Puerta



- Recuento de Eugenia, diseñadora de interiores -

No soy la única persona que ve a la oscuridad como aquel universo donde es observada, sin poder saber por quién o qué. Y en nuestro apartamento en Caracas, cada noche sentía la mirada de un par de ojos perpetuos, vigilando cada uno de mis movimientos.

Por ello, una vez mi tía me ofreció un recordatorio para moderar mis temores a fantasmas y espíritus escondidos entre las sombras:

“A los muertos no hay que temerles. Todos se quedan en el cielo, en el infierno, o bajo tierra.”

Pero con la crisis que quebró a mi país, Venezuela, parecía que sólo los difuntos permanecían inmóviles. Nuestros seres queridos velozmente se marchaban, y tras ellos llegaba el fenómeno de la oscuridad, y de las ausencias. Nuestros vecindarios estaban cada vez más carentes de algún rostro familiar, y la falta de electricidad sumió las calles en tinieblas que, poco a poco, fueron alcanzando nuestras residencias. Después de todo, no hace falta encender la luz de las recámaras abandonadas, donde ya no habitan sus dueños.

Y así fue que las noches más oscuras, de la mano con los vacíos en el hogar, se convirtieron en los inquilinos que suplantaron a quienes se fueron de casa.

Hace varios años, regresaba tarde de un cumpleaños. Al abrir la puerta de nuestro apartamento, fui recibida por una escena conocida: todas las luces apagadas, y nuestro hogar sumido en absoluto silencio.

Jamás me agradó esa calma, la cual llegó con la partida de mis hermanos. Apenas emigraron la casa se sintió desierta. Y expuesta a las presencias malignas que tanto temía.

Obviando por completo las palabras de mi tía, crucé la sala oscura a toda velocidad. Apenas dí mi primer paso en el estar, el rostro somnoliento de mi madre se asomó para verme llegar.

Su audición jamás fue la mejor, pero incluso ella podía escuchar a alguien pasando por ahí. El piso de madera, cuyas tablas se hinchaban con los cambios de temperatura, ofrecía una orquesta de rechines al caminar sobre él.

Mamá me saludó con un aviso de que tomaría una pastilla para dormir. Por su parte mi padrastro, Carlos, se despidió con el mismo consejo que me ofrecía todas las noches.

“Recuerda cerrar tu puerta con llave. Que si alguien entra al apartamento, ese es una barrera adicional entre tu y ellos.”

Y por supuesto, lo ignoré. Como sólo la juventud me lo permitía.

Al rato, ya con el maquillaje removido, la pijama puesta, y los párpados pesados, le mandé un último mensaje a uno de mis amigos en el extranjero. Coloqué el celular en mi mesa de noche, y me acosté viendo hacia mi ventana. Siempre reposaba así para darle la espalda a esa penumbra que llegaba una vez se apagaba mi única compañía por las noches: la televisión de mi habitación, en mute y con timer.

Justo entonces, escuché varios rechines. Alguien caminaba por el estar.

“Mamá y Carlos deben estar yendo a la cocina a buscar agua” pensé, antes de recordar que mi madre tomó un somnífero, y ya debía estar durmiendo. Pausé antes de voltear hacia la entrada de mi habitación.

El destello del televisor difuminaba los detalles, pero aun así note que la puerta de mi cuarto parecía estar un poco abierta.

Como si alguien hubiera dado vuelta a la manilla, y apenas dislocado la cerradura del marco.

Intentando convencerme de que fui yo quien no la había cerrado por completo, y de ignorar que estaba asustada, retorné mi vista a la ventana. Pero esos pasos, deambulando junto a chirridos por el estar, me hicieron voltear de nuevo. Lo que ví me hizo hiperventilar.

La distinguía con total claridad. La delgada franja negra de una sigilosa ranura. El brillo de mi televisor no podía ocultarlo: la puerta estaba más abierta que antes.

Me forcé a volver a darle la espalda. “Respira Eugenia,” me decía a mi misma, tratando de serenar mis latidos acelerados. “A los muertos no hay que temerles. Esto debe ser una brisa, o quizás mi padrastro, jugándome una broma pesada.”

Pero de ser una broma no me causaba nada de gracia. Le envié varios mensajes de WhatsApp a Carlos, pero ninguno llegaba. Debía tener el celular apagado. Alcé una vez más mi mirada hacia el umbral, y un grito se atoró en mi garganta.

La puerta había sido abierta de par en par.

Y tras ella sólo había oscuridad. Esas tinieblas absolutas que observan todo.

Sin pensarlo dos veces, me levanté de la cama y corrí hacia la habitación de mi mamá.

“¡¿Quién está ahí?! ¡¿Quién está ahí?!” gritaba repetidamente, pretendiendo sonar valiente. Apenas mis dedos alcanzaron su manilla le di vuelta al cerrojo.

Pero no cedía. Volví a intentarlo. Nada.

El terror me impidió recordar que mi padrastro sí cerraba su puerta con llave.

Súbitamente, sentí un brillo que me hizo voltear.

Lo que más se quedó conmigo de esa noche, fue su quietud. Cómo me observaba sin decir nada.

La figura era mucho más alta que yo, y tenía una luz que emanaba de su pecho. Jamás pensé que un fantasma tendría ese aspecto... pero mis ojos velozmente corrigieron a mi imaginación:

Era una persona de carne y hueso, y el brillo provenía de la pantalla de un celular.

Grité por ayuda y golpeé la puerta por varios segundos eternos. La luz de ese teléfono me impidió detallar la apariencia de esa sombra parada al lado mío, quien sólo contemplaba mi pánico en silencio, como si tratara de inspeccionarme. Con una calma que aún me perturba.

De la nada la puerta cedió, una mano agarró un puñado de mi pelo, y fui jalada dentro de la habitación. Mamá me lanzó a un lado, y cerró su puerta con llave. Era evidente que su instinto materno estaba en una lucha campal contra los efectos del somnífero.

“Alguien se metió en nuestra casa.” dije apenas entré a la recamara.

Mamá y Carlos se miraron el uno al otro.

“¿Estás segura que no estás soñando Eugenia?”

“No mamá, te digo que lo vi: Hay alguien en la casa.”

Sin decir nada, Carlos se dirigió a su clóset y sacó algo que no supuse que tendría: un revólver, el cual disparó varias veces por la ventana para ahuyentar al intruso.

Más tarde, las cámaras de seguridad revelaron que el hombre que me iluminó con su celular era tan sólo uno de cuatro más que entraron. Los oficiales de policía descubrieron huellas de sus manos y zapatos alrededor de la ventana de mis hermanos.

No robaron mucho, tan sólo una laptop anticuada, unos bolsos y algunas películas. Quién sabe qué más querían.Sin embargo, las cámaras revelaron algo más: ellos invadieron nuestra casa mucho antes de yo llegar del cumpleaños, y por un largo rato permanecieron sentados de lado a lado en la cama de mis hermanos. Tan sólo viendo la pared.

Esa escena me persigue: los cuatro intrusos pasando horas en esa habitación, a pocos metros de nosotros, sin mover ni un músculo. Aguardando a que todos durmieramos. Si para mí la oscuridad es un temor, para ellos era su hábitat natural. Uno donde podían espiar a su presa desde las sombras, incluso ante una puerta abierta de par en par.

Nunca sabré qué entretuvo su mente durante esa espera, pero ya sé que el terror más puro no pertenece a los fantasmas que se ocultan en la oscuridad, por más que aún crea en ellos.

No hay que tenerle miedo a los muertos. Es a los vivos a quienes debemos temerles.