Luto



- Recuento de Camila, psicóloga infantil -

Mi tía Lucena siempre arrastró a mi tío Mario.

Ella era una mujer decorosa. Excesivamente decorosa. Seguía tradiciones, costumbres y vestimentas con un afán enfermizo. Fueran modales de mesa, platos festivos, normas de comportamiento o de etiqueta, las ejecutaba al pelo, como un reloj suizo.

Su esposo, el tío Mario, a menudo era forzado por ella a seguirle la pauta.

Mario, ponte esto… o Mario, no se come cochino los domingos… o Mario, ¿cómo vas a comulgar sin confesarte?

Hasta el día en que Mario fué de la casa y más nunca regresó.

Nos enteramos de su partida cuando mi madre recibió una llamada de su hermana, chillando de tristeza.

“Mario ha muerto” le decía. “Se lo tragó el pantanal del barranco.”

Pero quien ha vivido en Caracas sabe que ni en el monte más tupido o enlodado están dadas las condiciones para que exista un pantanal. Habrá si acaso charcos espesos, infestados de mugre y alimañas, pero nada que pueda tragarse a un tipo como mi tío.

Todos sabíamos que Mario se había marchado, pero que ni él ni el resto de sus seres queridos tuvimos el coraje para hacérselo entender a mi tía. Se lo mencionamos un par de veces, pero ella se negaba a escucharnos.

¿Y cómo no se iba a marchar? Así como Lucena era leal y entregada a los suyos tenía también una personalidad insoportable y controladora. Sólo con verla durante las festividades mi familia necesitaba un descanso prolongado de sus malacrianzas, de sus incesantes exigencias y caprichos sobre cómo vestirnos, qué comer o de qué se podía y no hablar durante eventos tan triviales como una parrilla para mirar el partido de fútbol.

No puedo imaginar vivir bajo ese régimen día y noche; tener que acoplarme a esa biblia de necedades en pro de mantener la paz de un matrimonio. Hasta para dormir, nos contó una vez mi tío Mario, su esposa le demandaba combinar sus pijamas con las sábanas, cuyos colores correspondían a la época del año: blancos y dorados para la semana santa en Abril; grises claros por las lluvias de Junio; amarillos, rojos y morados para los carnavales de Febrero.

Pero después de la partida de Mario, Lucena jamás usó otro color que no fuera el negro.

De arriba para abajo, mi tía se cubría con los tonos más oscuros del carbón. Vestidos negros que la arropaban desde la base de la mandíbula hasta la planta de sus zapatillas, también negras. Su melena sal y canela, alguna vez un robusto castaño, existía fosilizada en los colmillos de una peineta que estiraba sus facciones para arriba, negándoles descanso.

La peineta, engravada con flores y querubines, también era negra. Negra como el abanico que Lucena desplegaba en las tardes húmedas; negra, como la gemas de los anillos que enrollaban sus delgados dedos.

Negra, como la larga bufanda de seda que jamás abandonó su garganta, hasta el día en que fué forzada a mudarse a Miami.

Y así se movía mi tía por el mundo: como la sombra más triste que jamás haya existido.

Mi tía Lucena, pues, vivía de luto. Tal como mi tío Mario, todos le seguimos el juego por varios meses, incluso procurando vestirnos modestamente en su presencia, para corresponder al dolor de su supuesta pérdida. Aún así mi tía no dejó pasar la oportunidad para reclamarle a mi primo la primera vez que lo vió con shorts.

“¿A ti te parece que es momento de andar así?” le gruño entre dientes, con aliento a ginebra. “¿Crees que estamos en la playa?”

Los hermanos de Lucena tuvieron que tranquilizarla, y alguien se apresuró a prestarle unos pantalones khaki al niño. Pero la insolencia de mi primo solo anunció el inicio del fin de aquel luto sostenido. Poco a poco, la familia entera volvió a vestirse en tonos claros y chillones, y a permitirse prendas que nos hicieran sentir verdaderamente cómodos.

Por supuesto, mi tía agonizó cada fase de esa transición a la normalidad.

“No lo quieren, no le extrañan… ¡Y Mario lo sabe!” chilló en medio de un almuerzo familiar, lanzando su taza con chupe a un lado. “Me lo llora siempre que me visita.”

