Hoy en día Diana tiene un gran matrimonio.
Hace ocho años contrajo matrimonio con una peste llamada Pedro, a quien todo el mundo llamaba “Perico” por su capacidad de hablar como una cotorra. Era un tipo fanfarrón y altanero, nacido sin la capacidad de cerrar el hocico, o de reservar sus opiniones personales.
La cosa es que Perico se las llevaba bien con algunos de mis mejores amigos, así que inevitablemente aparecía en varios de nuestros planes. No sólo era un imán de eventos sociales y fiestas, lo cual bastaba para seducir a la mayoría de nuestro grupo, sino que además llegó a amasar una moderada fortuna, lo cual conllevó a que (casi) todos aprovecharan sus asistencias para hacer negocios con el tipejo.
Es probable que mi desprecio a su persona se perciba exagerado. No culparía si alguien asumiera que deriva de los celos, tomando en cuenta el estatus social de Pedro. Pero, y sin ánimos de sumirme en la arrogancia que tanto le critico, tiendo a ser una persona paciente y clemente; mi profesión de psicólogo me lo exige.
Es sólo que, como todo buen oyente, he refinado mi capacidad de distinguir cuando las palabras de alguien son chatarra; y las de Perico valían menos que la distorsión de un televisor.
Sobre todo me molestaba las razones de su vanagloria, y el que mi círculo social fuera encantado por ellas: comercios ilícitos y lucrativos con altas figuras de la dictadura Venezolana, estafas descaradas, uno tras otro romance con muchachas que pudieran tener la edad de una hija suya.
Puesto de forma más sencilla: Perico se creía el más inteligente, el más vivo y el más digno de pisotear a los demás. Hablaba convencido de que se había ganado esta, una gran vida.
La cosa es que su esposa, Diana, vivía desterrada de esa existencia.
Verán, Diana es paralítica. Perdió la movilidad del cuello para abajo luego de un accidente de ski, en Montreal, con apenas dos años de haber contraído matrimonio con Perico.
Sin embargo, Diana jamás perdió las cualidades que la hacen un gran partido, o una gran persona: la ligereza de su humor, la calidez de su espíritu y su agudeza intelectual.
“Al final, le gané al diablo” me dijo una vez, en lo que pensé que era una broma aunada de autoestima y optimismo. “Porque no hay cama ni cárcel que atrape a mi mente. Ella puede viajar a donde le dé la gana.”
Disfruto conversar con ella, incluso más que antes del accidente. Adoptó intereses y recreaciones que profundizaron su personalidad, como el cine, el canto, la música, la historia rusa, y el espiritismo.
En particular me parecía curiosa esa última fascinación, a la cual se entregó devotamente. Supuse que, a través de un vínculo con el más allá, la imaginación de Diana se liberaba de la cama donde existía, postrada.
También me impactó cómo no permitía que su condición coartara las ganas de vivir de su esposo. Pensaba que limitarlo a quedarse siempre a su lado lo sofocaría, y terminaría alejándose de ella.
“Y de todas formas” aseguraba. “Mi alma siempre lo acompaña.”
Incluso encarando la difícil situación de Diana, ella hacía el esfuerzo de obsequiarle a su amado la libertad de disfrutar su día a día, tal y como lo hacía antes del accidente.
Pero Pedro jamás la mencionaba, y hasta removía su anillo de matrimonio cuando estaba fuera de casa. No podía permitir que una paralítica rebajara el mito de “el gran Perico”, quien vivía en grande y se llevaba a todo el mundo por delante; siempre acompañado de alguna noviecita para su entretenimiento, mientras su esposa lo esperaba en casa, para quererlo.
Creo que he hablado suficiente sobre esta persona. Ahora me toca contarles lo que sucedió aquella noche, en el restaurante de carnes “La Estancia”.
