Llegamos a la cabaña de verano en medio de una enfurecida tormenta de invierno. La nieve chocaba contra el parabrisas con la velocidad e intención de la lluvia. Conocía bien la propiedad, pero el ímpetu de aquella precipitación, gélida y gris, la ocultaba de mi memoria. Dudé incluso de haber arribado a la casa que tantas veces había visitado.
La vivienda pertenecía a mi mejor amiga Krys y su esposo, quienes nos la prestaron para pasar un fin de semana largo. En el carro me acompañaba mi hijo Joey, en ese entonces con apenas 6 años de edad. Matt, su padre, nos encontraría ahí al día siguiente, tras concluir un viaje de negocios.
Conducir bajo esas condiciones me tenía sumamente nerviosa. Es por ello que quizás, al estacionarme frente a la casa, asumí lo siguiente como una ilusión óptica:
Creí ver, más allá de la nevada inclemente y los silbidos del viento, una figura guindada en las paredes exteriores de la cabaña.
Larga, grisácea. Apenas camuflada por la noche. Baje la velocidad del vehículo y la ilusión se escurrió al costado de la casa, en donde la oscuridad le ofrecía un mejor refugio.
Aquella tenue visión había sido tan veloz, tan difusa, tan inverosímil, que la razón me obligó a descartarla.
Fue mi imaginación, me aseguré a mi misma.
Meras horas después ardía la chimenea, un modesto festín de macarrones con queso yacía devorado, y tanto Joey como yo tomamos una larga ducha. Preparé chocolate caliente, y vimos juntos un VHS del Rey León.
Sin duda quería que mi esposo estuviera con nosotros, pero de no ser por cómo las cosas concluyeron esa noche, atesoraría por siempre nuestra breve velada: Un instante cálido, a solas con mi hijo. Su cabeza recostada sobre mi regazo era la última barrera de calor que me resguardaba contra el frío de afuera, al otro lado de las paredes de madera.
Simba acababa de ver a Mufasa en el firmamento cuando noté los ojitos de Joey entrecerrar, agotados. Al terminar la película lo acompañé a su habitación donde, como era solíamos hacer, rezaríamos juntos a su ángel de la guarda.
Arropado mi hijo me senté al borde de su cama, y lo invité a empezar conmigo la oración.
“Vamos a pedir que papá llegue bien mañana” sugerí con una sonrisa.
Joey juntó sus manos, cerramos los ojos, y comenzamos.
“Ángel de la guarda, dulce compañía: no me desampares ni de noche ni de día…”
El pequeño casi había memorizado el rezo completo. Tan sólo le faltaba aprender a pronunciar correctamente las palabras.
“Si me besamparas, ¿qué será de mí?...” oró Joey.
Secretamente abrí mis párpados, para verlo. Su cara emocionada traicionaba el orgullo de poder seguirme el paso.
"Ángel de la guarda, ruego-”
No pude terminar la última línea.
Por detrás, algo o alguien cogió mi cabellera, y la jaló para atrás salvajemente.
Jamás olvidaré el poder de su voz.
“¡HAZ SILENCIO, MALDITA PUTA!” vociferó esa cosa, y disparó mis rostro hacia adelante con un empujón.
El impacto fue tal que vi luces al tambalearme de la cama y dar la vuelta. Estaba tan lista como anonadada para encarar a mi agresor.
Pero no había nadie.
Aquella ausencia erizó mi piel. Había escuchado a alguien, su voz retumbaba; no en el aire de aquella acogedora habitación, sino en la claridad de mis recuerdos. Y en mis labios saboreaba también el gusto metálico a sangre.
Al voltear de nuevo a mi hijo, vi una imagen aún más aterradora, la cual despedazó mi corazón.
El rostro atónito de Joey. Completamente sacudido, y decorado por un torrente escarlata que chorreaba de su nariz… el lugar donde mi frente lo había impactado.
Al día siguiente encontraríamos gotas de esa sangre - su sangre - por todos lados, propulsada por el estallido del golpe con mi cráneo: la mesa de noche, las sábanas, la almohada. Sé que el sabor a hierro en mi boca era el suyo.
Pero en ese momento, tomé a mi hijo en brazos y corrí de vuelta al carro, sin malgastar ni un segundo en siquiera abrigarnos, cerrar las puertas o apagar las luces.
La estupefacción y el susto de Joey lo mantuvieron en silencio hasta que llegamos a la residencia más próxima a nosotros. Sólo rompió a llorar apenas sus dueños, a quienes aún agradezco su preocupación y solidaridad, nos encontraron en la entrada del hogar.
Desde ahí llamamos a la policía, y fuimos escoltados por una patrulla a un motel cercano, donde pasamos la noche antes de manejar de vuelta a la ciudad. En la mañana, le pregunté a mi pequeño si había visto a alguien detrás de mí. Joey asintió.
“Era el ángel mami” dijo. “No sé por qué estaba tan bravo.”
Con el paso de los años, su descripción de nuestro atacante, “el ángel”, cambiaba. Inicialmente, Joey aseguraba que era una persona rubia, vestida de blanco; similar a las figuras de una iglesia. Después, describió a un anciano con cara de perro, y luego una niña fuerte y obesa.
Sólo una vez recordó a esa figura como alguien alto, altísimo. De brazos largos y piel grisácea, tal como aquella presencia que creí imaginar escalando las paredes de esa cabaña, a la cual nunca regresamos.
Y luego de esa caracterización, mi hijo olvidó por completo ver a alguien detrás de mí. Tan sólo recordaba el vacío de la habitación.
Recientemente volvimos a hablar del incidente. Joey, quien hoy en día tiene 14 años, ni se dignó a verme cuando le pregunté, una vez más, si en realidad no había nadie a mis espaldas.
“Obviamente fuiste tu mamá” aseguró, su tono confesando molestia. “No sé qué te pasó, pero admítelo de una buena vez.”
Naturalmente, me agobia el que mi hijo se resigne a esa convicción. Jamás le haría daño a alguien de mi familia, y menos a él, mi única criatura.
Además, no me cabe duda que también fuí atacada. Por semanas sentí dolor en el cuero cabelludo por donde fuí tirada, y hasta palpaba con mis dedos diminutas costras… pero confieso que, luego de las palabras de Joey, a veces me pregunto si ese dolor y esas lesiones fueron tan sólo el producto de mis manos revisando la zona sin parar, controladas por la ansiedad.
¿Cómo puede él, o yo, creer en algo que ahí no estaba? Pero también, ¿qué clase de enseñanza recibió mi hijo aquella noche, cuando sintió que su guardián celestial no pudo protegerlo ni de su propia madre?