Mis padres jamás me creyeron esta historia, en gran parte porque tenía 7 años y asumieron que quería llamar la atención, o que tenía una imaginación perversamente hiperactiva. Pero juro que, por varios meses, le tuve terror a la ventana de mi habitación.
Podría jurar, también, que esa es la historia de cómo perdí a mi hermano.
Todo empezó en una piñata por mi cumpleaños. Mamá estuvo toda la noche anterior cocinando dulces, y los días previos arreglando la casa con decoraciones de Power Rangers, el tema que escogí para mi día especial.
Justo antes de que llegaran los invitados, mi hermano Javier, quien entonces tenía 14 años, me obsequió mi primer regalo: calcomanías fosforescentes de planetas y estrellas, para mi cuarto.
“No quería que se perdiera entre todo lo que te van a dar los demás”, dijo con una sonrisa.
Le di las gracias con un fuerte abrazo. Él siempre había sido un excelente hermano mayor, de aquellos que te aconsejan, protegen y se divierten contigo. Me hacía sentir muy feliz que alguien a quien admiraba tanto también me llamara “su mejor amigo”.
Recuerdo que había mucha gente en la fiesta. Los adultos fumaban y bebían en la sala, mientras los niños se divertían en el patio. Un puñado de nosotros decidimos jugar al escondite, y en el momento pensé que había tenido suerte, porque no me tocó ser el que buscaba.
Teníamos 30 segundos para escondernos. Siempre fuí un poco indeciso en esta clase de juegos, así que uno de mis mejores amigos me invitó a seguirlo. Corrí tras él hacia el lateral de la casa, y ya con eso sabía que nos dirigíamos a uno de los árboles en el jardín, para trepar entre el follaje de sus hojas. Sin duda, un gran escondite.
Pero al dar la vuelta a la esquina de la casa, mi amigo paró de correr súbitamente. Yo hice lo mismo al alcanzarlo y descubrir qué lo había paralizado.
Lo primero que vi fue el mecate, y luego el cuerpo inmóvil que colgaba de él, girando calmadamente sobre su propio eje.
De las ramas más altas de un árbol de mango pendía Javier, ahorcado.
Mi amigo y yo lo vimos en silencio, con la quietud de quienes admiran una escultura. Mi corazón latía con desenfreno, pero no sentía la sangre alcanzar el resto de mi cuerpo.
Dejé a mi amigo atrás y atravesé el patio en cuestión de segundos, buscando desesperadamente a mis padres. Mamá casi tumbó su trago al verme.
“¿Qué pasó Simón?” me preguntó mientras corría a encontrarme.
“Es Javier Mami,” jadeaba con cada palabra. “Está colgado de la mata de mango.”
Todos a nuestro alrededor nos miraban con preocupación. Mamá apretó mi mano.
“¿Cómo así Simón? ¿Qué fue lo que pasó?”
“Creo… creo que se murió mami.”
Todos los mayores en la sala corrieron tras mis padres, quienes volaron en pánico al jardín. Pero las ansias colectivas se templaron a medida que los adultos arribaban al lateral de la casa. Mamá y papá, enfurecidos, me llamaron.
Javier no colgaba más del árbol. En sus ramas sólo había hojas y frutas.
No sólo eso, sino que Javier llegó a los pocos segundos junto a mis primos mayores, intrigados por saber cuál era la causa de toda la conmoción.
Mamá dispersó a la pequeña multitud, disculpándose por mi “broma de mal gusto”, al mismo tiempo que papá me agarró del brazo para arrastrarme a su estudio, donde me dio varias nalgadas.
“Da gracias que es tu cumpleaños,” me dijo, “o te hubiera caído a correazos.”
Creo que por esa reprimenda jamás les quise contar que, al subir esa noche a mi habitación, pude ver otra vez el cadáver colgante de mi hermano, enmarcado perfectamente por mi ventana, a la cual llegaban las ramas del árbol de mango.
Corrí inmediatamente al cuarto de Javier, y una mezcla de alivio y confusión me sobrevino al verlo acostado ojeando una revista de motocicletas. Le pregunté si podía dormir con él esa noche. Sin exigirme explicaciones, me pasó un saco de dormir y una almohada de su clóset.
A la mañana siguiente desperté rezando por la desaparición de aquello que pendía frente a mi ventana. Pero al asomarme en mi cuarto ahí permanecía, ahorcado y rotando. Un par de moscas sobrevolaban el rostro azulado y asfixiado de eso que se veía tal cual como mi hermano. Y al verme de regreso en mi habitación, se alertó.
