A menudo me pregunto si quizás soy un holgazán de nacimiento, al cual le vendría mejor aceptar su naturaleza perezosa en lugar de intentar corregirla.
Mis padres hicieron de todo para enmendar mi proclividad a las distracciones: terapias infantiles, juegos de concentración, medicación, clases particulares. Pero los años pasaban y jamás dejé de acumular dibujos de monstruos y amigos al final de mis cuadernos de matemáticas, física o química. Las piruetas de mi imaginación, esas que nacen cuando un muchacho pierde la mirada en el espacio, seguían dominando mi mente. Y de ellos, como guirnaldas, colgaban los sentimientos de culpa hacia los esfuerzos de mamá y papá por asimilarme en algo que - sospecho - jamás seré.
Sin embargo, sé que vivimos en un mundo donde se debe de ser productivo para vivir. No me queda de otra que aprender a valorar (y con suerte llegar a disfrutar) una vocación que provea valor a la sociedad. Así que mi lucha contra la procrastinación continúa (aunque esa es una batalla la cual también procrastino).
Sólo en una ocasión, hace apenas un par de años, dejar de lado mis responsabilidades no me causó remordimiento. Ni la más mínima pizca.
Cursaba el segundo año de la carrera, tras por poco haber pasado el primero. Ninguna de las materias me daba interés o curiosidad, y fue sólo por la generosidad de mis compañeros que logré sobrevivir, a menudo por décimas en mis calificaciones. Compartía con muchos la presión familiar de estudiar “algo serio” que no estancó en economía.
La universidad quedaba a tres horas de mi ciudad natal. Papá me ofreció cubrir mis gastos con tal de que me mudara cerca de la escuela. Sé que parte de su intención era motivarme a saltar del nido y aprender a volar. Pero creo que sus transferencias bancarias, más que un incentivo, terminaron siendo el colchón que aplacaron mi miedo al precipicio.
Así me encontraba durante aquella silenciosa noche de Marzo, en la habitación de mi diminuto apartamento: nuevamente retrasado en mis responsabilidades, tratando de estudiar los libros que no había ni abierto en cuatro meses. Fingiendo ser un estudiante de economía.
Hasta el viento parecía haberse enmudecido aquella noche. No hacía calor, pero mi manos y espalda se asemejaban a pequeños charcos, y sentía que el mundo entero callaba para verme fracasar frente al escritorio en el cual luchaba por mantener mi atención. Para pasar la materia y salvarme de una expulsión necesitaba sacar una nota relativamente sobresaliente en el examen final de Estadística II, pero apenas podía comprender las notas en los cuadernos prestados por mis amigos.
La precariedad de mi situación me forzó a tomar medidas drásticas: Comidas ligeras y bajas en carbohidratos, para preservar energías; taza tras doceava taza de café puro, para sosegar las ganas de dormir; salirme de chats grupales que arrestaban mis pensamientos en WhatsApp. Sólo me permitía ver el celular si debía consultar alguna duda con otros estudiantes.
Sobre todo, me puse a la orden de dos rigurosas pautas.
La primera, seguir el consejo de mi tío Alberto y hacer tantos mis apuntes como mis cálculos en pluma y papel.
“¿Cómo no va estar distraída la juventud de estos días?” decía una y otra vez el hermano de mi madre. “Con la cantidad de vainas que hacen estos aparatos yo también estaría pegado a uno, viendo videitos. Pluma y papel mijo. Si a tus abuelos, a tus papás y al tonto de tu tío le sirvió, a usted también le servirá. Pluma y papel. Como hicieron los apóstoles, y antes de ellos los griegos.”
Creo que los griegos y apóstoles usaron tinta y pergaminos, pero entendí el punto de mi tío. Desempolvé un cuaderno y estrené un par de bolígrafos negros.
La segunda pauta era descargar una aplicación, recomendada por un amigo quien jamás la había usado, pero de la cual leyó en un foro. Según varios de los miembros, era lo mejor para cercenar las distracciones de la web.
Al entrar, el programa te pedía los enlaces relevantes a tu trabajo (habían dos o tres que eran fundamentales para la prueba). Una vez escritas las páginas web, se debía configurar un período de tiempo, el cual podía durar horas, días, incluso un par de meses.
Con estos dos pasos, la aplicación estaba activada. Durante la cantidad de tiempo establecida el programa te permitía únicamente acceder a los enlaces de trabajo. Si las ganas de ver algún video o Youtube o revisar Facebook te ganaban, la pantalla entera se cubría de un brillante gris claro.
