Unas tres horas tras cederle el volante a mi compañero Facundo (con quien ya no tengo mucho contacto), vino a mi mente una súbita realización: nunca me han gustado los animales.
Perros, gatos, caballos, tiburones… ni siquiera de pequeño me llamaron la atención. Los veía, más bien, como alimañas; un tigre blanco me era igual de insignificante que una hormiga. Puede que los pericos lograron, en alguna ocasión, entretenerme con su imitación del habla humana—sólo para eventualmente también aburrirme con su truco de esquina. En más de un tráfico infernal mis padres divisaron algún camión, atascado con las vacas que llevaba al matadero.
“Me encanta la carne, pero pobrecitas” lamentaba siempre mamá, con un toque de humor que suavizaba su sincera compasión por las terneras.
Por mi parte, me importaba poco si se dirigían hacia una vasta pradera o hacia los labios de la guillotina. Y con “poco” quiero decir “nada”. Eran peso muerto, otra vértebra en las colas de carros que tanto desesperé por escapar.
Veinte años después, me convertí en uno de los conductores a cargo de trasladar animales a su temprana muerte. Apenas escuché la oferta del empleo supe que era el candidato ideal: llevar decena, tras centena, tras decena de vacas, gallinas y puercos al matadero. ¿Podría haber un trabajo más gratamente aburrido para un joven que, en ese entonces, necesitaba dinero para ir a la playa con sus amigos?
Los viajes más largos duraban toda la noche, por lo que eran asignados a dos conductores. En los dos meses que llevaba conociendo a Facundo ya había conducido, al menos, cinco veces a su lado. Era un tipo de pocas palabras; serio pero educado. En nuestros breves ensayos de conversación me quedaron claras dos cosas: que le caía mal, y que compartíamos una apatía—necesaria para nuestra labor—hacia las bestias que no fueran humanas.
Pero aquella noche—la de esta historia—me di cuenta que lo mío no era sólo apatía. Tras pasar horas olfateando la peste de la tropa de cerdos que remolcábamos hacia su ejecución, entendí que mi indiferencia era, en realidad, desprecio.
Acepté que lo mío no era que los animales me aburrieran, o que se me dificultase comprenderlos. Simplemente me parecían sucios, torpes, incompatibles con todo lo útil y eficaz de nosotros, las personas. Y ahora que nos menciono, también reconocí lo mucho que me irritaba la pasión de otros por “los animalitos”. Me sacaba de quicio su tendencia a humanizarlos, sobretodo cuando hay tantos miembros de su propia especie que tratarían como menos que humanos. Detrás de la sombra de cada chihuahua vestido de falda, consentido con masajes y dietas de pato con pollo, nuestra comunidades olvidan—como polvo barrido bajo la alfombra—al mendigo harapiento, sin higiene y con sólo basura que comer.
Quisieran muchos pordioseros ser uno de los puercos en este camión, refunfuñé en silencio.
“¿Sabes cuánto falta para la siguiente gasolinera?” preguntó Facundo, interrumpiendo la ebullición que ardía en mi cabeza. “Me estoy cagando”.
Sabía perfectamente cuánto faltaba, y que a Facundo no le gustaría conocer la respuesta. Se la dí de todas formas: un poco más de dos horas. Mi compañero maldijo bajo su aliento, y le ofrecí pararnos a ver si aliviaba sus entrañas en el monte. Con tal: era tarde, estaba oscuro, y cada vez eran menos los carros que pasaban por la carretera.
“Ni de vaina” gruñó, “lo último que necesito es que me pique el culo una cascabel.”
Facundo me preguntó si podía, más bien, dejarme el volante por el resto del tramo, pues le ayudaba no tener que concentrarse en manejar. No tuve problemas con ello; más bien, pensé que me convenía poner mis pensamientos a buen uso, y no en servicio de la molestia dedicada a los cochinos en el camión.
Al bajar del vehículo, para estirarnos y hacer el cambio, me percaté de lo oscura que estaba la carretera. Sabiendo lo que aquello significaba, alcé la mirada y me tomé un momento para ver las estrellas que sólo se asoman lejos del brillo de la capital. Reencontrarme con aquel firmamento era, sin duda, mi parte favorita de mis viajes al matadero. Volverme uno con la noche y contemplar, en silencio, la escarcha sobre nuestras cabezas, inhalando el aire fresco y virgen de la naturaleza—lleno de toda clase de posibilidades.