“Hermanito” me dijo con una voz seca y entrecortada. “Qué bueno verte. Por favor, ven y bajame de acá. Estoy empezando a oler mal.”
Huí despavorido a la cocina, donde desayuné con mi familia tratando de ocultar mi miedo, y evitar otra nalgada. Estratégicamente, le mentí a mamá diciéndole que algo olía feo cerca de mi ventana. Quizás, pensé, esta vez sí vería el terrible cadáver. Pero cuando subió a olfatear, la copia de Javier ya no estaba. Reapareció más tarde, una vez volví a estar solo en mi cuarto.
Por varios meses el cuerpo colgó ahí, donde sólo yo podía verlo, u olerlo. A pesar de que evitaba mirarlo a toda costa, a veces mi vista no lograba esquivarlo y capturaba algún detalle de su progresiva descomposición: sus ojos vidriosos se decoloraban, su piel se teñía de tonos verdes y morados, y su cuerpo se cubrió de llagas alrededor de las cuales más y más moscas revoloteaban. El olor a podredumbre era verdaderamente espantoso.
Noté también cómo la gravedad poco a poco había estirado su cuello, lacerado con la fricción del mecate. Su voz, reseca bajo la luz del Sol, perdía cada vez más su timbre y color, pero jamás había disminuido la desesperación en sus plegarias.
“Simón… Simón, por favor…” lloraba cuando me veía. “Ayúdame hermanito, me duele mucho…”
Siempre lo ignoraba. De día me ausentaba con ahínco de mi habitación, y al dormir cerraba las persianas, aún sin poder escapar del olor, o el suave sonido de la punta de sus pies rozando, de atrás para adelante, el techo justo debajo de mi ventana. Ya en las últimas noches que colgó no le quedaban fuerzas o lágrimas para acompañar con llantos sus suplicios.
“La cuerda se está rasgando Simón… no sé qué va a romperse primero, si ella o mi cuello, pero si no me ayudas me voy a caer al barranco. No me abandones. Ayúdame.”
Continué resistiendo su petición. Una tarde, cuando entré a buscar lo más rápido posible mi guante de beisbol, lo escuché llamar mi nombre una vez más, y súbitamente caer al barranco.
Voltee a mi ventana. Ya nada colgaba de la mata de mango, y las moscas se esfumaron luego de un par de minutos. Más nunca vi, escuché, o llegué a oler a esa tétrica aparición.
Pero desde el día en que sucumbió al fondo de la maleza, las cosas empezaron a cambiar con Javier. Al comienzo fueron alteraciones imperceptibles y ordinarias. No más que una ocasional mala respuesta de su parte, o una falta de ánimos de vez en cuando.
Pero con el tiempo, mi hermano se empezó a ausentar más y más de la casa. Dejó de conversar con nosotros, o de compartir los detalles de su vida, como sólo haría alguién sin interés en relacionarse con su familia. Como si una nube negra sobrevolara constantemente sobre su cabeza.
No. No una nube negra: una sombra, persiguiéndolo. No era infeliz, más bien lo notamos contento con otras personas. Pero con nosotros parecía que esa oscuridad lo revestía y hacía sentir disgustado y ajeno a sus padres, y al hermano a quien solía llamar “su mejor amigo''.
Se mudó al graduarse del colegio, y con la falta de contacto durante sus estudios universitarios se transformó en casi un extraño, al cual veíamos ocasionalmente en eventos familiares. Muchas veces le exigimos explicaciones por su lejanía, pero él jamás supo qué decir al respecto.
Hace varios años mis padres vendieron la casa, y los nuevos dueños alzaron un alto muro de concreto el cual me esconde su interior cuando la paso de largo por la calle. Sin embargo, desde afuera aún puedo divisar una pequeña entrada al barranco.
A veces, cuando manejo por ahí, estaciono el carro y considero atreverme a entrar y bajarlo, para ver qué queda de mi hermano en su fondo. Quizás ahí está la solución a lo que sea que nos haya pasado.
Nunca le he contado todo esto a nadie, o al menos no con tanto detalle, menos aún a Javier. Me pregunto si él también me guarda algo, y si eso fue lo que sigilosamente fué apartandonos, hasta el día en que era demasiado tarde para acortar nuestra distancia.
Después de todo, eso es lo que pasa con los secretos que permanecen guardados. Se marchitan, corrompen y pudren, y esa podredumbre silenciosamente se esparce por todo tu ser, tu alma, y tu familia.