Aún habiendo sido un pésimo estudiante, recuerdo con claridad la tercera Ley de Newton: a toda acción corresponde una reacción de igual magnitud, pero en sentido contrario.
Yo debería estar preso, después de todo el daño que infligí a otros durante la mayoría de mi juventud. Hoy en día, siendo alguien completamente distinto, lo puedo admitir: era un maldito matón. Desde el kinder humillaba a los más débiles, me aprovechaba de la bondad de los demás, y a punta de fuerza y miedo imponía lo que me viniera en gana. Como el tipo frágil, inseguro y caprichoso que era.
Más de un compañero tuvo que cambiar de colegio por mi crueldad, y no hubo año donde no hiciera sollozar a alguna profesora. Este patrón continuó hasta en los principios de mi carrera, donde disfrutaba aniquilar a la competencia y aprovecharme de la buena voluntad de mis colegas, para luego cortarlos cuando ya no me eran útiles.
Debo aclarar, una vez más, que he cambiado. Mas ello no deshace todo el dolor que impuse durante esa fase, y sé que merezco sufrir por ello.
Por muchos años de esa temporada de mi vida, mis amigos me apodaban “manopla". El nombre nació a raíz de un regalo que mi tío me obsequió cuando aún seguía en bachillerato: unos nudillos de bronce, bajo la condición de no usarlos “a menos de que fuera necesario”.
Era evidente que debió haber sabido mejor. Llegué a ser temido en los pasillos y en las fiestas por siempre cargarlas conmigo. Vicié mi reputación a punta de sangre, moretones, laceraciones y uno que otro diente roto. El terror a mis puños, y la influencia de mi familia en la escuela, nunca faltaron para abogar en pro de mi inmunidad.
La última vez que blandí el regalo de mi tío fue en un bautizo de la familia Juárez, donde estaba presente la víctima que cambiaría mi vida para siempre.
Richard Juárez, el primo de la niña bautizada, era mi presa favorita. Nuestros padres eran buenos amigos, así que lo veía con recurrencia, y cada encuentro era una nueva, deleitable ocasión para mi malicia; como el inicio de un mundial de fútbol.
La cosa de Richard es que, no importa que tanto lo pisoteara, él quería ser mi amigo. Aceptaba toda clase de degradación y desprecio con tal de acompañarme, así fuera como mi bufón. A menudo aderezaba mis carcajadas de burla con la risita más triste y solitaria del mundo.
Esta vez, un par de amigos y yo orquestramos el plan de robar las hostias y el vino de la capilla donde el bautizo recién se había llevado a cabo. El hurto tomaría lugar mientras el resto de los invitados merendaban en un patio a las afueras del templo.
Desesperado de pertenecer, Richard se ofreció a llevar a cabo el saqueo. Y, por supuesto, mis amigos y yo accedimos, riendo entre dientes; a sabiendas de que cuando regresara con el botín sagrado, le negaríamos siquiera una probada del mismo.
Como efectivamente sucedió, cuando le arrancamos el vino y las hostias que trajo consigo.
“Deja la mariquera” le ordené. “Te dije que nos podías acompañar, no que lo íbamos a compartir contigo.”
“Coño Manuel no seas huevón, casi me atrapa el cura” replicó Richard, en tono de súplica. “Haré lo que quieras si me das un sorbito de vino.”
Saqué la manopla de mi bolsillo, con mis dedos ya enroscados en su mango.
“Va, si aguantas una mano te damos la mitad de todo.”
Richard inmediatamente palideció, y echó a correr. Pero, como nunca fue ágil, pude alcanzarlo y conectarle un gancho en su mejilla izquierda.
Mi perversión no me permitió darme cuenta de que lo había golpeado, con todas mis fuerzas, al tope de unas escaleras de mármol.
Rodó por ellas estrepitosamente. Al chocar con la barandilla de madera en el descanso esta quebró, y Richard cayó a una altura de 6 metros. Su rostro impactó en el suelo de la entrada a la capilla.
Tan mal quedó del “accidente”, y tan nefastos son los servicios de autopsia en mi país, que no hubo sospecha de que mi puño amortiguado con bronce le había ocasionado una de las peores heridas en su cara. La mentira que sostuvo mi grupo de amigos fue que Richard se había tropezado al pie de la escalera, de donde descendió en caos hasta su muerte.
En el funeral mis padres me permitieron ver su cuerpo dentro del ataúd. Siempre he pensado que los muertos parecen esculturas de cera, pero recuerdo que me impresionó el trabajo de la casa funeraria en Richard, quien parecía que tan sólo dormía.
Sin embargo, el maquillaje no pudo encubrirlo todo, y noté un largo y delgado moretón en su mejilla izquierda. Parecía un gusano plano, de pálido color azul y repleto de poros negros.
