Pradera



- Recuento de Matthew, periodista -

Canadá es un país donde los fantasmas y lo inexplicable son creencias, como mucho, menguantes. La modernidad ha arrancado de raíz cualquier convicción social en espectros o eventos supernaturales. Por eso creo que lo que me sucedió cuando era niño sólo pasa en lugares como el diminuto pueblo donde crecí, en la provincia de Ontario.

Todos vivíamos en la misma calle, un pedazo de carretera en medio de granjas y cultivos. Amé crecer ahí, en una comunidad compenetrada y pacífica, cercano a la naturaleza y distanciado de la ciudad.

Una tarde el abuelo de James, mi mejor amigo, invitó a todo el pueblo a una parrillada. Era un cálido día de verano, y al poco rato de llegar con mis padres, James y yo nos apartamos del grupo para ir a jugar en un bosque cercano.

Caminamos por un largo rato, adentrándonos más y más entre los pinos. El bosque tenía un área donde los árboles despejaban la tierra y revelaban un tajo cubierto de grama, similar a un pequeño campo. Ahí lanzamos una pelota, creando más y más distancia entre nosotros para hacer el juego más difícil y emocionante. Al aburrirnos nos sentamos a la sombra de los árboles más cercanos, aquellos que marcaban el reinicio del bosque que rodeaba ese pedazo de pradera.

Ahí permanecimos sentados y hablando por un rato. Era hasta los momentos un día cualquiera de vacaciones, cuando James volteó su mirada distraída hacia la pradera, y captó algo en la distancia.

“Hey, ¿quién es esa?”

Del otro lado del pequeño campo, saliendo de donde el bosque volvía a iniciar, alguien caminaba hacia nosotros. Una mujer.

Era mi mamá.

Me levanté para ver mejor. Mamá cubrió sus ojos del sol con una mano, tratando de vernos mejor, y nos saludó con la otra. La saludamos de vuelta, y le preguntamos qué hacía aquí, pero no contestó. Sólo continuó caminando hacia nosotros, sonriendo. Se había acercado lo suficiente para poder detallar sus ojos entrecerrados por el sol, y sus mejillas alzadas por esa sonrisa.

De repente aceleró el paso.

“¿Mamá qué haces?”

Volvió a acelerar el paso, y a pocos metros de alcanzarnos, empezó a correr. Sus ojos entrecerrados se abrieron como platos y extendió sus brazos hacia nosotros, jamás dejando de sonreir.

Sin entender lo que sucedía, James y yo echamos la carrera. Reíamos con ese miedo juguetón que tienen los niños al perseguirse entre ellos. Saben que están jugando, pero tienen miedo a que los atrapen.

Regresamos a la parrillada a toda velocidad, en menos de quince minutos. Un grupo de adultos, notando nuestra agitación, preguntaron qué habíamos hecho en las últimas horas. Les contamos haber visto a mi mamá en la pradera, y de cómo ella corrió a perseguirnos. Los rostros de todos nuestros oyentes se llenaron de confusión, al mismo tiempo que del otro lado del jardín escuché la voz de mamá.

“¿Qué están diciendo Matthew?¿A quien vieron?”

No la habíamos notado antes, pero ella ya estaba ahí, sentada en una mesa. Tenía consigo un plato con hamburguesas y mazorcas de maíz, que me había preparado para cuando regresara de jugar.
Repentinamente, cualquier emoción de diversión en James o yo desapareció.

Nuestros familiares y vecinos, alarmados, nos pidieron un recuento detallado de lo sucedido, haciendo énfasis en que diéramos una descripción exacta de la persona que nos había acosado. Pero mi amigo y yo coincidimos en que, sin duda, era mi mamá a quien habíamos visto en la pradera.

Pensando que jugábamos con su preocupación y paciencia, descartaron nuestra anécdota y la catalogaron como una “travesura infantil”. Sin embargo, quizás por precaución, todos acordaron terminar la parrillada antes de oscurecer, y de informar al sheriff y al guardaparques local de que habíamos visto a una persona extraña a la comunidad en los alrededores.

Esa noche, como a las 3 de la madrugada, sonó el teléfono de mi casa. Mis padres se levantaron, confundidos. No recuerdo ninguna otra ocasión donde alguien nos haya llamado tan tarde. Me desperté cuando mamá atendió.

“¿Aló?... Phil, hola. ¿Está todo bien?”

Phil era un vecino muy cercano a nuestra familia. Le dijo algo a mamá que logró hacerla sonar súbitamente más despabilada.

“No. Hemos pasado toda la noche en casa, ¿por qué?”

Mamá escuchó en un silencio extendido su respuesta, antes de caminar velozmente a mi habitación, y a mi cama. Yo pretendí seguir dormido.

“No, acá está. Sano y salvo” dijo mientras acarició suavemente mi pelo.

Dió unos pasos de regreso a la puerta de mi cuarto, donde sostuvo el resto de la breve conversación telefónica. Incluso con los ojos cerrados podía sentir que no paraba de verme.

Al trancar, papá se acercó a ella. Hablaron en susurros, así que no pude distinguir todo lo que se decían, pero sí la urgencia y temor en sus voces. Papá se vistió rápidamente y salió de la casa. Mamá, después de asegurar todas las puertas y ventanas, se sentó en mi cama. Fingí que me despertaba y le pregunté qué pasaba.

“Tu papá salió a ayudar al señor Phil a buscar a alguien que se perdió en el bosque. Tú tranquilo, duerme”. Incluso a esa edad podía sentir que luchaba por no sonar preocupada.

Pasaron largos momentos. Mamá permaneció sentada a mi lado, mirando mi ventana. Creí que estaba a punto de caer dormido, cuando lo escuché:

De lejos, desde lo profundo del bosque, algo me llamaba.

“Matthew…”

Me levanté, e instintivamente volteé hacia mi mamá. Sabía con tal sólo ver su rostro que ella también había escuchado esos gritos serenos, nombrandome.

“Matthew…”

Mamá tomó de mi mano. Los dos reconocimos perfectamente de quién era esa voz en el bosque: suya. 

Nunca me ha embargado un terror semejante. Ahí, sentada al lado mio, me abrazaba la mamá que siempre había conocido, cuidándome. Y afuera alguien, algo, con su misma voz, me buscaba.

Los dos permanecimos en silencio, petrificados ante los alaridos lejanos.

“Matthew… Mathew… Matthew…”