Ese arranque no fué la primera ocasión donde Lucena declaraba haber sido visitada por el espíritu de mi tío. La única razón por la que apenas salía de su casa era, según ella, para continuar recibiendo sus visitas.

Pero todo ese teatro estaba destinado a  terminar.
 
Bajo el comando de mi abuela, mi padre y los otros hermanos de Lucena le informaron que sería trasladada, así fuera a la fuerza, a Florida; donde viviría junto a su anciana madre.

El propósito de la orden era, en el fondo, poder extraer a mi tía de la monotonía y el ambiente que parecía trastornarla. Por supuesto, ella lo vió como una cruel imposición. Personalmente, hoy en día me inclino hacia estar de acuerdo con ella. Descabellada o no, era su potestad final el escoger qué hacer con su vida.

Pero la esencia irracionalmente decorosa de mi tía la condenaba, en su mente, a someterse a la voluntad de mi abuela, por ser “lo correcto y apropiado''.

Así que terminados los llantos y reproches, tía Lucena aceptó dejar su quinta en Caracas en menos de dos semanas. El terreno sería vendido por sus hermanos y la propiedad demolida para hacerle espacio a un nuevo condominio.

Durante el transcurso de esas breves semanas mi tía dejó de hablar, lo cual jamás la había caracterizado. Pasaba sus últimas reuniones familiares en la ciudad viendo al suelo, con su mirada cerca de donde la punta de su larga bufanda negra rozaba las baldosas entre sus oscuras zapatillas. De vez en cuando alguna lágrima corría por su mejilla, y ella se excusaba en el lavabo, donde pasaba buena parte de una hora recluida.

Quizás porque nos daba lástima mi hermana Sofía y yo le ofrecimos quedarnos con ella durante su último fin de semana en el país.

Mi tía alzó el rostro, como poseída por un ángel.

“¿De verdad harían eso por mi?”

“Claro tía, para que te despidas bien de nosotras.”

La tía Lucena nos lo agradeció con un abrazo, pero la realidad es que tanto Sofi como yo olvidamos avisarle qué día iríamos a acompañarla, sin saber que sería ella la que nos buscaría.

Lo siguiente lo vivimos tanto mi hermana como yo, pero mi familia cree que exageramos.

Eran quizás las cinco de la tarde, aquella hora donde el cielo baña todo de un tinte naranja. Tomaba una siesta después de una intensa práctica de fútbol, cuando sentí una mano agitar mi hombro.

“Camilita, mi amor.”

Me levanté pensando que encontraría el rostro de mi madre, pero vi a mi tía. Las lágrimas en sus ojos parecían cubrirlos de vidrio, y la bufanda seguía enroscada en su garganta a pesar del calor del atardecer.

“¿Vienen a mi casa hoy entonces?”

No sabía cómo decirle que no, pero igual le pregunté si mis padres, quienes estaban en un matrimonio, sabían. 

“Claro, hable con tu papá esta mañana. Pero Camilita…”

Mi tía pausó por unos momentos, midiendo sus palabras.

“¿Te daría mucho miedo escuchar al fantasma de tu tío Mario?”

Claro que me daba pánico la idea.

“Creo que no tía” le dije de todos modos.

“Puedo ver que sí mi amor” me dijo Lucena. “Pero esta noche será la última vez que veré a tu tío. No tengo la fuerza para hacerlo a solas.”

Se arrodilló y sostuvo mis manos, suplicándome con su mirada de cristal.

“Por favor Camilita, acompañenme.”

Pálidas y aterradas, quizás por aquella insistente torpeza llamada cariño, tanto Sofi como yo accedimos a estar con nuestra tía para su despedida. 

Conduciéndonos a su casa, en el Toyota que también se vendería, Lucena no cesó de abogar por la importancia de este ritual. Nos contó que los espíritus no sienten su piel, ni huelen aromas conocidos, ni son capaces de saborear. Tan sólo pueden ver y escuchar.

“Por eso es importante no dejarlos sólos, para que no se pierdan” nos explicó mi tía, con irremediable melancolía.

Los rayos del Sol agonizaban cuando llegamos a la quinta del tío Mario y la tía Lucena. Al cruzar el umbral mi hermana y yo nos detuvimos.

No por la cantidad de cajas que invadían las habitaciones y pasillos, ni por el químico hedor que inundaba el aire incluso a metros de la puerta principal.