Mas una vez cogí el volante, la oscuridad que afuera había disfrutado tomó otro tinte.
Ahora que era el piloto, las tinieblas parecían haberse espesado. Puede que haya sido engaño de la mugre que empolvaba el parabrisas, pero la carretera—carente de luces viales—parecía sumergirse en negro apenas finalizaba el alcance de los faros del camión—de unos diez o doce metros.
“¿Esto sí que está oscuro, oyó?” dijo a los pocos minutos mi copiloto, haciéndome saber que no era el único asombrado por la negrura.
La vía parecía, también, hacerse cada vez más solitaria. Innumerables veces la había recorrido en los pocos meses que llevaba transportando ganado, pero con cada metro se me hacía más desconocida. Apagué la música y me incliné al inmundo parabrisas. Ya no eran cascabeles lo único que me preocupaba que saltara del monte. Empecé a imaginar algún buey o caballo entrando al camino y destrozando el camión de mi empleado, escondido por aquella lobreguez que no era niebla, pero que parecía las entrañas de una oscura nube; la más terrible en una muda tormenta.
A menos de una hora de la gasolinera Facundo se inclinó también hacia el parabrisas. Como yo, parecía tratar de ver hacia adelante. Pensando que sus ganas de ir al baño estaban cobrando lo mejor de su paciencia, le aseguré que estábamos cerca de la estación.
No me respondió. Por varios segundos, Facundo sólo continuó atravesando su mirada a través de la mugre del parabrisas y el petróleo de la oscura noche. No le dí mayor importancia, hasta que Facundo finalmente contestó.
“Pégate a la izquierda, Román” me pidió, señalando hacia su lado del camino con un ligero brinco de la cabeza.
No apuntó a serpientes, ciervos o toros. Al lado de la maleza que acompañaba el camino había alguien. Caminaba hacia nosotros.
Sólo cuando mis faros alcanzaron al caminante, pude ver que era una mujer. O al menos eso parecía: una larga melena escondía su rostro, un velo tan oscuro como las sombras por las que andaba. Su menudo cuerpito estaba revestido por un vestido blanco, parecido a la bata de un hospital.
Supe que no podía detenerme a preguntarle qué hacía una muchacha andando sóla por aquellos lares, o sugerirle que buscara un rumbo “sin tanto carro pasando” para caminar—especialmente a esas horas. Algo lamentable de mi país, Venezuela, es que uno debe ser tacaño con la compasión. Nunca se sabe si la persona por la que uno se detiene, con la intención de ayudarla, es la carnada de un grupo de maleantes para robar o secuestrar.
Sin bajar la velocidad, el camión pasó de largo a esta mujer de blanco. Ni en el diminuto instante en el que los faros la hubieran encandilado dejó de andar.
“Pobrecita” dijo a los pocos segundos Facundo. “Como que una loquita se escapó de su casa.”
Asumí lo mismo, al mismo tiempo que sentí, sin explicación alguna, una nueva urgencia de llegar a la gasolinera. Quedaban, quizás, cincuenta minutos de recorrido.
Pisé el acelerador un poco más, negociando entre un terrible (pero inexplicable) presentimiento, y el buen sentido de conducir con cuidado. Los minutos—que corrían como fango en un reloj de arena—pasaban, con sólo el metálico traqueteo del camión ocupando el silencio entre Facundo y yo. Asumí que mi compañero trataba de dormir, hasta el momento en que se enderezó de golpe y volteó hacia atrás, para ver por su ventana de pasajero.
“¿Qué pasa? ¿Se salió un cochino?” le pregunté. Alguna vez uno logró empujar su pata por las rendijas, y llegó tan cojo al matadero que tuvo que ser sacrificado en el mismo camión.
Facundo permaneció en silencio. Lo ví frotar sus ojos y bajar su ventana, la cual no abrió ni un par de dedos cuando su pasajero volvió a subirla. Sólo ayudado por la poca luz de la radio, y el reflejo de los faros, podía ver que Facundo estaba pálido, tenso y con la mandíbula apretada.
“¿Qué pasa chamo?” volví a preguntarle, extrañado.Facundo volvió a mirar atrás, antes de rebotar su mirada hacia mí.
“Es que la ví correr hacia nosotros” dijo, sin tener que aclarar de a quién se refería.
