De vez en cuando, la vida nos coloca frente a circunstancias donde no queda otra opción que aceptar que no podremos entender a alguien. Hay quienes son tan distintos a uno que jamás sería posible ponernos a su nivel, y ello nos impide juzgarlos.
O al menos, nos dificulta hacerlo con la misma vara con la que ameritaría juzgarnos a nosotros mismos.
Hace unos diez años, trabajaba en la obra que terminaría siendo un enorme condominio de lujo. Un hoyo masivo fue cavado del subsuelo, y un equipo de docenas preparamos por meses las bases de la estructura, que a su vez serían también su estacionamiento.
Uno entre tantos obreros, Jonar, destacaba por las razones equivocadas: era zángano y distraído hasta el punto de parecer un chiste. En lugar de construir, se la pasaba buscando a alguien más con quien charlar bajo la sombra, y sus almuerzos precedían a una siesta de la cual no regresaba por horas. Por supuesto, siempre procurando retirarse de primero al final de cada jornada. De vez en cuando llegaba de primero a la obra, pero sólo para asegurarse de recibir la labor más fácil y llevadera del día.
Lo único que Jonar tenía a su favor era ser sobrino del jefe de obra, quien le concedió el empleo a petición de su hermano.
Pero, y aparte de todos estos defectos, Jonar también era afín al resentimiento.
En varias oportunidades su tío le llamó la atención, a menudo en frente de todo el equipo, o alguien interrumpía alguna de sus siestas para asignarle, con firmeza, una labor que verdaderamente contribuyera a la obra.
En cada ocasión, Jonar respondía a la reprimenda con pesar, casi suplicando.
“Disculpen. Es inaceptable que no dé más, y prometo que no volverá a pasar” era más o menosel mensaje que reiteraba, una y otra vez, al meterse en problemas.
Jonar, en estado de contrición, mejoraba entonces su rendimiento. Pero, y como era de esperarse, el “sobrino del jefe” siempre terminaba retrocediendo a sus comportamientos habituales.
Y en cada ocasión, sin falta, Jonar comenzaba esa regresión pasando horas y hasta días quejándose de quienes lo habían regañado, como una anciana sin nada mejor que hacer.
“¿Quién se cree ese becerro? Si supiera lo que todos dicen de él…”
“¿A tí te grito también no? Pana, es que no respeta a nadie...”
“Si lo viera en la calle, y no trabajara para él, lo sentaría de un manotón…”
“Aquí pagan ni pa’ ir a la esquina, pero esperan que nos desvivamos en esta cloaca...”
Tan lerdo era el holgazán que no detectaba que nadie respondía a sus lamentos y refunfuños, optando, en cambio, por dejarlo hablando solo.
Otro personaje célebre llegó al trabajo como un mero transeúnte, y eventualmente terminó mudándose al lugar de la construcción: un precioso gato blanco y marrón, con ojos color limón.
El animalito era particularmente amistoso, con un temperamento similar al de un cachorro. Todos bromeábamos que era lo único que se deslizaba con rapidez y elegancia a través del agujero, tal cual un señorito refinado.
Así que con eso lo bautizamos “Musiú”, la mascota de la obra.
Jonar, en particular, se encariñó. Le traía latas de atún todos los días, y si no estaba marmoteando o hablando estupideces con alguien más, se la pasaba jugando o acariciando al gatico.
Es decir: la llegada de Musiú fueron malas noticias para su permanencia en el trabajo.
“Lárgate Jonar” le gritó un día nuestro jefe, finalmente hastiado de su sobrino. “Dile a tu papá que te busque trabajo jugando con animales… el gato, por cierto, seguro trabaja más que tú. Lárgate.”
Algunos pudimos aguantar la risa. A Jonar, rojo y apretando la mandíbula, no le quedó más que cruzar en completa humillación la construcción, en búsqueda de sus pertenencias.
De repente, Musiú se cruzó en su camino, saludando con un maullido a su obrero favorito.
Y en respuesta, Jonar le obsequió una patada que lo mandó volando un par de metros.
“¡Gato de mierda!” le gritó “¡Mira lo que me hiciste!”
Musiú huyó a esconderse por horas en unos tubos de concreto, mientras que Jonar fué sacado a empujones (casi a golpes) de su antiguo lugar de empleo.
Pensé que eso sería lo último que sabría de él. Pero para mi sorpresa terminamos cruzandonos nuevamente, en una pequeña taberna a la que había sido invitado por amigos.
Entablamos una breve interacción, en la cual Jonar actuaba con un gusto impropio para alguien despedido tan sólo días atrás.
O al menos mantuvo esa fachada hasta mencionar a Musiú.
