Niebla



- Recuento de Fabiana, abogada -

El hombre - se llamaba Alex - tenía puesta una franela gris. El color tenía el tono de la niebla, a diferencia de sus ojos, que me miraban con el azul de un cielo andino.

“Disculpe” me pidió con una sonrisa, gentil pero nerviosa, “¿va a tomársela?”

Alex apuntaba al vaso de agua tibia en mi mesa. Con la otra mano sostenía su franela, ensuciada por un brochazo de mostaza. La panadería donde siempre desayunaba, y dónde a menudo lo veía desayunar también, tenía la mala maña de aderezar de más sus sándwiches clubhouse.

“Para nada” le aseguré, pasándole el vaso una sonrisa de cortesía. “Igual ya está tibia.”

Me dió las gracias y regresó a su asiento, a remojar una servilleta de papel e intentar desaparecer la mancha. Seguía concentrado en ello al terminar mi café y dirigirme a la puerta.

“Ajá Alex, la próxima me avisas y te traigo un babero” bromeó en confianza Juancho, el mesonero más antigüo del local. Así conocí el nombre de uno de sus clientes favoritos.

Horas más tarde regresaba al restaurante. Tenía menos de una hora antes de una reunión y sabía que ahí podría almorzar rápido y bien. Me provocaba un clubhouse como el de Alex, incluso con exceso de mostaza.

Salí primero a fumar. La humedad empañó el maquillaje en mi frente y las nubes revestían el cielo, todas y cada una rellenas con la ardiente luz del Sol. Pensé por un momento la ciudad vivía en un horno de cal.

A uno o dos jalones de terminar el cigarro, tuve que subir la mirada.

En dirección de dónde nacía el peor grito que jamás he escuchado en mi vida.

Una figura caía, haciéndose más grande con cada milisegundo.

“¡Dios mío no!” exclamó otro transeúnte quien, también, presenciaba a la persona desplomarse del edificio de mi oficina.

Su alarido se acercaba, cargado del más puro terror a la muerte. Lo soltaba como si el arrepentimiento fuera la soga que lo salvaría de haber saltado al vacío. Incluso a meros metros del concreto el pobre volvió a gritar.

El impacto, un golpe sordo, retumbó como un cañonazo. Jamás olvidaré la potencia de aquel sonido, hecho peor pues estalló a apenas diez o quince metros de mí. Estampada en mi memoria quedó, también, las amorfas posiciones en las que terminaron los miembros de ese cuerpo, y los contenidos que se asomaban de su cabeza partida.

Curiosamente no había un charco de sangre; en su lugar un manojo de gotas se expandían en la camisa del hombre, que había aterrizado bocabajo. Sólo entonces caí en cuenta de que, horas atrás, este me había pedido agua para limpiar la prenda que ahora sí que estaba arruinada.

Alex trabajaba en la agencia de viajes de mi edificio de oficinas. Al parecer era un tipo sencillo y agradable, a quien ninguno de sus compañeros parecía conocer pero del que todos tenían una buena impresión. Quienes se sentaban cerca de su escritorio coinciden en su versión de los relatos.

“Voy por un café” anunció Alex de la nada. Prosiguió a levantarse, dirigirse a la ventana y saltar. Todos quienes lo presenciaron aseguraron que se entregó al vacío sin pausas ni titubeos.

Hasta mi último día en esa compañía evité pasar por el área donde Alex tocó tierra. Varios me juraron que no había rastro alguno del accidente, pero aquella porción de acera jamás dejó de recordarme la proclividad de nuestros queridos cuerpos a ser destrozados.

Juancho, quien sufrió mucho la tragedia, me comentó que su comensal estaba felizmente casado, y que ni siquiera la esposa tenía idea de por qué desechó su propia existencia. Las dudas parecen ser el himno de partidas como la suya: súbitas.

Sabiendo esto recordé, como solo pude hacer después del horror, que Alex olía a detergente cuando me pidió un poco de agua.

Pude visualizar a este hombre, meras horas antes de comprometerse a morir, poniéndose la camisa que su esposa había lavado para él. La misma que, quizás, habría usado en sus mejores días: partidos de béisbol, viajes a la playa, tardes de merecido ocio.

No podía dejar de preguntarme el por qué esa, y no otra de las decenas en su armario, lo revistió el día de su muerte. ¿Tan poco le importaba ya su vida, que cualquier prenda le bastaba para cubrir su cuerpo a punto de ser retorcido? ¿Tan cotidiano puede convertirse el deseo de morir?

Por semanas, meses, temía acostarme a dormir.

Soñaba, cada noche, con el salto de Alex.

Revivía verlo frente al sucio blanco del cielo, tan diferente al color de sus ojos, y contemplar su cuerpo abatirse en el aire. Como aquel día, Alex rasgaba mis tímpanos con sus espeluznantes gritos.

Pero en esos sueños jamás terminaba de caer. Descendía eternamente, suspendido en los últimos segundos de su vida. Sus brazos y piernas dando tumbos contra el húmedo viento. Sus alaridos retumbando como truenos sin rumbo.

Durante aquellas pesadillas parecía siempre recordar que dormía, quizás en un esfuerzo de librarme de sus garras. Sin embargo, algo en mí me impedía despertarme. Me decía que los horrores en mi mente no se comparaban con los que me esperaban al abrir los ojos.

