergaba en su torso: más peluches.

Peluches con la forma de órganos.

Un par de pulmones, un largo intestino, un estómago, un corazón… asumo que la función de este peculiar inquilino era enseñarle a los visitantes de Dinotropolis algo sobre la anatomía humana.

La visita a la casa se degeneró en una diversión similar a una pelea de almohadas, en donde las armas eran estas vísceras de felpa. Arrojamos pulmones y nos azotamos con intestinos, mientras su dueño desnudo nos veía desde un rincón. Descuartizado y con una sonrisa en los labios.

Y así lo dejamos al abandonar su diminuta morada: sin vestir y con las tripas apenas arrojadas en su interior, algunas de ellas hasta en el suelo.

Había algo de esa escena, de la minúscula casa sin ventanas, ocupada por ese hombre gigante, que me inquietaba.

Era como si al entrar el peluche te forzara a encararlo.

“¡Mírame!” lo escuché decir en mi imaginación, en una voz heredada de Mickey Mouse.

Pero no todas las vísceras se quedaron atrás. Uno de los chicos, amigo de mis amigos, me obsequió el corazón.

“Para tí” me informó al darme el juguete y echar a correr, lleno de emoción y vergüenza.

Sostuve el peluche robado con las dos manos. Era el primer regalo que recibía de un niño, y no podía apagar la sonrisa entre mis cachetes sonrojados.

Lo curioso es que ni recuerdo el nombre del muchacho. ¿Luis? ¿Leopoldo? ¿Laureano? Tan sólo sé que empezaba por L.

Lo sé porque lo primero que hice, al regresar a casa del parque, fue escribir en una esquinita del corazón, sobre su rojo desgastado a una especie de mediocre marrón, nuestras siglas:

B + L

Ya conmemorado mi primer amante, coloqué su obsequio sobre la almohada, entre tantos otros peluches de ositos, unicornios y estrellas que compartían mi cama. Era sin duda el más feo, pero quizás por ello el que más me gustaba.

O al menos lo fue por un par de días. Los fines de semanas pasaron, y con ellos se disipó prácticamente toda la emoción de haberlo recibido. La atención de los más jóvenes se recicla con espectacular frecuencia.

Ni por un momento consideré que no era buena idea aceptar algo que había sido robado.

Quizás por ello, muy en el fondo, no tomé completamente en serio a L. Mi papá nunca se prestaría a robar.

Una tarde, untando un sanduche con arequipe y mantequilla de maní, escuché a mi madre gritar. Su alarido provenía de alguna de las habitaciones.

“¡¿Barbarita qué es esto?!”

Dejé atrás mi bocadillo y corrí de inmediato a mi alcoba, sin la más mínima idea de que pudo haber alarmado a mamá. Tuve que apartar a mis hermanas mayores para entrar, quienes, entre risitas, fisgoneaban con una mezcla de asco y asombro.

Mi cama hospedaba un charco de sangre fresca, su oscuro tinte derramado sobre el edredón blanco y azul cielo. Todos mis peluches estaban arruinados, corrompidos de rojo.

Y entre ellos había un órgano enorme, pesado. Musculoso.

El corazón de un toro, o de una vaca, o de algún otro ser colosal.

No podía comprender lo que veía, carecía de palabras para razonarlo. Pero mamá, histérica, no tardó en elaborar una hipótesis.

“¿Quién de ustedes le robó esto al carnicero?” gruñó entre dientes a mis hermanas mayores.

Ambas estaban sorprendidas por la acusación, y la negaron rotundamente. Pero yo estaba convencida de lo mismo que pensaba mamá. Después de todo, eran ellas y no yo las que solían ayudar con el mercado, una diligencia en la que nunca faltaba una visita a la carnicería.

Mis hermanas fueron sentenciadas a limpiar el desastre, mientras mamá me llevó a comer un helado de consolación, patrocinado por sus mesadas. Regresamos a casa de noche, y no esperé para ir a comprobar el estado de mi cama.

Mi colchón ahora estaba revestido de sábanas color lavanda, y mis peluches, aunque manchados de por vida, al menos ya no estaban remojados en sangre.

Sin embargo, me percaté de que faltaba uno: el corazón. No estaba en el suelo, ni en mi closet, ni en la secadora. Ninguna de mis hermanas recordaba siquiera haberlo visto.

Hoy en día me asombra que no fui capaz de entender lo que sucedía en ese momento.

Corrí a la cocina, pensando que mis hermanas habían desechado el regalo de L por accidente, y que ni siquiera se molestaban en recordarlo. Pero tras hurgar en el pote de basura no dí con el órgano de peluche. Sólo encontré a ese asqueroso, gran corazón. Aún húmedo y brillante.

