El miedo toma muchas formas: rabia, motivación, arrogancia, celos, precaución… a veces hasta una extraña sensación de júbilo, cuando uno cree que ha evadido aquello de lo que escapa.
En mi caso, el miedo tomó por forma la timidez. Ser tímido es vivir como la flor que crece bajo encierro: la oscuridad le impide siquiera reconocerse el color de sus propios pétalos.
Afortunadamente, hoy existo fuera de esas tinieblas, y me enorgullezco de lo mucho que me he atrevido a hacer desde mi liberación: dejar el país en búsqueda de un mejor futuro; cambiar no una sino dos veces de carrera; salir del closet a mi familia y amigos; atreverme a encontrar una pareja que me quiera y trate con respeto.
En la medida que más me he atrevido, más ha florecido mi alma.
Esta es la historia del día en que deje de ser tímido. Del momento en que rehusé ser gobernado por el miedo.
No me cabe duda de que fuí invitado a la pijamada de mi primo, Henrique, por lástima. Pasé gran parte de mi juventud sin amigos, y seguramente mi madre le pidió a su hermana que su hijo, mayor que yo por casi cuatro años, me extendiera la invitación (a pesar de que en ese entonces - y puede que hasta hoy en día - Henrique me detestaba).
Como mencioné antes, era un niño exageradamente tímido. Sentía al mundo como una gran amenaza, o un interminable campo minado, y al resto de las personas como potenciales bravucones. Ambas creencias se activaron en el momento que pisé la fiesta.
Busqué inmediatamente cualquier rincón en donde aislarme, fuera el baño o alguna habitación. y una tras otra vez mis tíos me encontraban. En cada oportunidad me pedían, imperativamente, que me integrara al resto de los muchachos, quienes jugaban softball o luchaban guerras de agua en la piscina del jardín. Pretendía entonces acceder a sus reiteradas peticiones, sólo para escabullirme a los pocos minutos hacia un nuevo escondite.
Repetí ese patrón hasta la llegada de la lluvia. La tempestad suspendió los partidos, finalizó las batallas acuáticas y, peor aún, finiquitó mis posibilidades de seguir ocultándome. Ahora que todos estábamos bajo techo, tendría que pasar el resto de la noche junto al grupo.
Cenamos Domino’s Pizza frente a un par de comedias malas; creo que Wild Wild West y White Chicks. A mitad de la segunda, Henrique pausó el DVD. Había recordado, quizás bajo la inspiración de los relámpagos, que tenía algo que decirnos.
“Les tengo un cuento de terror” anunció.
Odiaba las historias de miedo, pero carecía aún de la gallardía necesaria para ser el aguafiestas.
“Me lo contó el recogelatas que vive enfrente de mi casa. El que mi mamá odia porque se roba los mangos.”
Era verdad que ahí vivía un mendigo. Varias veces había escuchado a mis padres mencionarlo.
Henrique resumió su historia.
“Bueno, un día le regalé un helado, y me contó que hace años, en esta cuadra, vivía una bruja. Robaba animales para sacrificarlos, y por eso los vecinos la enterraron viva… aquí mismo, en donde vivió por años.”
Algunos de sus amigos lo acusaron de mentiroso y crédulo. Yo permanecí callado, aterrorizado por la terrible coincidencia de que, en ese instante, un trueno sacudió los cielos como una sábana de aluminio.
“¡Les juro que hablaba en serio!” insistió mi primo. “Y me dijo que si queremos verla solo tenemos que clavar un pedazo de carne en la tierra con un cuchillo, y llamarla: Manaya.”
Algo sobre mencionar el nombre de la hechicera silenció a todos en la sala de televisión. Como si ello la hubiera transformado en un ser real y tangible.
“Si lo hacemos bien ella sale por un rato, a comer y estirar las piernas… pero tiene que ser durante una noche así, cuando está lloviendo y la tierra está blanda.”
Ya no era el único a quien evidentemente le asustaba la historia. Podía verlo en casi todos los rostros a mi alrededor; en cómo se sentaban un tanto más cerca entre ellos.
Y sin embargo, no una hora después, cuando el torrente se había transformado en diluvio, nos encontrábamos todos afuera, resguardados por un manojo de paraguas. Con un bistec y un cuchillo de pan en las manos de Henrique.
Mi primo plantó la carne sobre el lodo, y la empaló con la hoja serrada. El resto de sus invitados llamamos a la bruja, en un coro de murmullos descoordinados.