“Me siento mal Vladimir… Yo no soy mala persona, ni me gusta pegarle a los animales. Le pegué sin pensarlo…” dijo, hablando más consigo mismo que conmigo.
“Si bueno, el gato se asustó. Pero ya se le pasará” contesté, tratando de concluir nuestra conversación. Pero Jonar perseveraba.
“Creo que voy a adoptarlo” me reveló. “Iré a buscarlo una de estos días, tempranito. Cuando mi tío no esté.”
Le hice saber que me parecía una mala idea, sin poner mucho esfuerzo en tratar de convencerlo. Jonar es de esos que hace lo que le venga en gana, de la misma forma que el hierro no puede evitar ser atraído por el imán.
A los pocos minutos le di la mano y regresé a mi grupo, no sin antes expresarle mi falso deseo de volver a tropezarnos.
En retrospectiva, creo que las conversaciones cruciales a veces evaden nuestra atención.
Semanas después de ese encuentro llegué a la obra de primero, durante una mañana abrasadora y asfixiante. Hasta el hoyo de la construcción ardía como una caldera de concreto.
Jamás he sido impuntual, pero había acompañado a mi prima a la parada de autobuses esa madrugada y no tenía a dónde ir mas que directo al trabajo. Pensaba leer el periódico antes de que llegaran mis compañeros.
Mi garganta parecía humear, tal como la tierra expuesta echaba vapor a mis pies, así que me dirigí directo a la oficina, a servirme un trago del termo de agua. La “oficina” no era más que un trailer sobre ruedas, que servía más como depósito y bebedero que un centro de operaciones. Cajas de cartón y herramientas ocupaban casi todo su territorio.
Desafortunadamente, y tal como temía, el termo estaba completamente vacío. Maldije a mis adentros y hurgue el interior de una neverita de baja refrigeración, con la esperanza de encontrar alguna bebida, olvidada y tibia.
Miau.
El maullido de Musiú me sobresaltó un poco. No por ser inesperado, sino por lo diferente que sonaba.
Usualmente nos llamaba con un llanto delicado, pero este sonaba seco. Con un grosor atípico.
Miau.
A lo lejos, entre columnas de cajas encontré sus ojos, verdosos como el pasto claro. Su cabecita se asomaba por la ranura de un pequeño escaparate.
Y su hocico, usualmente blanco y con una nariz rosa, estaba manchado de sangre. Una delicada hebra del líquido carmín colgaba de su boca.
Miau.
Sospeché que lo que fuera que Musiú había cazado como cena o desayuno quizás había, en defensa propia, lastimado la garganta del gatito.
“Vente” le dije suavemente. “Ven para acá.”
Pero el gato no se movía. Tan sólo me llamaba con ese pesado y preocupante maullido.
Con cuidado me dispuse a mover algunas de las cajas, asumiendo que valía la pena acercarme a nuestra mascota y echarle un vistazo.
Miau.
No había avanzado ni dos metros cuando pisé algo suave y crujiente.
Primero me rodearon las moscas, disparadas por mi pisada. Luego olfateé la podredumbre.
Y por último vi el cuerpo decapitado de Musiú. Su pelaje de manchas marrones ahora también manchado de rojo.
Casi echo a correr del asco, pero una realización paralizó mis piernas: ¿Qué demonios se asomaba por el escaparate?
De pronto comprendí que los maullidos no provenían de un gato.
“Miau.”
Abandoné la oficina y la obra a toda velocidad, tratando de alejarme lo más posible del invasor que había descuartizado a Musiú. Sólo a metros de la entrada principal miré hacia atrás, para asegurarme de que nadie me perseguía.
Jonar se apresuraba también hacia la salida, quizás a unos diez metros de mí.
“¡Vladimir!” me llamó sonriente, ondeando su mano izquierda. “Vine a buscar a Musiú y te vi corriendo, ¿todo bien?”
El ajetreo me impidió entender lo que pasaba por unos instantes, pero el idiota no consideró que me fijaría en los dedos de su mano ondeante...
Brillantes y teñidos por la sangre fresca que los remojaban.
No. No pudo ser capaz, pensé. Pero sabía lo que había visto, y lo que estaba viendo.
Pretendí bajar mis defensas, y señale la sangre en su mano.
“¿Cómo te pasó eso Jonar? ¿Estás bien?”
“¡Sí! Sí… sólo me corté moviendo algunas cosas para buscar al gatico, pero nada que lo encuentro… ¿lo has visto?”
Su acto de inocencia era tan descarado que casi compensaba por lo patética que era esa burda mentira. Pero tampoco me quedaba duda de que él sabía que no podría engañarme. Que estaba consciente de que los dos reconocíamos lo que había hecho.