No me enteré, sino hasta llegar al recinto al que fuí invitado por mis amigos, que la ocasión era para celebrar el nuevo gran logro de Perico, quien de paso pagaría la cena. Quería largarme, pero tenía tiempo sin ver al resto de mi grupo, así que decidí llenarme de paciencia, y comer.
Morcillas, churrasco, arepitas fritas, whisky y cerveza… era un banquete bochornoso e inadecuado para un martes por la noche. La única mujer presente era el cacho del momento de Perico: una estudiante de comunicación social a quien llamaremos Carola, pues ni me acuerdo de su verdadero nombre.
“Ajá, les tengo que contar cómo me robé la lotería” anunció al rato Pedro, invocando la atención de (casi) toda la mesa. “Si uno sabe cómo son las vainas, tiene claro acá la plata se hace con el gobierno, y más con la minería. No tienen idea de la cantidad de piedras preciosas que aún se trasquilan en esta vaina.”
La verdad, eso es un secreto a voces; pero el séquito de perico pretendió recibirlo como la noticia del siglo. Yo sólo me ocupaba de disfrutar una chistorra, intentando no aburrirme.
Alcé la vista en búsqueda de un mesonero, y me paralice. No daba crédito a mis ojos.
Tenía años sin ver a Diana caminar, pero ahí estaba, plasmada en la pared espejos que demarcaban la habitación privada del restaurant.
Su reflejo andaba lentamente alrededor de la mesa, inspeccionando a sus comensales. Llevaba puesta una dormilona color crema.
Justo cuando su mirada encontró la mía cruzó un pilar, y desapareció.
A los segundos me di cuenta que había olvidado respirar. Miré a mi alrededor, en búsqueda de otros rostros estupefactos que no logré hallar. Únicamente yo había presenciado esta visión.
Revisé mi bebida, el único whisky que había pedido en toda la noche, y el cual solicité extremadamente suave para ni acercarme a una intoxicación.
Perico continuaba hablando, exponiendo otro de sus negocios sucios.
“Y las cosas quedaron claritas: les vendería tres cajas de diamantes de 0.2 quilates, al precio de 0.5” explicó casi relamiendo su labios. “Estos tipos del gobierno igual ni tienen idea.”
El público carcajeó ante la aparente astucia de este ladrón, a quien su niña le estampó un beso en el puño. Por mi cuenta yo sólo buscaba alguna jarra aún con algo de agua, tratando de excusar aquella visión de Diana que, innegablemente, había visto.
Un mesonero se percató de mí y acercó un jarrón de vidrio, lleno hasta el tope.
“Este es el país de los vivos” afirmó Pedro con gusto. “Quien diga lo contrario es un cagado.”
Tomé el jarrón, y nuevamente la ví, a través del vidrio y del agua.
Podía notar que su imagen refractada me sonreía, parada esta vez detrás de su esposo, quien le retornaba un beso grasoso y glotón a aquella muchachita con quien la traicionaba.
Diana volvió a esfumarse apenas bajé la jarra, nuevamente sin llamar la atención de algún otro comensal. Respire profundo, tratando de serenarme y esbozar alguna hipótesis psicológica basada en mi profesión.
Decidí también no comentarlo. Quería permitir a ese fenómeno volver a manifestarse, para estudiarlo y evitar cualquier burla que pudiera conllevar mencionarlo.
Y así, sin dar crédito a mis ojos, observé cómo cada vez que Perico hablaba estos atajaban un vistazo, lento o veloz, de Diana: en algún reflejo de aquellos largos espejos, a veces sentada entre nosotros, muchas veces tan sólo atravesando pesadamente aquella nube de humo.
Había aceptado la existencia de este fenómeno, mas sin saber qué decir para explicarlo.
Pero sí sabía qué decir sobre los alardes de Perico. Por más extraño que fuera ver a Diana ahí, su presencia me recordaba más y más a la mujer que este imbécil abandonaba día y noche para deshonrar. Mi paciencia se había agotado.