Era, sin duda, el lugar donde mi manopla lo había impactado.
Poco después del servicio, guardé permanentemente la nudillera en algún cajón, ya perdido. No porque tenía intención de cambiar mi manera de ser. Aún quedaba mucho para eso. Simplemente asumí, bien, que las consecuencias de mis bromas no podían ser tan catastróficas, o mortales.
Pero en los años siguientes, fui presenciando como ya era demasiado tarde para eso.
A pocos meses de mi graduación, la hermanita menor de Richie también falleció. Desarrolló una súbita alergia a los maníes, lo que la mató después de probar un snickers. Tenía sólo cinco años, y con su partida sus padres quedaron sin hijos.
Todos pensamos que esa fue la razón por la que su madre fue devorada, dos años después, por un voraz cáncer pulmonar: una tristeza que agobió hasta sus defensas biológicas, y que eventualmente también se llevó a su marido, bajo el manto de un infarto.
En la misa de entierro, eché un vistazo dentro el féretro del mejor amigo de mi padre, tal como no mucho antes había hecho con el de su hijo. Y me fijé en algo que apresó mi mirada.
El mismo moretón, largo, azul y de poros negros, plasmado en su piel. Se asomaba detrás del cuello de su camisa.
“Sabes, también me llamó la atención” me dijo mamá esa noche. “Esa misma mancha la noté no sólo en él y en Richard, sino también en su esposa y en la bebé. Estaba en diferentes partes de sus cuerpos, pero de resto era igualita.”
Quizás en ese momento era demasiado torpe para deducir lo que estaba pasando, así que asumí que era una coincidencia extraña, o algo hereditario.
Pero en los años siguientes, contemplé la progresiva defunción de la familia Juarez.
Abuelos, primos y tíos de Richard, uno a uno, han ido pereciendo por toda clase de enfermedades: derrames cerebrales, alzheimer, diabetes, cáncer de piel, de boca, o de lo que sea. Ya muchos creen que son una especie de dinastía salada, o un árbol familiar marchito, cuyas hojas apenas cuelgan de sus ramas, y esperan a caer una a una.
Y en cada oportunidad me enteré, a través de terceros o con mis propios ojos, que la misma lesión que años atrás había estampado en la mejilla de Richard, ese peculiar moretón, estaba en cada uno de los cadáveres de sus parientes. Indiferentemente de que fueran cercanos o extendidos.
Con diferentes formas y tamaños, ahí quedaba, como una marca de la muerte. Muchos de sus allegados comentan que, aunque cada vez que reaparece en otro Juárez la mancha es más y más chica que en su última reencarnación, basta con el más microscópico rastro de ella para que crezca, se disperse, y completamente destruya a su anfitrión con alguna dolencia impredecible.
Ahora lo puedo aceptar: es mi culpa. No sé cómo, o qué clase de perversa maldición es esta, pero aparentemente, yo soy responsable de destruir todo un apellido.
Es como si el golpe de mi manopla en la cara de Richard hubiera tenido el mismo efecto de una piedra arrojada a un lago, cuya onda viaja mucho más allá del impacto inicial.
Solo que la onda de mi puño no viajó a través de agua, sino de sangre. Atravesando todo el árbol genealógico de Richard, para alcanzar a cada uno de sus familiares.
Y esa onda ha llegado a Laura, una de sus primas segundas. La persona que, al amarme, me cambió para bien, y me dió la oportunidad de ser un mejor hombre.
No quise comentar sino hasta ahora, pero yo conocí a Laura, mi esposa, en ese bautizo. Sin saber que, más de una década después, volveríamos a coincidir en el ámbito profesional y enamorarnos.
Una noche, no hace mucho, bailábamos en casa, y justo cuando iba a darle un beso lo vi.
El minúsculo moretón azúl, de poros negros. Justo debajo de su ojo derecho.
“Tranquilo Manuel” me dijo apenas divisó la ansiedad en mi rostro, y sabiendo la historia de su familia con la extraña lesión. “Creo que es sólo un lunar.”
Pero yo sé que no es así.
Vivo día y noche sumido en una desesperación sin igual, porque el maldito moretón crece, y no sé qué planes tiene para la salud de mi esposa. Ella no se merece esto.
A toda acción corresponde una reacción de igual magnitud, pero en sentido contrario.
Qué gran mentira, porque de ser así la mínima reacción que merezco es morir. Que mi puño hubiera estallado apenas la manopla hizo contacto con el cachete de Richard, y que cada unas de mis células hubieran sucumbido a un metástasis miserable.
Laura, quien es inocente y lo mejor que me ha pasado en esta vida, no tendría que pagar el precio de las crueldades del hombre que, equivocadamente, escogió querer.