Nochebuena



- Recuento de Pablo, mesonero -

Las últimas Navidades las celebré con una mujer que ya no existe.

Yo me pensaba como un alma solitaria hasta el día en que la situación mundial - de la que ya sabemos todos y en la que no vale la pena indagar - me forzó a pasar mis primera Nochebuena por mi cuenta, a continentes de distancia de mi familia. En un país que no me vió nacer, en medio de un clima que me rechaza, en una tierra donde no conozco a nadie.

Se suponía que mi mamá y mi hermana vendrían a visitarme. Ambas estaban emocionadas de ver la nieve por primera vez, y aunque yo compartía su ilusión por su llegada, también sentía cierta presión porque mi apartamento, el sitio de hospedaje, es un lugar inhóspito: diminuto, prácticamente desamueblado, típicamente sucio y, más que nada, sin un sólo vestigio de la calidez Navideña que se apoderaba de la casa de mi infancia.

“No te preocupes por eso mijo” me aseguró mamá con una risa, “tu compra una que otra cosa y nosotras te ayudamos a montar las Navidades.”

Ese proyecto familiar me llenó de profunda esperanza. Con ella salí a comprar un pesebre, algunas luces y un arbolito sintético con su par de cajas de ornamentos para decorarlo.

Sin saber que, meras semanas después, las posibilidades de nuestro reencuentro colapsarían bajo las restricciones de viaje y los encierros.

Y en ese panorama amanecí viendo el techo un 23 de Diciembre, sin una sola voz conocida entre las paredes de este lugar que se supone es mi casa. Con todas las decoraciones de Navidad aún en sus bolsas y paquetes.

Pasé un largo rato en esa cama. La luz invernal que entraba por la ventana dejaba al descubierto la tristeza detrás de la apatía con la que me mantenía inerte, viendo videos de Youtube sobre cualquier pendejada. Pero eventualmente, tuve que entregarme a revisar el estado de mi vida, con sinceridad e inevitable melancolía.

Desmenucé, una a una, cada una de mis fallas, de los desaciertos que habían edificado mi presente. Uno se alzaba sobre los demás, como la sombra de un coloso.

Había cumplido los veintiocho años sin jamás haber tenido una pareja.

Cómo no: he tenido breves y fogosos amoríos, de esos que arden fuerte y rápido, como las luces de bengala. Cosas de un par de meses, no más, y tenía años sin sentir siquiera el abrazo romántico de una mujer.

Durante toda mi juventud asumí que ya a esta edad habría conseguido el amor de mi vida; la mujer que sería mi esposa. Y sin embargo, la posibilidad de ese anhelo parecía habitar en otra galaxia. Era el destino para aquellos de una especie ajena, dentro de un mundo muy pero muy lejano.

Con esa espina en mi autoestima, y aún sin ganas de levantarme y empezar el día, me puse a merodear cada rincón de mi celular. Me topé con tres aplicaciones, las cuales pensaba había borrado hace mucho tiempo: tinder, bumble y hinge.

Pasé, como tantos hemos pasado, por una fase en la que dedicamos semanas a encontrar citas en las tres plataformas, sólo para eventualmente frustrarme y dejar la empresa en el abandono. Pero ahí seguían los tres icónos - la llama, la avispa, la H - esperándome como la estampa religiosa que olvidamos en nuestras billeteras.

Mi pulgar pulsó la lengua de fuego.

Qué carajo, resolví. Veamos si esta vaina mejoró.

Gasté la siguiente media hora repitiendo la danza que ya me era tan conocida: brindar likes con casi nula discriminación, pero sin recibir siquiera un match en retorno (a excepción de un tipo cuyo perfil, estoy seguro, jamás había visto ni aprobado; una traba en el programa).

Justo cuando cerré la aplicación para darle paso a bumble, mi celular vibró con un tono inusual.

Una notificación de tinder.

Había hecho match.

La abrí, tratando de no emocionarme con la idea de que el aviso pertenecía a ese tipo infiltrado entre mis preferencias. Pero mi corazón comenzó a rebotar, desde el cráneo hasta la boca del estómago, cuando ví que era una chica.