El cual, repentinamente, comenzó a latir.

De forma tan sutil que asumí, por un momento, que el latido había sido producto de mi imaginación.

Y entonces volvió a palpitar… y al cabo de unos segundos volvió a hacerlo… y nuevamente después, cada vez más rápido, cada vez con más potencia. Como si estuviera despertando.

Contemplaba esta monstruosa resurrección con la sensación de que mi propio corazón quería saltar de mi pecho. Recuerdo, incluso, que latía al compás de aquel que yacía en la basura.

¿Cómo tardé tanto en darme cuenta? Siento que permanecí minutos sentada en el suelo, hechizada por la visión.

Pero eventualmente comprendí que mi peluche no se había perdido. Tan sólo se había transfigurado en este palpitante adefecio.

Y con esa realización en mente, pensé en el muñeco gigante de Dinotropolis.

Lo imaginé en su cabañita, tornándose en carne y hueso entre las sombras. Recogiendo sus vísceras del suelo, ahora calientes y viscosas.

Alistándose para salir a buscar el único órgano que le faltaba.

No sé por qué, quizás por miedo a que algo le pasara, pero extraje el corazón de esa bolsa llena de porquerías, lo subí a mi habitación, y lo escondí en mi armario. Esperando que así me vendría alguna idea de qué debía hacer con el músculo.

Transcurrí muchas horas en esa espera, sin poder dormir. Escuchando al corazón latir a través de la puerta de mi closet.

Latir… latir… su pulso sonaba como caminar a través de un espeso fango…

Pasos… pasos… pasos...

Así fue cómo imaginé los pasos del muñeco, ahora transformado en hombre. Lo visualicé caminando en las calles, atravesando jardines y colinas, acercándose más y más a mi casa.

No quería que me encontrara con su órgano en mi armario.

A hurtadillas bajé el corazón y lo coloqué sobre una toalla al lado de la entrada de nuestra casa, acurrucado entre las altas raíces de un roble.

“Ahí lo encontrará” pensé, “y cuando lo tenga se irá tranquilo.”

Volví a subir a mi cuarto, decidida a revisar en la mañana si el corazón permanecía en nuestro jardín frontal. No tenía muchas expectativas de que el miedo me permitiría conciliar el sueño, pero tampoco sabía que eso no sería lo que me mantendría despierta, al igual que al resto mi familia.

Al rato de volver a acostarme, papá apenas regresaba a casa.

Él solía trabajar hasta muy tarde, a menudo hasta pasada la media noche. Llegando a nuestro hogar, vió a un hombre al lado del roble del roble. Un hombre enorme, de extraordinaria estatura.

Vivíamos en un callejón oscuro, así que mi padre nunca llegó a distinguir su expresión. Pero el individuo no se movía. Parecía aguardar la llegada de papá.

Y cuando este lo confrontó por acosar su propiedad, el gigante se le lanzó encima. Papá aseguraba que jamás había recibido puños de semejante fuerza. El dolor fue tal que perdió el conocimiento, aceptando que le tocaba morir.

No tuvo oportunidad de gritar por ayuda hasta que entró a casa. Sus alaridos implorando auxilio nos despertó a todas. Era la segunda vez que había visto tanta sangre en todo el día, ahora arruinando su camisa de vestir. Sus ojos hinchados apenas podían abrirse.

Y mientras mamá hablaba con la policía por teléfono, papá temblaba, abrazado por sus tres hijas. Creo que quería llorar.

Ese fue el preciso momento cuando murió en mí la coraza protectora que sentía al lado de mi padre, y que dio nacimiento a nueva angustia: las ansias de volver a sentirme protegida por otro hombre, el cual aún no he encontrado.

Sólo recientemente le conté a mi familia acerca del corazón de peluche que me fue obsequiado, y cómo desapareció meras horas antes del ataque. Pero sin importarles mi grado de sinceridad, coincidieron con lo mismo que me repetí durante años: todo fue una extraña y terrible coincidencia.

No obstante, sucedió algo más que pone en duda su incredulidad, y la mía.

Aunque han pasado varios años desde que Dinotropolis fue cerrado al público, pude regresar una última vez, meras semanas después del incidente con papá.

Mi grupo de amigos visitó nuevamente por la cabañita sin ventanas, donde nos aguardaba el muñeco y sus órganos. Mis compañeros no tardaron en desvestirlo y separar el velcro de su pecho.

El corazón estaba de vuelta.

No quise sacarlo. Tan sólo arrimé los pulmones de algodón para inspeccionarlo de lejos, mientras los demás se divertían con los intestinos.

B + L

La tinta del marcador seguía fresca.

Y las iniciales de los nombres permanecían en esa esquinita del tejido marrón rojizo.

B + L