“Manaya… Manaya… Manaya…”
Henrique acompañó cada mención del nombre con una puñalada. Recuerdo pensar que el solomo parecía un sapo convulsionando.
Aguardamos un par de minutos, en silencio. Con nuestras miradas en la ofrenda de acero y músculo.
Pero las gotas de agua, impactando contra los paraguas, continuaron siendo nuestra única compañía.
Con eso, dimos el ritual por cumplido y regresamos a la casa, dejando atrás la carne y el cuchillo. Nada sucedió por un par de horas.
En ese tiempo, Henrique y sus amigos iniciaron un juego del cuarto oscuro, en parte para quemar ese pavor que aún permanecía en el aire tras la invocación de Manaya.
Almohadas eran lanzadas, manotazos y empujones intercambiados, mientras yo aprovechaba la ausencia de luz para arrinconarme, lejos de todo ese ajetreo. Distante de cualquier daño. Escudado por mi timidez.
Mi única lucha era contra las ganas de orinar. Por un buen rato pensé que podría esperar a que saliera el Sol, pero mi vejiga agonizaba. Con disimulo salí de la habitación, bajé la mirada y corrí al baño. Sentí un gran alivio apenas alcancé el retrete y prendí las luces.
El éxito de mi expedición no sólo me relajó, sino que me otorgó el coraje para regresar a la habitación de mi primo con la mirada en alto. Pensando que, después de todo, no había visión alguna a la que temerle.
Sin saber que no sería una imagen lo que me detendría.
Caminando de vuelta, pasé frente a la escalera y olí algo. Algo que no había olido antes, y que perfumaba todo el aire.
Lodo.
Y, haciéndole compañía al lodo, el sonido de una respiración carrasposa.
Quizás fué mi imaginación. Estaba lloviendo, y la casa quedaba en medio del monte, donde todo huele a tierra húmeda.
Quizás también fué mi imaginación la que, al fondo de las escaleras, dibujó la silueta de una figura en medio de la oscuridad.
Larga, arrastrándose como una huesuda lombriz.
Paré entonces de caminar. No quería creerlo. Incluso con nueve años, había escuchado que una de las formas que adopta el miedo es tu fantasía. En ella crea presencias donde no existen, monstruos que no viven, y terrores sin cabida en esta tierra.
Me rehusaba a creerlo, incluso cuando ví los dos puntos en la penumbra. Blancos como perlas sucias, idénticas a las pupilas de un gato en la oscuridad.
Dos ojos. Mirándome fijamente.
La respiración árida volvió a arrastrarse, esta vez hacia mí, y huí al cuarto de mi primo. Cerré la puerta de golpe, encendí la luz, y comencé a gritar por ayuda.
Mis tíos recorrieron toda la casa. No tanto por preocupación, sino para aliviar mis angustias, ahora compartidas con el resto de los muchachos.
Su único hallazgo quedaba en el jardín: el cuchillo de sierra y aquel bistec desperdiciado.
“No hay nada ni nadie” dijo mi tío antes de regresar a su habitación. “Dejen la mariquera y vayanse a dormir.”
Ni mi primo ni sus invitados planeaban obedecer. En medio de susurros, alguien sacó un calendario de Norkys Batista y un par de revistas Playboy de los 80 's. El resto del grupo las compartían entre risitas, tratando de adivinar cuales chicas del colegio llegarían a verse, o ya se veían, así de voluptuosas.
Yo, por mi lado y sumido en la más terrible vergüenza, volví a recluirme en un rincón. Esta vez recostado contra la puerta de la habitación. Deseando regresar inmediatamente a casa, a mi mamá.
Negociaba con el nudo en mi garganta, tratando de no llorar, cuando escuché un rasguño. Al otro lado del portón.
No viste nada antes, y no escuchas nada ahora, pensé.
Pero volví a escuchar el ruido, prolongado, tortuoso… y me dí cuenta que no era una, sino dos manos arañando la puerta.
En otro momento de mi vida me hubiera levantado de golpe, atravesado el cuarto y unido al grupo. Chillando con pavor.
Pero en ese momento, permanecí sentado. La entrada no tenía seguro, y no iba a removerme a mí, el único obstáculo, del camino. Así que ahí me quedé. Esperando que si no decía nada, los demás no me molestarían o empujarían de mi lugar.
Pasara lo que pasara, no me movería de esa puerta. Incluso cuando, mientras más de los otros se quedaban dormidos, más arañazos escuchaba.