Emilia tenía veintinueve años, tan sólo uno más que yo. Le gustaba la naturaleza, montar bicicleta, McDonalds. Había logrado ver a Amy Winehouse en vivo, un poco antes de su muerte. Su cabellera era un castaño oscuro, prácticamente casado con el negro, que corría por sus hombros de piel blanca y pecas. Tenía algunas estrías (cosa que sólo de chamo me hubiera disgustado) y sus dientes eran un poco chuecos (pero así también los tengo yo). Sus ojos poseían el color de la miel; un dorado que relucía bajo cualquier luz.

Parecía, a primera vista y en pocas palabras, el tipo de niña con la que siempre había soñado.

No me atreví a escribirle. Asumí que debía seguir aquel parámetro de esperar antes de hacer el contacto, para evitar parecer desesperado.

Me alcé finalmente del colchón y fuí a cepillarme los dientes, masticando cual sería mi primer mensaje (seguramente uno entre muchos que ella estaría recibiendo).

Pero aún con pasta dental en la boca escuché una vez más a mi celular. La notificación venía con una línea de caritas, de esas con corazones en lugar de ojos.

Emilia te envió un mensaje.

Escupí la espuma mentolada y volví a abrir la aplicación, temblando.

“¡Hola! ¿Cómo pasas las navidades? ¿También odias el frío?”

Me senté en el inodoro para aplomar mis sentidos e invocar algo de razón. El mensaje tenía que ser llamativo pero preciso. Debía conectar sin asfixiarla. Afortunadamente, no hay cosa que deteste más que el frío, así que no tenía que rebuscar nuestro primer tema de conversación.

“¡Hey! Encerrado, pero pudiera estar mejor jajajajaja-”

No. No puedo abrir con negatividad me dije.

Y el exceso de risitas también tienen que irse. Sólo alguien nervioso, falso o desesperado pretende reírse así.

“¡Hey! Disfrutando la nevada desde adentro. Soy latino, así que mi apartamento es un pequeño oasis tropical. ¿Qué tal las tuyas?”

No estaba seguro de la longitud, pero lo envié. Algo me decía que volvería a saber de Emilia pronto, y así fue. No había ni puesto el celular a un lado cuando recibí su respuesta.

“¡AMO la playa! Debería estar en tu casa, tomando Sol.”

Sonreí, aún sentado en mi retrete. Había olvidado cómo se sentía coquetear.

Comencé a confeccionar mi réplica, pero ella se adelantó.

“¿Puedo ir ya?”

Mi casa estaba inmunda, y parecía más una celda de prisión que un resort costero. Debía buscar la manera de preservar el momentum de esta situación, pero a la vez preparar mi piso para recibir a esta chica.

Nuevamente, volvió a adelantarse.

“Sé que es impulsivo, pero llevo mucho tiempo sin ver a nadie, y no quiero pasar las navidades sola. Ni te preocupes por limpiar, la vamos a pasar bien.”

Di una vista a mi alrededor, calculando si podía al menos darle una rápida pasada a mi vivienda. No lograría mucho, pero Emilia tendría donde sentarse y vasos limpios de donde beber.

“Adelante” le escribí. “Esta es mi dirección…”

Comencé inmediatamente a limpiar. Los quehaceres que tenía meses postergando los realicé en un par de horas.

Mas para mi sorpresa, Emilia no llegaba.

Decidí continuar con la limpieza, pensando que si me imponía la presión de terminarlas a tiempo la espera pasaría más rápido. Pero hora y media después, y con mi frente empapada de sudor, mi cita no se había manifestado.

Empezando a sospechar un embarco, abrí de nuevo la aplicación, y Emilia ya no estaba entre mis pocos matches.

Claro. Debí saberlo.

Arrojé el celular al sofá y me metí a bañar. Al salir me puse algo cómodo y resumí los videos de Youtube, sabiendo que al menos contaba con una casa más limpia.

No una hora después, alguien tocó la puerta de mi apartamento.

No me levanté inmediatamente del sofá. Quería asegurarme de que era mi entrada la que había sido golpeada.

Toc toc toc.

Sin duda era la mía. Corrí a sacar una franela limpia del closet, y a deslizarme en los únicos jeans decentes que tenía. Me fijé en el espejo que no me había afeitado, pero el poco de sombra podía hasta parecer intencional.

