“Julian, no tienes idea de la sorpresa que abue y yo te tenemos.”
Mi nieto encontró mi mirada en el retrovisor. Había estado muy callado desde que lo recogimos en casa de mi hija. Siempre ha sido un muchacho tímido, pero bondadoso. Es gentil con todos, y ama a los animales. Sus padres estaban de viaje, y pasaría una semana con nosotros.
“¡Cuéntame! ¡Quiero saber!” imploró pegando brinquitos.
“Ten paciencia” le sugirió entre risas Vanessa, mi esposa.
Han pasado cinco décadas desde que tuve a mi primera hija, y habiendo criado 3 niñas, y posteriormente 5 nietos, lo veo con completa claridad: el gran regalo de acompañar a un niño crecer es redescubrir el mundo a través de sus ojos.
Los carros, el cielo, el mar, las estrellas, la música… lo que ya se sentía usado y desgastado, bajo el reciclaje de los años, se revitaliza con la mirada de una criatura para quien todo es un gran descubrimiento. Y sus adultos, al guiarla en esta realidad, volvemos a educarnos en cómo disfrutar pequeñas maravillas; como cuando compartimos con ellos su primer helado y recordamos, a veces sin enterarnos, que el mantecado sí que es sabroso.
De cierta forma, darle la bienvenida a hijos y nietos es también recibir la aventura de volvernos a sorprender de nuevo, siendo el único precio de entrada resguardarlos.
Tú los proteges con tu vida, y ellos te devuelven la emoción de vivirla.
Pero más te vale protegerlos.
En esta ocasión, el descubrimiento que teníamos planeado para Julian era especial. Un regalo del verano y la primavera... y técnicamente también de los Davies, mis vecinos. Hicimos un breve desvío hacia su casa, donde aguardaba el agasajo para mi nieto de 6 años.
Jon Davies nos entregó el regalo dentro de un frasco de cristal, y con el carro aún estacionado le pasamos un buen tajo de su contenido a Julian: un pedazo de panal, embadurnado en la más suculenta miel. Los Davies son apicultores aficionados, y en los meses cálidos obsequian porciones de nido a todo el vecindario, para lucir con orgullo la labor de sus queridas abejas.
Me tomé un momento para disfrutar a mi nieto, quien con maravilla inspeccionada, entre mordiscos, el panal en sus manos. Pensaba lo mismo que él: es increíble que la naturaleza haya confeccionado algo tan elaborado, y sabroso.
Pero al explicarle que allí crecían y trabajan las abejas alzó la mirada, angustiado.
“¿Y qué pasa con ellas si nos comemos su casa?”
“Tú tranquilo” le aclaré riendo, “todas las abejas se quedaron con los Davies, para volver a armarla. No les importa.”
Qué confiado estaba. Dicen que la vejez te hace sabio, pero hoy creo que también te torna iluso. Te seduce con la ilusión de creer que conoces por completo la naturaleza de las cosas.
Los días siguientes Julian pasó el tiempo ayudando a Vanessa a cocinar, o aprendiendo a jugar ajedrez conmigo. En las noches conoció la guerra de las galaxias.
Pero también comenzó a sentirse mal, muy mal.
Todo empezó con un dolor de barriga, acompañada por una fiebre escalante. Después llegó la jaqueca. Asumimos que era un virus estomacal, y le avisamos a sus padres. Mi hija dijo que, de empeorar Julian, regresarían antes de tiempo.
“Creo que las abejitas están bravas” nos susurró al arroparlo esa noche, sosteniendo su panza. “A veces las siento en mi barriga, sonado así: Zzzzzz... y cuando estoy durmiendo, las escucho gritarme. Diciendo que se las voy a pagar. Que ahora yo soy su panal.”
Debí haber escuchado a mi pobre nieto, pero estaba frustrado. Cuando un niño que queremos se enferma así sus adultos sufrimos con él, porque este aún no sabe que puede superarlo, y esa angustia también nos hace dudarlo. Redescubrimos ese temor primal.
Pero igualmente: debí haberlo escuchado, en lugar de tan sólo darle un beso de buenas noches, y apagar la luz de su alcoba.
El día siguiente, un domingo, invité a Julian a hacer un poco de jardinería. Pensé que la luz del Sol, y el sentirse útil en medio de su enfermedad, lo haría sentir mejor.
Lo puse a cargo de regar los arbustos y la grama. El pequeño jamás había usado una manguera, y mostró algo de emoción apenas el tubo disparó los primeros chorros de agua.
En eso estuvimos por casi media hora, en silencio. Yo podaba arbustos, Julian regaba mi huerto. Incluso con sus síntomas, él jugaba como si de su puño emanara un encantamiento acuático.
De la nada, sentí el gélido chorro sobre mí, empapandome sin clemencia.
“¡Julian! ¿Qué haces muchacho?” pregunté al mismo tiempo que volteaba a ver a mi nieto.
Esperaba encontrar una mueca maliciosa, consciente de la travesura que acababa de cometer. Pero el niño tan sólo me observaba, pasmado, mientras proseguía dándome un baño con el agua de la manguera. Con la sobria curiosidad de un científico.
Todo entonces sucedió a una velocidad vertiginosa, casi irreal.