Sino porque el olor venía de la pintura negra que ahora arropaba cada pared, cada espejo, cada ventana y cada mueble a la vista.

Entrar a la casa era, prácticamente, entregarse a las fauces de una bestia, a una caverna en donde la luz quedaba prohibida.

Mi tía nos entregó un par de velas, también negras, y pidió que la siguiéramos. Tropezando con muebles y cajones llegamos a su sala, el único espacio de la casa cuyas ventanas no estaban pintadas de negro, y a través de las cuales aún entraba algo de brillo.

De algún rincón Lucena sacó dos pinceles y una lata de la oscura pintura.

“Tomen niñitas, ayudenme a terminar de pintar la sala.”

Sofía se retrajo, confundida y asustada.

“¿Para qué es todo esto tía?”

“Para tu tío Sofi. Tiene que saber lo mucho que nos duele dejarlo sólo.”

Como siempre: mi tía y su afán de llevar los ritos y tradiciones al extremo. No le bastaba con cargar su dolor en su alma, o incluso asemejarlo en sus atuendos. Debía, a como de lugar, poseer a su esquina del mundo con su luto.

Debe ser por ello que, en el fondo, nos convencimos de que este tétrico espectáculo iba a acorde a la tía que siempre conocimos; que escogimos, como siempre hizo Mario, volver a entretenerla en sus aficiones.

No habíamos ni dado el último brochazo cuando Lucena nos entregó un par de velos con el color de la noche.

“Es mejor que su tío no las vea” nos explicó. “Se ha vuelto muy penoso después de morir.”

Dudosas, obedecimos su petición. Bajo aquellos mantos nos habíamos convertido parte de aquella hirviente penumbra.

“Vengan, quédense acá” dijo a medida que nos guiaba a un rincón de la casa. A través de las mallas del velo pude distinguir vestigios de su rostro cincuentón, calcado por la llama de una vela.

“No digan NADA. Quédense en absoluto silencio, o el tío se pondrá muy bravo.”

Recuerdo sentir en su tono el ligero perfume de una amenaza.

“Silencio. Las quiero mucho.”

Sopló la vela, y súbitamente dejó de existir la luz en el mundo.

Esperamos en la oscuridad un rato, calladas. De vez en cuando escuchábamos a nuestras tía caminar frente a nosotras. Sigo sin saber cómo se movía tan cómodamente en medio de aquella negrura.

Nuestras piernas empezaron a cansarse.

“Tía Lucy…” susurró Sofi, agotada.

Cinco pasos pesados se precipitaron hacia nosotras.

“¡Shhhh! ¡Les dije que se callaran!” nos demandó la tía Lucena, con una cólera que había contenido hasta entonces.

Mas así hicimos: callamos. Esperamos en medio de aquella infinita tiniebla, escuchando a la hermana de papá andar y a los grillos del jardín poco a poco despertarse.

En algún momento de la noche mi tía comenzó a gritar.

“¡MARIO!” vociferaba de la nada. “¡APARÉCETE MARIO!”

Pero sólo los insectos del patio parecían responder.

Grito tras grito, la voz de mi tía fué deshaciéndose, hasta que sólo le restaba un ronco susurro con el que se tiró al suelo a llorar.

Sollozó por un largo rato, llamando a su esposo.

Y entonces, escuchamos un nuevo sonido.

“Ah…” exclamó nuestra desconsolada Lucena. “¿Eres tú mi amor?”

El ruido había provenido de las bisagras de una de las ventanas, ahora un tanto abierta.

Algo, una especie de sombra, entraba por ella.

Sofi se acercó a mí, para temblar junto a  su hermana mayor.

El viento abrió la ventana, pensé. Sólo el viento.

Pero entonces escuchamos un movimiento en la oscuridad de la sala.

Algo largo y voluminoso, lejos de ser humano.

Pero con una voz conocida.

“Lucena”

Era el habla de nuestro tío Mario.

“Aquí estoy, Mario” le respondió la tía.

Sofía se acercó más a mí, y yo más a ella. La cosa se continuaba arrastrándose por el suelo, como un río espeso que recorría la casita en luto.

“¿Quién está con nosotros?” preguntó la voz de mi tío.

Sentí a mi hermana hacer lo mismo que yo: dejar de respirar.

“Hay niños en esta casa. Los escucho.”

“Aquí no hay niños mi amado. Sólo tú y yo.”