“¡Voy!” grité lo más calmadamente posible.

Me asomé por la mirilla justo cuando volvían a tocar mi puerta. Me pareció raro no ver a nadie, pero no era la primera vez que una visita evadía el rango de la abertura.

Pero al abrir ahí estaba Emilia. Una chaqueta verde con parches cubría sus ropas, negras como su pelo. Sus ojos de miel tostada me sonrieron antes que sus labios.

“¿Pablo?” me preguntó en un acento uruguayo.

Le dije que sí, y me dió un abrazo. Me estrujó por varios segundos.

“Gracias por dejarme venir” susurró. “Qué bueno verte.”

Mantuve ese abrazo por varios segundos más, sin saber qué responderle.

“Gracias a ti” fué lo que se me ocurrió.

Emilia se acomodó inmediatamente en mi casa, y yo me acomodé inmediatamente a ella. Es inaudito cómo la compañía adecuada trae consigo una verdadera facilidad de ser: nuestros temas de conversación fluían, nuestro humor se retroalimentaba y ambos queríamos estar más y más cerca de otro.

Sólo me parecía curioso que Emilia no quería remover su abrigo verde con parches. Al ofrecérselo, dudó.

“No sé qué pensarás de lo que me falta.”

No tenía idea alguna de qué hablaba, ¿acaso le faltaba algo?. Sólo pude asegurarle que no tenía por qué preocuparse. Que yo era un tipo con la mente abierta.

Puso su mano izquierda sobre su chaleco, y pausó. Su sonrisa estaba entremezclada con miedo.

“Está bien, Pablo.”

Al quitarse la prenda tuve que reprimir un sobresalto y disimular mi sorpresa: su brazo derecho terminaba en su codo. No tenía antebrazo ni mano.

Inmediatamente se alertaron mis sentidos. Había sentido sus dos brazos estrujarme, al menos por la buena parte de un minuto. Quizás el tamaño del chaleco había disimulado, con sus enormes mangas, la diferencia de longitud entre ambas extremidades superiores. ¿Pero cómo había podido pasar por desapercibido algo así en sus fotos de tinder?

Quizás, me dije a esas horas, todo ha sido un error de percepción, y de expectativas… Pero ahora me toca actuar con naturalidad.

Cogí el abrigo, forzando una sonrisa amable.

“Lo colgaré en mi clóset, si te parece bien.”

En sus ojos de panal pude ver la resignación de saber que su estado me había impactado. Mas Emilia no se permitió dejar de sonreír.

“¡Sí! Perfecto. Gracias.”

Ofrecí entonces prepararle una pasta, y a medida que continuó nuestra conversación, y cocinaba algo de lo poco que tenía en mi despensa, mis interrogantes y el asombro derivados de su brazo perdido se fueron desvaneciendo. Eventualmente tocamos el tema de la navidad. Ambos teníamos años sintiendo el calor de esas fiestas erosionarse en nuestros corazones. La magia y alegría de una época se había trastornado en una mescolanza de compromisos agobiantes, lejanía de nuestros seres queridos y la incapacidad de regresar a la tierra donde primero la conocimos.

Le dije a Emilia que tenía el propósito de construir un hogar donde jamás se olvidaran las navidades. Su rostro se iluminó con el destello de una idea.

“¿No me dijiste que tienes decoraciones?”

“Una cajita con algunas cosas, y un arbolito del tamaño de un arbusto.”

“¡Qué importa! Te ayudo a montarlas después de cenar”.

Pero al terminar de comer ambos permanecimos en el sofá, admirando la breve puesta de sol que se escabullía a través de mi ventana.

Emilia se recostó de mi hombro, y al rato nos vimos a los ojos. En su expresión sentí la mía manifestarse. A cuentagotas me convertía en otra parte de su mirada.

Nos acercamos y nos dimos un beso.

Comencé a quitarle la camisa pero Emilia me detuvo, hincando las uñas de su mano izquierda en mi pierna.

“NO” me pidió de golpe, al mismo tiempo que estalló en llanto.

