No tengo mucho que decir o interpretar sobre esta extraña ocurrencia. Quizás sólo que nuestras vidas, en especial la de Alejandra, son mucho mejores hoy en día.
Ale, mi hermana mayor, acababa de abortar en la capital. Su novio, la razón por la que había dejado atrás el pequeño pueblo que yo nunca he abandonado, la convenció de que era la mejor decisión para los dos. Sus carreras estaban despegando, y el pulso rampante de la gran ciudad no daría tregua a una pareja que se había embarazado a destiempo.
Mi hermana me llamó la noche antes de la operación, insegura.
“No sé Titi” me confesó. “Ya incluso veo a un niño en la calle y me provoca abrazarlo, para protegerlo.”
“Pero marica si no quieres no lo hagas. Esa es tu decisión.”
“No bueno, ¿pero qué quieres? ¿Que deje de trabajar y Simón se ponga a matar tigres? Es más: le estaríamos haciendo mal a ese bebé. Los hijos sienten la frustración de sus padres.”
Le dije que me avisara al salir de la clínica. Al día siguiente, cuando recibí su llamada, esperaba escucharla catatónica, o absolutamente devastada.
Pero Ale sonaba, más bien, en un apuro.
“Ya listo” me dijo, entrando al ascensor. “Horrible chama, pero es lo que tenía que hacer. Ando saliendo a buscar a Simón, ya te llamo.”
Cinco minutos después su nombre volvió a aparecer en mi celular, repicando.
Sus gritos distorsionaban el sonido de mi auricular.
“Lo mataron Titi” sollozó en agonía. Sé que jamás volveré a escuchar una desesperación así de cruda.
“Me mataron a Simón.”
Su novio había sido asaltado por tres hombres que querían su Renault Megane. Simón trató de escapar, pero dió con el vehículo estacionado enfrente. Terminó con cinco balas en su torso y dos en la cabeza.
Mi padre viajó a la capital exclusivamente para buscar a Ale. Toda la familia sabía que ella necesitaba estar en casa, en un lugar donde pertenecía, rodeada de los suyos. La Alejandra que entró por nuestras puertas, tres días después del asesinato, no parecía más que su bosquejo en papel cebolla. La cáscara vacía de alguien que había olvidado la sensación de una sonrisa.
Durante las próximas semanas mi hermana mayor dormía acompañada. Por nuestra hermanita, por mis padres o por mí. En las noches se levantaba de golpe, tratando de abrazar a alguien que se escurría de sus sueños. Sus lamentos ahogados también despertaban a quien fuera compartía su cama, y pasábamos el resto de la oscuridad abrazándola, para evitar que se elevara hacia las tormentas del dolor.
Ale no comía, ni tenía fuerzas para hablar. Pasaba todo el tiempo tirada, a menudo sin cambiar sus pijamas por días. Ducharse la hacía sentir mejor, pero resultaba casi imposible convencerla de hacerlo.
Una noche, la familia se sentó a ver televisión al lado de la chimenea. Las llamas besaban las mejillas muertas de Alejandra, quien miraba en dirección de la tele pero tenía la mente más allá del aparato, en un triste lugar que continuaba llamándola.
Decidí salir a dar una vuelta y fumar un cigarro.
Tenía décadas sin recorrer la arboleda más cercana a nuestra casa.
Años atrás una senda de tierra atravesaba su extensión (de unos ochocientos metros), pero una infestación de panales y cascabeles clausuró el pequeño bosque para mí y mis hermanas. Hoy por hoy, monte y troncos caídos ocupan lo que alguna vez fué dicho camino.
Lo cual, aquella noche, era exactamente lo que necesitaba: un lugar inconveniente de visitar, para poder aislarme. Llámenme egoísta, pero inundarse del dolor ajeno asfixia tanto el alma como las ganas de apoyar al doliente. Necesitaba un respiro, un instante donde ser yo misma y no la muleta de quien más me necesitaba.
Pausé antes de ingresar a la arboleda. Mamá había mencionado recientemente que las avispas ya no ocupaban su vegetación, y que la percusión de las cascabeles tampoco decoraban el rumor de los arbustos. Mis oídos, por su lado, eran incapaces de oír más que grillos y ranitas. Así que con linterna en mano, me adentré en ese trozo ilícito de naturaleza.
Con cautela permití que cada paso se asentara en el suelo. Que el crujir de mi peso, oprimiendo la maleza caída, me indicara que era seguro seguir adelante. Poco a poco fui cobijado por la oscuridad, y sólo la luna y las estrellas parecían acompañarme, como orbes folgorosas, o los ojos de un pescado muerto.
Compañía, pensé entonces. Si he pasado semanas acompañando a mi familia… ¿por qué me siento tan sóla? ¿Como si no contara con quien compartir el peso de este momento?
La respuesta era que, sencillamente, no contaba con quién. Desde el día del aborto no me había otorgado el permiso de ser yo misma. De no esconder mis ganas de fumar por el simple hecho que me daba la gana y me importaba más eso que evitar que el olor molestara a Ale.
Terminé mi cigarrillo, y encendí otro.
Y otro.
Y uno más.
Quería ser egoísta. Abusar de la confianza de ese tajo de bosque ermitaño que me había permitido ingresar.