En el centro del rectángulo, de negro y en Times New Roman, flotaba la más contundente de las órdenes.
No
El mandato en pixeles permanecía inmóvil por unos cinco segundos. Nada de lo que hicieras podía removerlo, y ni siquiera el cursor era visible una vez se imponía en la pantalla. Sólo al transcurrir un par de largos momentos la imagen desaparecía - en menos de lo que dura un pestañeo - y podía uno, como un niño amonestado, tratar de resumir sus responsabilidades.
Jamás revelaré el nombre de esta aplicación, y me alivia no haber vuelto a encontrar ni la más mínima mención de la misma online.
En eso me encontraba aquella callada noche: oscilando angustioso entre las notas del cuaderno, los enlaces del segundo curso de estadística y aquellos No que parecían el treceavo mandamiento de Dios. El sudor de mi frente, aterrizando sobre las hojas con garabatos estadísticos, eran a mis oídos el sonido más punzante de la habitación.
Entraron las dos de la mañana y yo apenas concluía un tercio del material a cubrir. Me repetía que hacía bien en dedicarle mayor cuidado a esa porción del curso, ya que eran los fundamentos sobre los cuales se basaba todo. Pero la realidad era que tan sólo había logrado memorizar frases y algunos vagos principios, más no comprender a fondo lo que implicaban.
Pensando en todo ello, mi cursor gravitó por costumbre, casi por inercia, hacia una nueva pestaña del buscador. Escribí youtube y presioné Enter, sin recordarme siquiera de los No.
Pero no fué la pequeña palabra lo que cubrió mi pantalla.
Tampoco fue aquél fondo blanco y ligeramente ceniza.
La imagen estaba impuesta sobre un negro. Su iluminación era la de un retrato cuyo sujeto había sido fotografiado en la oscuridad, a centímetros del lente y con un flash que manchaba su rostro en una tétrica luz.
La niña era pálida. No sólo por el brillo de la cámara, sino también por el color de su piel.
Su boca, abierta como en un alarido, un agujero negro. Un pozo sin fin, tan profundo y oscuro como los dos huecos que suplantaban a sus dos ojos.
Fué tan drástica la aparición de esta fotografía que me tomó un par de segundos procesar que veía, en efecto, una cara. Su expresión era un cruce de terror, depredación, dolor y muerte. Su tamaño en mi laptop me hacía sentir que no veía una pantalla sino una ventana, de la cual este ser en pena se asomaba para verme.
Al transcurrir los cinco segundos la imagen desapareció, y volví a ver la página veintiocho del manual de Estadística II.
Presencié esta vuelta a la normalidad lejos de mi escritorio. El lívido rostro me había hecho retroceder mi silla casi un metro. La presión en mi pecho parecía la de un corazón que se había hinchado del susto, y que empujaba mis tripas hacia mi tráquea, la punta de mis dedos y más allá de mis costillas.
Aún bajo aquella nerviosa sensación, intenté justificar lo que acababa de ocurrir. Esbocé en mi mente un parapeto de razones: la aplicación había intensificado sus medios para mantenerme atento a mis estudios. Esta era su medida drástica.
Eso, me dije. Sólo me avisa que estoy demasiado distraído.
Ya con mis latidos empezando a serenarse, rodé de vuelta a la mesita y continué estudiando. Entre cada fórmula que apuntaba en el cuaderno la visión del deforme rostro de la niña, bañado en una luz fantasmal, retornaba.
Eventualmente abrí otra pestaña. Esta vez me aseguré de poner uno de los enlaces permitidos por la aplicación.
Y sin embargo, aquella boca abierta, y los agujeros por ojos, reaparecieron en la pantalla. El mensaje que les siguió fue otro.
Julia quiere saludarte
Segundos después, las letras blancas sobre negro se fugaron. Tal como antes. En los quince o veinte minutos que transcurrieron antes de la siguiente aparición de ese rostro sobre el buscador, el silencio de la noche empezó a sofocarme. Ya no lo sentía como la anticipación de mi fracaso universitario, sino como un espacio abierto. A la expectativa de algo más.
Casi grité cuando la niña sin ojos, bañada en un flash barato, volvió a tomar por completo mi computadora. Su nuevo mensaje no templó mi sobresalto.
Ya viene Julia
Quizás el miedo alargó los segundos durante los cuales permaneció la cosa, “Julia”, ante mis ojos. Pero esta vez fuí capaz de reconocer que detrás de ella había más que una gran sombra. La muchacha estaba parada en una habitación; como si, por accidente, hubiera sido fotografiada por su dueño, el más incauto de los fotógrafos.