Sólo al entender que dormía desaparecía de mis sueños la figura voladora de Alex, y era sustituida por un gris. El tinte de su franela cubría cada rincón de mi vista, acompañada por los alaridos y el pulso de un corazón. Sometiendo mi espíritu como si viviera entre el pecho de Alex y su última muda de ropa.

Y tras cada latido el gris pacientemente se iba tiñendo de rojo, hasta dejarme ciega con una sombra olor a hierro.

La única noche que escapé de esa oscuridad y los gritos de Alex fue porque recibí una llamada.

Le había asegurado a un cliente en el extranjero que podía contactarme a cualquier hora, sin verse en la obligación de tomar en cuenta nuestra diferencia horaria. Desde mi cama conversamos unos veinte minutos, aún cuando mis oídos parecían zumbar como si Alex hubiera dado sus horrendos aullidos en mi habitación.

Al colgar fuí al baño, a tomarme una gota de rivotril. Sabía que necesitaría ayuda para volver a conciliar el sueño, y que quizás la medicación mantendría la pesadilla fuera de mi cabeza. Volviendo a arroparme seguía imaginando los aterrados ecos de Alex, rebotando en las paredes de mi alcoba.

Sólo entonces me percaté de que no todo lo que escuchaba era una fantasía.

Tap tap… tap tap… tap tap tap…

Los latidos.

Algo latía en mi cuarto.

Tomé asiento en la oscuridad de mi cama. Mi cuerpo no me permitió otro movimiento.

Tap tap… tap… taptap tap tap… tap…

Me tomó varios segundos para saber que no era el ritmo de un corazón, sino golpes pequeños, desorganizados.

En el otro extremo de mi habitación, al final de un pequeño pasillo que conducía a la sala, había movimiento.

Algo, en absoluto silencio, se retorcía en el aire. Sus tumbos chocando contra las esquinas de mi techo.

Sentí mis piernas desvanecerse. Mi cuerpo se congeló, como si estuviera infectado por tétano. La cosa en mi habitación abandonó la sombría esquina del pasillo y comenzó a flotar hacia mí.

A medida que se acercaba me era más fácil caracterizar el cuerpo. Lo primero que me resultó familiar fue el grado de su destrucción: sus extremidades torcidas y fracturadas bailaban como borrachos, sobre un torso enroscado y una cintura desencajada. Una pieza de su cráneo colgaba como una manzana del resto de su cabeza, aleteando con cada tumbo que aquel hombre daba sobre sí mismo.

A pocos metros de mí la luz de mi ventana reveló que el rostro de aquella cabeza pertenecía a Alex.

Sin dejar de girar me habló, con una voz tan suave como la que usó para pedirme un vaso de agua.

“Por fin te despiertas.”

En medio de las vueltas su mirada encontraba la mía. Aún a oscuras podía ver que el azul de sus ojos había desaparecido. Toda su presencia era gris, como una vieja película. Un blanco y negro blando, difuso. Idéntico al color de la franela que aún llevaba puesta.

Alex me hizo una pregunta, la cual mis oídos evadieron. La danza de sus brazos quebrados me hipnotizaba.

“¿Me puedes abrir la ventana?” volvió a preguntarme, sin la más mínima pizca de impaciencia.

Por más que no quería me sentía demasiado intimidada para no obedecerlo. Cerré los ojos, me apresuré a mi ventana y la abrí de par en par. Inmediatamente mis piernas volvieron a desvanecerse y sucumbí al suelo, cubriendo mi cabeza y oídos. Aún así, pude escuchar la voz de Alex, cada vez más cerca de mí.

“Gracias. Muchas gracias. A ver si ahora puedo volar.”

Los golpes que escuché en el pasillo atravesaron el marco de la ventana.

Tap taptap taptaptap… tap… tap…

Y luego silencio. Permanecí en la alfombra por largos, lúgubres minutos.

Finalmente me atreví a abrir los ojos. Sólo yo permanecía en la recámara, cuya ventana seguía abierta. Logré armarme del coraje necesario para asomarme por la vista de mi cuarto.

Quizás fue un fragmento de mi mente sobrestimulada, pero creí ver a Alex a lo lejos, en medio de la oscuridad de mi urbanización. Rodando sobre el viento como una bruma en retirada.

No pude dormir el resto de la noche, pero los terrores sobre la muerte de este hombre dejaron de atormentarme.

Sólo una duda persiste en mi consciencia: ¿por qué me vino a mí, de todas las personas en su vida? ¿Cuál era el significado de su visita?

Una idea, quizás un poco absurda, me viene a la mente: puede que hasta en la más desilusionada de las almas exista la inclinación a buscar pequeñas esperanzas. La duda de si en lo inconsecuente se esconda un motivo para seguir: remover mostaza de una cómoda franela, la caridad de la extraña que regala su vaso de agua… El sueño infantil de volar como las aves.

Aunque es triste pensar que las esperanzas pueden ser peligrosas, ello no impide que los humanos sigamos buscándolas.

Hoy en día mis peores pesadillas terminan en paz.

Mi vista se llena de un cielo, cuyas nubes se apartan con suavidad. Para revelar el color de los ojos de Alex.