Es sólo tu imaginación, me decía a mi mismo. Es sólo el miedo.
Pero recuerdo oír rasguño tras rasguño por horas… hasta el momento en que mi cuerpo cedió al cansancio, y perdió el conocimiento.
Incluso en mis sueños continuó el ruido de esos rasguños.
Fuí despertado pocas horas después, producto de un bofetón en la mejilla y el olor de espuma de afeitar en mis narices. Al abrir los ojos, me ví rodeado por las carcajadas de los amigotes de Henrique, y la palma de mi primo embadurnada en Gillette.
Mas esta vez, para mi sorpresa, pude unirme a sus risas.
No sólo eso, sino que también atajé la lata de espuma y se la vacié a mi atacante en su cabellera, particularmente vulnerable al producto debido a sus abundantes rulos. Por supuesto que no le gustó, pero los demás rieron con aún más ganas, y hasta me aplaudieron.
Todo el ruido anunció que ya no dormíamos, y mi tía nos llamó a desayunar. Había panquecas, salchichas de cóctel y lo que restaba de la torta de cumpleaños.
Algo en mí había cambiado esa mañana. Incluso sin poder descansar, tras soportar la noche sumido en terror, caminaba un poco más recto. Me sentía más fuerte, más capaz y más valiente. Como si un peso, el primero de muchos, hubiera rodado de mis hombros durante aquella noche en vela. Bajé a desayunar sintiéndome un hombrecito nuevo.
No sé si fuera coincidencia el que andara más erguido, tomando en cuenta el lugar de mi cuerpo donde se encontraba aquello que estaba a punto de descubrir.
Me uní a la carrera para ver quién saltaba primero al agua, sin siquiera pensar en aplicarme protector solar. Nuestros pies descalzos chapoteaban contra la grama del jardín, inundada en el pozo de lluvia heredado por la tempestad.
Jamás pensé que sería el tercero en llegar a la piscina, al lado de la cual mis tíos ya nos aguardaban con una parrilla e ingredientes para los choripanes del almuerzo. Los ganadores, mi primo y su mejor amigo, se lanzaron sin siquiera desvestirse.
“¡Ah no!” exclamó mi tía, tirando los chorizos a un lado. “¡Me hacen el favor y se quitan la camisa!”
Habló justo a tiempo, pues yo también estaba a punto de saltar.
“Amor, dame tu franela” pidió “Están inmundos y hieden a mapurite.”
Me sentía valiente, pero aún no lo suficiente para desobedecer a mis mayores. Me removí la prenda y se la acerqué.
Al dar la vuelta, mi tía soltó un alarido que aún escucho en mis memorias.
“¡EMILIO! ¡DIOS SANTO, ¿QUÉ TE HICIERON EMILIO?!”
Sentí sus uñas hincarse en mi antebrazo, encadenandome en donde estaba parado, sin permitir que diera la vuelta.
Obviamente, mi tío, su hijo y los invitados me rodearon, buscando un vistazo del espantoso hallazgo.
“¿Quién de ustedes le hizo esto?” preguntó mi tió en un tono gélido y amenazante. Todos los demás niños negaron su acusación.
La franela que me acaba de remover tenía un color entre rojo oscuro y vinotinto. Quizás por ello nadie notó toda la sangre seca que la manchaba.
La sangre de mi espalda, arañada como sólo dos manos, con garras por uñas, hubieran podido.
Los rasguños no eran profundos, pero sí numerosos. Había sido lacerado muchísimas veces, poco a poco, con paciencia absoluta.
Y yo, con aún mayor templanza, lo había aguantado. Ni mi primo ni sus invitados lo sabían, pero había sido el muro de contención entre ellos y lo que sea que quería entrar por la puerta. Mi descarnada espalda, con dos viles franjas desde los omoplatos hasta el coxis, eran prueba viva de ello.
Mis padres llegaron inmediatamente, y pasaron todo el día desinfectando y tratando mis heridas. Ante la ausencia de una confesión la fiesta fué suspendida, sin derecho a réplica. Mi primo recibió la pena de tener que regalarme tres de sus cinco nuevos juegos de Nintendo (aunque, más temprano que tarde, mis tíos volverían a regalarselos).
Los arañazos, por su lado, permanecieron en mi piel por meses, bajo la forma de largas costras e interminable picazón.
Pero yo los cargaba con orgullo, tal cual una medalla de honor, pues ahí tenía mis alas.
Aquellas con las cuales escapé del oscuro encierro en el que, por años, me había arrastrado.