Corrí a cerrar el grifo del agua, y apenas di vuelta a la manilla sentí los primeros aguijones. Dos en mi antebrazo, otro en el reverso de mi cuello. Como agujas con alto voltaje.
Me di un par de manotones, y tres abejas cayeron al suelo.
Maldije en voz baja, sin entender de dónde habían salido, cuando lo ví: mi pie abollando a un enorme panal que, por razones que aún desconozco, jamás notamos en el jardín.
“¡Entra a la casa Julian!” le ordené a mi nieto, “¡Corre!”.
Pero permaneció inmóvil, observando cómo su abuelo manoteaba el aire. Sentí entonces decenas de picadas más, acribillando las piernas debajo de mi pantalones.
Y muchas más en mis brazos. Cientos de abejas obreras eran mis nuevas mangas.
En segundos revistieron mi pecho, mi cuello, mis orejas. Trate de cubrir mis ojos, pero sólo acercaba las abejas entre mis dedos a mi rostro. ¿Cómo podían haber tantas en una colmena?
Ya no podía ver, y corría sin rumbo. Esperando cruzar el jardín y llegar a la casa.
“¡Vanessa! ¡Auxilio!” grité a mi esposa, quien estaba duchándose.
No había sentido un dolor semejante. Estaba arropado por una cobija remojada en veneno hirviente. Diminutas estocadas de banderillas en fuego. Admito que, por un segundo, el miedo me hizo querer gritar por mi mamá, como no había hecho desde pequeño.
“No, tengo que sacar a Julian de acá” pensé, e intenté llamar otra vez a mi nieto enfermo.
Pero mi garganta se estrujó. No podía respirar.
“Años”, caí en cuenta inmediatamente. “Han pasado años desde que me ha picado una abeja.”
“Desde mis 13…” Suficiente tiempo para desarrollar una alergia severa, que ahora sentía privandome del oxígeno. Mis vías respiratorias parecían bloqueadas por canicas.
Caí al suelo, nauseabundo, pero sólo podía pensar en Julian. Si mi nieto había huído a la casa con éxito, no sólo él estaría a salvo de este enjambre antinatural, sino que también evitaría conocer a esta espantosa imagen.
Corrí a las abejas de mis párpados (o al menos, las que pude). Sólo quería un minúsculo vistazo para verificar que mi nieto ya no estaba en el jardín.
Lo que ví quizás se debió al delirio de todas las toxinas invadiendo mi cuerpo, o a un juego de la adrenalina con la desesperación… Pero las abejas entre mis dedos sonreían.
Sé que suena demente, y probablemente lo estaba en ese momento, pero tenían dentaduras y sonrisas humanas… y sus ojos no eran los propios de un insecto, pues recuerdo que tenían pupilas. Se reían de mí, de cómo mataban a un anciano.
Pero aún peor: a menos de un par de metros, Julián permanecía inmóvil, aún sosteniendo la manguera. Observándome.
Y de su boca, abierta de par en par, salía un torrente interminable de esos insectos depravados. Muchos más de los que contendría un panal como el que había aplastado.
Eso es lo último que recuerdo, antes de perder el conocimiento.
Según Vanessa, quien me encontró justo a tiempo en el jardín, los médicos no entendieron cómo sobreviví tantas picadas, o un shock anafiláctico de semejante magnitud.
Estuve meses, muchos meses, agobiado por las secuelas de ese inexplicable suceso. Quebrantos, fallos de respiración, migrañas, días y noches tratando de ignorar los dolores en mis articulaciones, y el escozor en cada centímetro de mi piel.
Eventualmente, mi salud retornó a un semblante de normalidad. Digo “semblante”, porque ya nunca me siento completamente a salvo, ni en mi propia casa de 30 años. Yo, pensando que durante esa semana disfrutaría introducir a mi nieto a tantas cosas de mi vida, jamás hubiera predicho que llegaría a conocer la cobardía que desde entonces cargo encima.
Me tomó meses también volver a ver a Julián sin sentir preocupación o vergüenza. Me apenaba el haber fallado como su protector y que hubiera contemplado ese anormal acontecimiento, seguro tan terrible para los ojos precoces de un niño de su edad.
Pero además, y aún me cuesta admitirlo… Julian ahora me da miedo.
Aún trato de convencerme que ese torrente de abejas escapando de su boca, que las miradas crueles en los insectos, y que la quietud con la que él era testigo de cómo me atacaban, fueron sólo espejismos del pánico. Pero sigo sin estar convencido.
De vez en cuando veo a mi nieto a los ojos, muy fijamente. Buscando volver a creer en ese niño gentil y bondadoso que ama a todos. Que ama a su abuelo.
Y lo estaba logrando. Hasta recientemente, durante una cena de acción de gracias.
Preparando el relleno del pavo, le ofrecí a Julian una probada. Le pedí que cubriera su vista y abriera la boca, para que conociera un “sabor asombroso''.
Pero justo antes de darle el bocado, una abeja salió de su garganta.
El insecto revoloteó enfrente de mi nariz, y salió por la ventana.
Sinceramente, creo que Julian ni se percató de lo acababa de escapar de su interior, y prefiero que así se quede.
Que no sepa que su abuelo aún trabaja en redescubrir a su jardín, a la naturaleza, y a su nieto.