En ese momento no sabía qué hacer. Emilia lloraba como una niña aterrada. Todo lo que se me ocurrió fue darle otro abrazo, e inmediatamente sentí algo extraño en la anatomía de su espalda. Su omoplato izquierdo parecía hundido.

Sólo cuando presioné esa hendidura Emilia se separó de mí.

“Pablo, tengo que contarte algo” me dijo con una voz quebrada, temblorosa. “No va a tener sentido, y te suplico que no me pidas que te lo explique… pero me ando desapareciendo. Esta es mi última noche aquí.”

No sabía qué decir. Emilia respiró profundo, tratando de contener las lágrimas.

“Si quieres me largo, pero si me quedo prometo darte lo último que me queda: la intención de dar y recibir calor humano. De alegrar a quien escoja darme compañía.”

Me era imposible pedirle que se largara, pero Emilia parecía ya conocer mis gestos, y sabía cómo leerlos. Entendía que mi confusión rápidamente se transfiguraba en temor.

Se quitó entonces la camisa negra.

De un lado, tenía uno de sus pechos. Del otro, un agujero.

Limpio y pulido, como un defecto de nacimiento. Pero también donde su otro seno y su corazón correspondían. Pude ver mi radiador a través de ese agujero.

Tuve que hincar mis dedos en el sofá para no levantarme, pero fuí incapaz de no palidecer. Emilia cogió mi cachete con su mano, y alcé nuevamente la mirada, a sus ojos.

Su ojo.

Unas de sus hermosas esferas color néctar había desaparecido, reemplazada por otro hoyo, que era atravesado por el naranja de la puesta de sol. La otra esfera lloraba.

“Prometo no molestarte Pablo. Te lo pido… no me dejes desaparecer a solas.”

Me abrazó nuevamente, esta vez en pura desesperación.

Por mi parte, sólo fuí capaz de ver mi apartamento, árido y estéril. Vi también la caja de adornos de Navidad, triste y abandonada, acompañada por el rumor de los llantos de esta mujer desvaneciente.

Y no sé por qué, pero algo muy dentro de mí me dijo que le retornara el abrazo y le diera nuestro segundo beso.

Hicimos el amor durante el resto del atardecer. Al concluir le presté una franela XL, de una pizzería a la que fuí alguna vez en Boston.

“Ajá, ¿y dónde es que tienes las decoraciones de navidad?” preguntó al alzarse de la cama. “Te quiero ayudar a poner la casa bonita.”

Al rato, mi arbolito y un humilde pesebre estaban casi listos. Apagamos todas las luces del apartamento, y sólo las del pino artificial iluminaban mi vivienda con su tenue fulgor. Traté, hasta ese momento, de no detallar el cuerpo de Emila, pero tuve que verla en el momento que se sirvió un vaso de ponche crema barato.

Una de sus piernas, así como mitad de la mandíbula, ya no estaban. Pero ella continuaba de pie, y existía como si nada le faltara.

Acariciados por el suave resplandor del arbolito nos acostamos en mi cama, prácticamente a oscuras. Ambos estábamos agotados.

En esa cálida penumbra, incapaz de conciliar el sueño, abracé lo que iba quedando de Emilia.

Sentí su respiración poco a poco desaparecer, y su aroma debilitarse. Su cabellera negra también parecía perderse en el aire.

Escuché entonces el goteo de un lagrimal contra el colchón. No he vuelto a presenciar un lloriqueo tan sereno, o tan resguardado.

“Abrázame” me pidió en un susurro. “Tengo frío. No quiero que eso sea lo último que sienta.”

Más tarde esa noche, la sentí pararse de la cama. Volteó a verme desde la puerta de mi habitación.

“Ya vengo, voy por agua.”

Y justo entonces, cuando Emilia dió vuelta a la esquina, caí dormido.

En la mañana, sólo yo estaba en la cama. Al emerger de mi habitación, encontré la camisa de la pizzería en el suelo.

No necesito que nadie crea en mi historia, ni en la existencia de Emilia. Sucedió, y agradezco el extraño cariño que esa noche me regaló.

Soy afortunado por haber compartido una pizca de esa compañía que aún busco. De haberla recibido en un mundo muy, pero muy cercano.