Así que decidí participar en su propio juego, para arruinarlo.
“Bueno Jonar, llegaste tarde” pretendí informale. “Algo o alguien mató a Musiú. Le arrancó la cabeza, el muy maldito.”
Jonar permaneció en silencio por largos momentos, sin despegar su mirada del suelo. Como si estuviera oprimido por una vergüenza mucho mayor que la de aquella tarde de su despido.
“No puede ser” fue todo lo que dijo.
O al menos, fue todo lo que le permití decir, pues comencé mi regreso inmediato a la oficina.
“Ven” le ordené, “hay que enterrarlo.”
No pensaba ayudarlo, por supuesto. Tan solo quería supervisar que llevara a cabo el entierro. Necesitaba verlo asumir su responsabilidad. Y creo que Jonar también sabía que le tocaba, al menos, aceptar ese grado de condena: sepultar a la criatura a la que él había traicionado.
Cómo mal mentiroso que era, Jonar se dirigió sin titubeos al escaparate al otro lado de la oficina, incluso sin yo haberle informado donde se encontraba la cabeza del gato. Atravesó las cajas y alzó el cráneo, al mismo tiempo que lágrimas corrían por sus mejillas. Su pulgar sangriento sobaba la frente de Musiú.
Enterramos - o mejor dicho, Jonar enterró - los pedazos de Musiú en el monte. No le di oportunidad de tomar una pala, así se vio forzado a utilizar sus manos. Sin chistar el que yo tan sólo lo viera mientras trabajaba por primera vez en mucho tiempo.
El suelo en esa zona es casi más piedra que tierra, e hincar los dedos en ella, tal cual Jonar hizo para cavar la tumba, es particularmente doloroso. Sus manos temblaban cuando llegó a unos treinta centímetros de profundidad.
“Más hondo” le instruí, “que si no el olor se escapa.”
Y Jonar prosiguió, sin discusiones. Paró sólo cuando alguna de sus uñas se levantaba, y cuando alcanzó el medio metro de profundidad.
“Más, Jonar. Más.”
Jonar continúo, esta vez a punta de arañazos y jalones al subsuelo.
En el transcurso de esa excavación me percaté de un enorme arañazo en uno de sus antebrazos. Comprendí entonces que ese había sido el detonante para que el sobrino de mi jefe aniquilara a nuestra mascota.
Y así como la sangre emanaba de sus manos lesionadas, eventualmente corrió un torrente de lágrimas de su rostro, invocadas por el ardor y la desesperación.
“Musiú..” sollozó en un susurro. “Te extraño Musiú…”
Fue en ese preciso instante, escuchando a Jonar llorar, cabizbajo, que algo me hizo verlo de forma completamente distinta.
Entendí que no es un tipo normal, lleno de impulsividad, malicia pura o mezquindad. Dentro de él habita eso, como no, pero convive con una mejor parte. Torpe, y a su vez gentil.
Lo sé porque, en ese momento, su melancolía era sincera. Jonar quería a Musiú, y lamentaba lo que le había pasado. No tenía sentido juzgarlo como una persona común y corriente.
Hecho el acto me aseguré de que Jonar se montara en un autobús, para que verdaderamente se largara. Antes de irse, me ofreció un abrazo. Le respondí con dar la media vuelta y dejarlo ahí, con los brazos abiertos. Pretendiendo no escuchar su despedida.
Por supuesto, le conté a todo el mundo sobre lo que pasó. Tan sólo digamos que Jonar es afortunado de que algunos en la construcción, quienes habían acumulado cariño por el felino, no hubieran llegado más temprano ese día.
De haber sucedido, el holgazán seguro hubiera dicho algo como “eso no soy yo” o “¡perdí el control! ¡No estaba pensando como mi mismo!”
¿Pero qué tal si ambas cosas son ciertas? ¿Que dos polos opuestos conviven en su interior? Quizás una parte suya genuinamente quería y deseaba adoptar y cuidar a la mascota, al mismo tiempo que otra era incapaz de resistir el rabioso deseo de matarla y profanar su cadáver. Un impulso maldito lo tiraba, como las cuerdas de un perverso titiritero.
A partir de esa extraña mañana, y ahora de manera definitiva, no volví a ver o hablar con Jonar. Pero uno de mis colegas en la obra se lo encontró años después, en otra ciudad de otro estado del país.
Al parecer el tipo tiene una tiendita donde cría y vende gatos. Docenas y docenas de gatos.
El establecimiento se llama “Don Musiú: gatos para la familia.”