“En esos tres días hice más plata que en todo el año” celebró otra vez Perico, y la gente volvió a reír con él. Llevaba toda la noche celebrando su capacidad de robo, seguido por la adulación de mis compañeros.
Pedro notó entonces que, por primera vez desde que nos sentamos, lo veía fijamente. Sin reirme, casi sin pestañear. Probablemente jamás me dió su verdadera atención, sino hasta ese momento.
“¿Y a este qué le pasa?” preguntó desafiante. ¿Te parezco tan bonito, pedazo de marico?”
Yo reí a medias. Diana reapareció, esta vez justo detrás de su esposo.
“Es que me percaté de que nadie preguntó si compartiste esta noticia con tu esposa” le aclaré.
La mesa entera calló. Uno de mis amigos me gritó con la mirada que me detuviera, y la mueca jocunda de Perico se desplomó en un charco de confusión.
“¿Mi esposa?”
“Sí, tu esposa” afirmé. “Esto es un tremendo logro y hay que compartirlo con tu casa. Tus padres, los primos, los hijos... y bueno la esposa.”
Parecía que Pedro, sonrojado y sudoroso como la jugosa punta trasera que había recién devorado, sostenía la mano de Carola para evitar desmoronarse de la vergüenza.
Diana y su sonrisa se desvanecieron al momento que insistí una vez más en mi punto.
“Te digo esto porque es importante que estas cosas se queden en la familia, ¿sabes?”
Sin decir una palabra, Perico se levantó de la mesa y se largó del restaurante, dejando atrás hasta a su invitada. Y sin saber que más nunca volvería a dirigirnos la palabra.
El grupo entero me reprochó casi a gritos mi impulso, y por poco me obligaron a cubrir la cuenta que, al final, dividimos entre todos.
Pero yo estaba profundamente agradecido con esa visión de Diana, por haber invocado en mí el enojo necesario para callar, de una vez por todas, a su marido.
Poco sabía que tal silencio sería perpetuado esa misma noche.
Esperando a que abriera el portón de su residencia, un grupo de hombres armados en dos carros interceptó a Pedro y lo forzaron a salir de su vehículo. Ahí, en el pavimento justo en frente de su casa, fue golpeado y pateado casi al borde de la muerte. No tomaron ninguna de sus pertenencias, lo que indica que el ataque fue retaliatorio, y seguramente un acto de venganza por las incontables estafas de el gran Perico a las personas equivocadas.
Y justo antes de abandonarlo ahí, malherido y en el suelo, uno de sus asaltantes sacó un revólver y le disparó en el rostro.
Sonará inverosímil, pero Pedro sobrevivió el ataque. Su mandíbula, en cambio, fue totalmente demolida por la bala, y con ella la legendaria capacidad de habla del gran Perico.
El tipo al que tanto detestaba cambió completamente luego de su recuperación. Se tornó en alguien confiable y más contemplativo. No le quedó de otra.
Pero su mayor transfiguración se dió en su relación con Diana. Hoy en día la acompaña, la incluye, y seguramente comprende por qué es afortunado de que siga queriéndolo.
El silencio, en todos los sentidos, salvo su alma y relación.
Una vez, muy a mi sorpresa, fui invitado a un brindis por su aniversario. En algún momento Diana me señaló que me acercara, desde el sillón donde disfrutaba su celebración. Quería decirme algo que, hoy por hoy, me da a pensar que lo que presencié aquella noche en el restaurant no fué un simple espejismo, ni un engaño de mi subconsciente.
“Te tengo que dar las gracias” me susurró. “Sabía que, de todos los que estaban en esa mesa, serías tú el que le daría el sacudón a Pedrito.”
En el momento sólo pude verla con confusión a ella, la mujer cuya parálisis no podía encadenar a su mente.
“Mira lo bien que estamos ahora” continúo diciendo. “Quién sabe si seguiríamos juntos de lo contrario.”
Y no puedo negarlo: Hoy en día, Diana tiene un gran matrimonio.