Pensé que el tipo hablaba estupideces, que me jugaba una broma. Pero su respiración parecía acelerarse con cada segundo, e incluso intentaba arrimarse lejos de su ventana; aquella que estaba del mismo lado donde habíamos visto a la mujer, al borde de la carretera.
“Sé que no me crees, pero la ví bien” insistió ante el silencio de mi respuesta. “La loca esa estaba pegadita al camión, tratando de agarrarlo.”
Le insistí a Facundo que estaba cansado, y que la noche era bien oscura, y que la mujer—sí, cómo no—también me había dado escalofríos, con su maraña de pelos negros y su vestido blanco. Sobretodo, le insistí que manejábamos a casi ochenta kilómetros por hora.
“¡Esa es la vaina, coño! ¡La caraja corría rapídisimo!”
No quería creerle, pero me costaba negar que mi copiloto estaba sinceramente espantado. Y que su espanto, sinceramente, era contagioso.
“Bueno… revisemos los seguros” sugerí, buscando formas de validar lo que Facundo había visto, y de comenzar a calmarlo. Mas apenas volteó para asegurar su puerta, brincó cual hubiéramos manejado sobre un policía acostado.
“¡Ahí está! ¡Mira Román!”
Mire de reojo su retrovisor.
No ví más que el costado del camión, y el halo de luz roja sobre la tierra que seguía su camino.
“Te prometo que ahí estaba.”
“Ya Facundo… ya vamos a llegar. Recuerda que el llano espanta.”
Trataba de sonar desinteresado y razonable, al mismo tiempo que soltaba el acelerador. En el poco tiempo desde que Facundo me contó lo que había visto, inconscientemente había subido la velocidad del camión otros diez kilómetros por hora. Al mismo tiempo que descendía la aceleración, la respiración de Facundo parecía calmarse, y el traqueteo del aparataje se serenaba.
Transcurrieron, como mucho, diez minutos de esa supuesta calma, cuando escuchamos el primer golpe dentro del remolque.
No le di importancia. Con tal, no era el primer impacto que escuchaba desde el comienzo del recorrido.
Pero pronto le siguieron otros golpes. Igual de fuertes que el primero—más toques con peso que “golpes”—al hierro de la jaula de los puercos. Divagando de un lado del armazón, al otro. Lentos y constantes.
“¿Los escuchas también?” preguntó Facundo.
Los toques eran firmes, decididos. Los animales que teníamos de mercancía callaban a su alrededor, ensordecidos por su suave impacto, en un silencio se esparcía por el remolque como la plaga. Y el silencio, y los golpes, parecían acercarse hacía la ventanilla que se abría a nuestras espaldas.
Fue así que entendí que lo que escuchábamos eran pasos. Acercándose.
“Facundo… Facundo…” imploré en susurros, “asómate a ver.”
Mi copiloto tampoco quería ver a través de la ventanilla, o descubrir quien rondaba dentro del camión juntos a nosotros y los cochinos; apuesto que en ese momento se arrepintió de ceder el volante y dejar de ser quien tenía—debía—que mantener los ojos en la carretera.
Facundo abrió la guantera, de la que sacó una linterna y la barra bloqueadora del volante: algo con qué ver a través de la ventanilla, y algo con qué defenderse. El camionero inspeccionó el cargo desde su asiento, mientras azotaba los barrotes del cargo con la barra.
“¡A ver! ¡¿Quién anda ahí?!” Gritaba entre golpes.
Continuó castigando las paredes y alumbrando el interior del remolque por varios minutos, reiterando su pregunta con más y más fuerza.
“¡Sal! ¡Sino paramos el carro y te reventamos!”
Silencio. Ni siquiera los cerdos parecían gruñir o inmutarse por los alaridos de Facundo. Paré el camión a un lado del camino, y le dije a mi compañero que continuará inspeccionando. Con el motor apagado, parecía que ni la noche se atrevía a respirar.
“¿Quién está ahí?” gritaba y gritaba Facundo. Tras varios minutos, el retumbe de los palazos contra el metal y el estruendo de las preguntas continuaban siendo los únicos sonidos en el cargamento. Ambos acordamos–bajo pretextos de modestia y cordura–que no valía la pena bajarnos a inspeccionar. No había por qué–nos decíamos–entregarnos a terrores sin sentido.