Pensé entonces en lo mucho que aquella recámara se veía como mi alcoba, en los momentos en que las luces se apagan y yo espero a dormir.
Y súbitamente, los trazos de mi bolígrafo, arrastrándose sobre el papel, llegaban a mis oídos como una respiración. Una perversa exhalación, sin calor o frío en su aliento.
Solo un jadeo, a meros dedos de mi nuca.
No quería voltear.
No hay nadie detrás de ti, bobo me repetía en pensamientos.
¿Entonces por qué temes decirlo en voz alta? me contestaba.
Quería creer que no había nadie más en mi habitación, y sin embargo me comportaba como si alguien acechara mis espaldas.
Escribe. Concéntrate en escribir.
Pero las yemas de mis dedos apenas habían rozado el cursor cuando la niña, Julia, volvió a inundar mi pantalla. A su rostro cadavérico le siguió un nuevo mensaje.
Ya vengo Esteban.
La cosa sabía quién era.
Sí: es cierto que le había proporcionado mi nombre y correo electrónico a la aplicación. Pero verme ahí, en posesión de esa penumbra en la pantalla, lo hizo todo más real. Verosímil. Posible.
Cerré la laptop y, caminando con torpeza para no dar la vuelta, me apresuré al baño. Cerré la puerta, encendí las luces y abrí el grifo de agua. Mi instinto quería ahogar el silencio que mis miedos poblaban de terribles sonidos: suspiros, pasos, murmullos.
Sentado en el inodoro dediqué todos mis esfuerzos a frenar mis paranoias. Me sentía como un niño lejos de casa.
Fue así, pensándome como un niño, que recordé la procrastinación que me caracterizaba desde la infancia.
Lo vi todo, repentinamente, con una soberbia claridad: el miedo al examen se había aunado a mi pereza, y buscaba cualquier forma de alejarme de mis estudios. El holgazán en mi había estrenado el miedo a fantasmas como un método para entregarme a la flojera. Sí. Eso debía ser.
“No seas tan flojo” me atreví a decir en voz alta.
Clack. Clack. Clack.
Algo se había caído afuera, e incluso encerrado en el baño, donde el agua del lavamanos corría libremente, mis oídos reconocieron que había sido un bolígrafo.
Alguien está en casa, pensé. Alguien lo tiró al suelo.
Apenas logré apaciguar a aquel pánico. Le argumenté que la superficie de la mesa no estaba nivelada, y que tenía la mala costumbre de dejar mis lápices y lapiceros asomados en su borde. Fabriqué (creo) memorias de mis utensilios deslizándose en otras ocasiones. Me dije también que, si acaso, este era un llamado del universo a que regresara a mi asiento y resumiera mi trabajo.
Pero no me atreví a atender la demanda de mi consciencia. Corrí, en cambio, directo a mi cama. Sintiéndome como un cobarde y como el mismo vago de siempre.
Resolví poner mi alarma para el día siguiente, para retomar mi fallido encuentro con estadística acompañado de la luz del día.
Por última vez vi a Lucía. Ahora en mi teléfono.
Su palidez y los hoyos de su mirada abarcaban la totalidad de mi dispositivo, la única luz en mi recámara.
Tras su semblante, regresó la palabra que más temía leer.
Esteban
Sin pensarlo arrojé el celular a una esquina del cuarto, y cerré los ojos. El sudor de mi frente se escurría a mis párpados fruncidos o a la almohada en mi mejilla.
Clack… clack.
Lo último que recuerdo escuchar, antes de quedarme dormido, es el segundo bolígrafo, cayendo al suelo como el primero. Otro recuerdo de la irresponsabilidad que aún siento parte de mi persona.
No sé cómo, pero logré aprobar el examen de estadística. Mi salvaguarda, seguramente, fué la generosidad de Simón, quien me permitió dormir en su casa por un par de días, y quién se tomó el tiempo de explicarme la materia a cambio las doce cervezas que nunca terminé de obsequiarle.
Menos aún puedo explicar lo que encontré en mi escritorio al día siguiente, esperándome como un manojo de alfileres.
Primero recogí las dos plumas del suelo, y luego noté el cuaderno.
De haber optado por ser un Esteban responsable, la noche anterior hubiera leído lo que alguien, o algo, escribió a lo largo de una de las páginas. En una caligrafía ligera, irregular y tortuosa.
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