A mitad del cuarto cigarrillo apagué mi linterna y volví a alzar mi vista al cielo, para impresionarme - cómo nunca he dejado de hacerlo - por cómo sus luces escarchan el firmamento. De la forma que nunca lo hacen en la ciudad.
Y fué así que escuché los primeros gritos.
Los alaridos de muchas mujeres, enfurecidas.
Venían de la arboleda. No muy lejos de mí.
Di la vuelta. A mi alrededor sólo veía el negro contorno de los árboles.
Pero algo se movía entre ellos, hacía mí. Cuerpos pesados martillaban la tierra, abalanzándose de un lado a otro.
Volví a escuchar los gritos de estas mujeres.
“¡¿Quién está ahí?!”
Me respondieron con más gritos, cada vez más cercanos. Y a ellos le siguió otro coro de mujeres en cólera, chillando a los cielos.
El espanto no me había permitido recordarme de la linterna. El temblor en mis manos me hizo difícil encenderla, pero al lograrlo su luz cayó directamente en la fuente de los deformes alaridos.
A unos quince metros de mí luchaban dos bestias, lo que parecía una cabra contra una especie de mandril.
No parecían inmutarse por mi presencia, o por el rayo de luz que acababa de proyectar sobre su combate.
Al comienzo me confundió su mera presencia en el bosque, y la furia con la que se atacaban. Había una que otra granja con cabras en sus rebaños, pero jamás había escuchado de un mono. ¿Cómo se habían escapado, y por qué peleaban así?
Fué entonces que uno de esos animales rugió. Pero en vez del chillido de un mono, o el balido de una cabra, el alarido de docenas de mujeres escapó de sus fauces. Y en retorno, la otra criatura le soltó el grito de más doncellas.
Y sólo ahí percibí por completo la horripilante anatomía de estos seres.
El rostro de esa cabra correspondía al de un lagarto. Una especie de dragón de komodo. Y la cabeza del mandril la ocupaba un enorme sapo.
Sus patas traseras, que también eran las de un anfibio, sangraban. Pedazos de huesos atravesaban su piel, como sólo lo hacen las peores fracturas.
La rana con melena alzó sus manos de mandril, tratando de sacar de balance las pezuñas del cornudo reptil. Chilló - ahora entendí que en agonía - con la voz prestada de esas furiosas mujeres, retumbando en la noche como sirenas en una hoguera. La cabra le gritó de vuelta, negada a ceder en su lucha.
Ambos monstruos luchaban por su vida. Sea cual fuera el costo de la derrota, ninguno quería asumirla.
El lagarto abalanzó al sapo a sus espaldas, descubriendo su barriga a los cielos. Y ahí creí entender por qué luchaban.
La rana estaba preñada. Al igual que el reptil.
La cabra embistió sus cuernos en el cuello del mandril, y reinó nuevamente el silencio.
Sólo la respiración de esa criatura, junto a las gárgaras ensangrentadas de la agonizante rana, permanecían en la arboleda.
Por mi lado, luchaba por no moverme. Que la luz de mi linterna no fuera sino otro elemento de la naturaleza a mi alrededor.
El dragón extrajo sus cuernos del cadáver de aquella especie rana que aún convulsionaba en el suelo. Sacudió su cabeza, casi victoriosa, y comenzó a alejarse. Pero mientras más se apartaba, más diferente se veía. Parecía que una luz se encendía en su interior.
Y la luz se transformó en luces, pequeñas luces que se esparcieron como lo harían las luciérnagas. Luciérnagas que se alzaron hacia la luna menguante, para deshacerse como otro puñado de escarcha, y desaparecer por siempre.
Volteé la linterna al mandril, y ya no quedaba mucho de él.
Su cuerpo se había transformado en un charco, hediondo como el azufre. Una cuantas costillas, algo de su médula y el tazón de lo que había sido su cráneo permanecían, pero también se derretían para convertirse en más de ese viscoso pozo.
Y pensé que lo que había más abajo eran los últimos restos de sus vísceras, hasta el momento en que escuché el llanto de un niño.
El rayo de mi linterna cayó suavemente sobre un bebé recién nacido, llorando a los cielos.
Pasé un largo rato ahí, observando a mi querido sobrino, Simoncito.
Aquél que nadie cree pudo nacer del enfrentamiento que acá relato. Del que todo el mundo inventa fué abandonado cerca de la arboleda, en un mugriento charco.
La realidad es que ví lo que ví, y la verdad es que me costó tomarlo en brazos y traerlo conmigo. No sabía entonces por qué se me hacía tan difícil, pero en retrospectiva parecía que estas bestias combatían no parar preservar lo que se gestaba en sus entrañas, sino para detener su nacimiento.
Como si la ganadora de la abominable contienda se ganaría el derecho de escapar de este mundo, y la perdedora la obligación de vivirlo.
Pero el niño vivía, y merecía seguir viviendo.
Cuando abrí la puerta de mi casa, y mi familia se percató de lo que cargaba, la expresión de mi hermana mayor se alivió de golpe. Como no había hecho desde su fatídica visita a la clínica.
“Encontré a este bebé abandonado” dije viendo los ojos de Alejandra.
Los ojos de una nueva madre.