Pero incluso tras reencender el motor y retomar nuestro rumbo, los dos camioneros nos mantuvimos en silencio. Atentos y con los oídos abiertos, por si algo había evadido nuestra inspección. Y fue así, con ese miedo y esa disposición, que la escuchamos. Detrás de nosotros, detrás de la ventanilla.
Respiración.
Largos respiros. Inhalaciones, tan fuertes que parecían robarnos el aire. Exhalaciones, rozándonos las nucas como los dedos de una telaraña.
Respiración, tras respiración. Evitaba, a toda costa, posar mi mirada en el retrovisor.
“Román, ¿cuánto falta para la gasolinera?” susurró Facundo, como si cargara nitroglicerina en las muelas.
Sabía por qué preguntaba. Yo también quería alejarme de ese camión, el cual sólo se encontraba a unos cinco minutos de la gasolinera; poco más de quince si la distancia la corríamos un par de pesados veinteañeros.
Así que eso hicimos: abandonar el vehículo y correr, sin pensar siquiera en qué sería de los puercos que dejábamos atrás. Sólo cuando llegamos a la estación—un pequeño puesto, con una sóla bombona y una casita para una familia de seis —me permití vomitar del cansancio.
Al contarle al dueño de la gasolinera y padre de esta familia lo sucedido, asintió con calma y claridad.
“Ah, es que no son los únicos que la han visto…” dijo. “A cada rato la ven por ahí, por donde llegaron.”
Le preguntamos si sabía quién era esta mujer, pero el gasolinero se encogió de hombros. Nadie tenía idea, mas que lo que sí se sabía, es que esa vereda no se atravesaba de noche. Y que caminarla–o correrla, como Facundo y yo acabábamos de hacer–era peor que manejarla. Según el gasolinero, no eran pocos los que habían quedado locos de por vida, debido a aquella pequeña gracia e imprudencia. Todo esto se sabía en la empobrecida zona.
Y sin embargo, un vez recobramos el aliento y Facundo finalmente usó baño, le pedimos al gasolinero que nos esperase mientras íbamos a buscar el camión. El vehículo y su mercancía eran importantes, después de todo.
“No hermano” saltó a respondernos, “ni se le ocurra. Dejé la gandola ahí y búsquela en la mañana.”
Aseguramos que seríamos rápidos, pero el hombre se interpuso en nuestro camino, y hasta su mujer se le unió a insistirnos que esperásemos a los primeros rayos de Sol. Nos aseguraron que, de quedarles cervezas, hasta nos darían un par de botellas para pasar la espera; en su lugar nos dieron lo que quedaba de un pote de café, viejo y helado.
A las pocas horas, cuando el cielo comenzaba a ceder espacio al pálido gris de la madrugada, Facundo y yo caminamos de vuelta al camión, que seguía estacionado en diagonal a la carretera. Desde afuera parecía que cargaba paja o frijoles, y no decenas de puercos. La quietud del remolque nos hizo pensar que nada en su interior permanecía con vida.
Pero al abrir las compuertas, los cachetones hocicos de los puercos voltearon hacia nosotros, ilesos e intactos. Por primera vez desde que empecé a conducir a los mataderos, abría un remolque lleno de sobrevivientes. Algo me dice que, de ser humanos los que hubiéramos pasado la noche en su lugar, esta historia sería muy diferente.
Facundo y yo no hablamos de esto con nadie; puede que por vergüenza, o por que no sabíamos cuando volveríamos a atravesar aquel tramo de carretera. Años después, las pocas veces en las que hemos coincidido, alguno revive una versión de la misma pregunta:
“Entonces… ¿Crees que fue la mujer, la que vimos caminando, la que se metió en el camión?”
Recordamos también—durante aquellas breves ocasiones—la idea que tuvimos de dejar a dos de los cochinos huir al monte: crear la excusa de que escaparon a mitad de camino, para dejar a un par revolcarse por algún charco de la pradera. Nos parecía lo más justo: devolverle a la naturaleza dos de sus puercos, por perdonarle la vida a dos camioneros.
Pero tras pensarlo bien, descartamos la idea y volvimos a cerrar el remolque, para llevar a todos y cada uno de los marranos al degolladero.
Deducimos que, de dejar a dos cochinos escapar, la muerte que encontrarían sería, sin duda, más cruel que la que les propiciaría la guillotina. Entregarlos al llano sería dejarlos a merced de la crueldad de las bestias, alimañas y abominaciones que ahí hospeda. Condenarlos, cual camioneros en rumbo al matadero.