“Lucena… tengo hambre Lucena…”

Mi tía comenzó a llorar.

“Me voy Mario” reveló de la nada mi tía. “Esta es la última vez que nos vemos.”

Hubo un momento de silencio, en donde ni siquiera se escuchaba el largo cuerpo recorrer la alfombra.

“¿A dónde?” preguntó la cosa.

“A donde mi madre.”

Y entonces comenzó a llorar, también, la voz de nuestro tío.

“¿Por qué? ¿Por qué me abandonas por esa puta?”

“¡No es mi decisión! ¡Tengo que hacerlo!”

“No, no tienes chilló” la criatura “Así como yo no tuve que haber hecho el sinfín de estupideces que tu me impusiste en vida.”

Escuchamos un golpe, el ruido de muebles siendo arrimados.

“Acá hay alguien y no me lo quieres decir. Puedo escuchar a dos niñas, temblando.”

El tono de mi tía cambió, como un relámpago alterando su dirección.

“Aquí no hay niños” le dijo a la criatura. “Vete.”

“Tengo hambre… tanta hambre…” lloriqueó la voz de Mario. “No me dejes Lucena.”

“¡Lárgate!” comandó su viuda. “¡Si tanto me aborreciste en vida, lárgate!”

Lentamente, acompañada por una procesión de llantos, escuchamos al ser regresar por donde entró del jardín, como una gran lombriz.

Mi tía cerró la ventana, y al cabo de unos segundos encendió de nuevo la vela.

“Discúlpenme chicas” nos dijo, removiendo los velos de nuestras cabezas.

Sus ojos estaban hinchados, sus mejillas llenas de maquillaje. Más que triste, parecía la expresión de alguien que había perdido la capacidad de volver a alegrarse.

“Déjenme llevarlas a su casa”.

Por razones que se me escapan, Papá y Mamá regresaron del matrimonio sin enterarse donde habíamos estado sus dos únicas hijas. 

La casa de negro fué demolida no tres meses después de Lucena mudarse a Miami. Sofi y yo acordamos no revelar lo que vivimos en ella hasta después de que falleciera mi tía, lo cuál llegó a pasar siete años después. Procuramos visitarla en su lecho de temprana muerte.

Aferrada a los barrotes de su cama, temblaba del frío; incluso en Florida, incluso portando su icónica bufanda de seda. Como si un despeñadero se arrastrara lentamente hacia sus pies. Muy a su pesar ni los médicos ni la familia le permitieron llevar a cabo el último de sus estrambóticos ritos: una invocación del tío. Aquel que sé que  escuchamos en su sala a oscuras.

“Que rabia” silbaba entre dientes, con poco aliento, al compás de lágrimas corriendo por sus mejillas.

Mi tía Lucena falleció un jueves. Llovía desde la mañana, pero las guacamayas cantaron hasta el anochecer. Lo recuerdo porque esa misma noche Sofi y yo fuimos al apartamento de nuestra abuela a seleccionar las ropas del funeral.

La familia quería que la vistiéramos de colores, pero algo nos decía que Lucena hubiera querido mantenerse de luto, ahora para honrar su propio fallecimiento. Encontramos su vestido, sus anillos, su peineta y sus zapatillas. Asumimos que en la funeraria usarían la bufanda que tenía puesta en su momento de muerte.

“¿No tendrá otra?” preguntó mi hermana menor. “La de la clínica debe estar hedionda.”

Por no dejar registramos cada rincón del armario, y dimos con un pequeño baúl.

En su interior habían decenas de bufandas. Todas meticulosamente enrolladas, como toallitas calientes. Pero lo que más nos llamó la atención es que eran idénticas las unas con las otras: pinas, oscuras, con un peculiar patrón.

“Cualquier debe de servir” supuse, extrañada.

Al tomar una de ellas me tomó por sorpresa su textura. A la vista parecía sedosa, cómo no, pero su suavidad y delgadez no correspondían a la de una exquisita fábrica. Era más una membrana.

Desplegamos la prenda, y tanto Sofía como yo no echamos atrás, dejándola caer.

Teníamos ante nosotros la piel de una enorme serpiente. De esas que las víboras cambian cada cierto tiempo.

Larga, voluminosa, inhumana. Negra.

La piel de lo que sea que se transfiguró mi tío Mario, y que mi tía Lucena arrastró hasta el final de sus días.