Linterna



- Recuento de Juan Carlos, botánico -

Ilustración de Flores Solano

La calima tenía días en el cielo, y el aire seguía oliendo a la quemazón de una sabana cercana. El humo parecía un residente más del ancianato: el vestigio de difuntos que no se dignaban a morir.

Pero esa mañana, la séptima después del fallecimiento de Doña Berta, el cielo empolvado en cenizas también era color verde. Verde como el musgo; verde como un plátano a punto de madurar.

La luz de la mañana está rara, pensé al vestirme. Debe ser por el incendio.

Detestaba trabajar en ese lugar. El trabajo no cesaba, ni siquiera en la noche, y atender a personas mayores es, muy pocas veces, gratificante. Se comportan como niños con la autoridad de exigirnos a nosotros, sus jóvenes cuidadores, la satisfacción de todos sus caprichos.

El aroma a humo, y el calor de la temporada, tan sólo aumentaban mi desprecio a esa residencia, en la cual trabajé y viví la mayor parte de tres años consecutivos.

Era el único ancianato dentro de un pequeño pueblo de familias campesinas. La totalidad de sus residentes crecieron, trabajaron, crearon familias y eventualmente morirían en la localidad. Los únicos extranjeros, si mal no recuerdo, éramos sus asistentes.

Doña Berta ni siquiera llegó a salir del estado, o ver la capital del país, antes de su fallecimiento. La fulminó un derrame cerebral, mientras recogía mangos en el jardín de la institución.

Su hermano mayor Don Raúl, quien también permaneció toda su vida en ese terruño y, en consecuencia, también vivía sus últimos días en el ancianato, ayudó a organizar el funeral de Berta. El cura, la música, la hora, los invitados, la vestimenta del cadáver… todo se ejecutó de acuerdo a sus deseos.

Menos por un detalle: su hermana sería enterrada, en un cementerio adjunto a la capilla comunitaria.

“Eso no” reclamó Don Raúl. “Berta quiere que sus cenizas se arrojen en la laguna.”

“La laguna” era un pequeño cuerpo de agua (yo lo llamaría un charco glorificado) dentro del terreno del ancianato. La difunta pasó muchas horas a sus orillas, acompañada por habanos que fumaba por la noche, después del desayuno y como merienda.

La administración del lugar le ofreció sus más sinceras disculpas a Raúl, pero aclaró que existía un protocolo firme para lidiar con las defunciones: todas, sin excepción, debían terminar sepultadas al lado de la capilla.

“Es que no entienden” insistió el hermano de la muerta. “Vean… hay que cumplir sus deseos, y más ahora que está entre los muertos.  Les recuerdo que ya tiene relación con ellos…  Bertica es una bruja.”

Eso no fué ninguna revelación para los oyentes.

Todos los que trabajamos en la residencia habíamos visto, en más de una ocasión, a una fila de viejitos y “visitantes” tras Doña Berta; esperando su turno para pasarle un billete y escucharla leer el futuro a través del humo de esos tabacos, al borde de esa laguna.

“Todo lo que ella quiere es que lancen sus cenizas al agua” explicó Don Raúl. “Que su polvo se mezcle con el lodo al fondo de ese lago, para que pueda por fin apagar sus pulmones. Los que mantuvo tanto tiempo en fuego, cigarro tras cigarro…”

La administración reiteró sus disculpas, pero reafirmó que el entierro se llevaría a cabo. Ni el empobrecido pueblo, ni los pueblos vecinos, contaban con casas funerarias equipadas para llevar a cabo una cremación. Don Raúl continuó insistiendo por días, antes de eventualmente conceder la batalla.

“Ya veo” dijo al comenzar su retirada. “Pues no me responsabilizo por lo que viene. Buen día, y que Dios los bendiga.”

Esa misma noche, se encendieron los primeros fuegos en los cultivos de la zona.

La quema, apoyada por la sequía, arrasaba pacientemente con la vegetación del vecindario. Lo que la hacía aún más incontrolable es que no se expandía del mismo lugar. Nuevas llamas parecían manifestarse en sitios donde las viejas llamas aún no habían llegado.

Y, para colmo, los incendios comenzaban siempre de noche. La luna parecía haberle robado esa responsabilidad piromaniaca al Sol.

La teoría que algunos de los granjeros sostenían era razonable: la brisa nocturna esparcía con facilidad las cenizas ardientes a través del campo.

Pero sin importar los esfuerzos de esa comunidad, el fuego seguía creciendo, y su niebla de humo parecía poseer los cielos.

Y los cielos, a partir de esa mañana, parecían haberse enfermado y perdido su color azul… para darle paso a aquel verde fantasmal.

Intenté no atribuirle mayor importancia a ese fenómeno, al mismo tiempo que me aseaba para bajar a desayunar. Me había percatado de que cuando se vive en el campo cosas extrañas suceden y permanecen inexplicadas. Y quizás todo funciona mejor así.

Esa actitud desentendida tenía sus minutos contados.

Terminaba de comer con mis compañeros cuando una de las enfermeras, acompañada de un vigilante y una secretaria, irrumpió en la cocina. Traía consigo una urgencia imposible de ignorar, así como malas noticias.

Uno de los ancianos había desaparecido. Su habitación estaba completamente vacía, y ninguno de los otros residentes parecía conocer su paradero.

Recibimos las instrucciones habituales: nadie podría entrar o salir del ancianato hasta encontrarlo, y un equipo de doce se dividirían el enorme terreno para su búsqueda.

Por supuesto, yo fuí uno de los seleccionados para esta expedición. Sabía que una insolación y un asalto de zancudos me esperaban.

Lo sabía porque era común que los viejos se perdieran. La investigación nos esparcía por toda la propiedad, sólo para que más temprano que tarde alguna enfermera o un jardinero los encontrara, pasando el rato en algún rincón de la biblioteca, o fumando en el depósito del estacionamiento, o en cualquier otro escondite cercano pero impredecible.

Mas esta vez la media noche había llegado, y aún no habíamos dado con el anciano.

Maldita sea… y maldito Vicente… pensé mientras descendía a oscuras el camino de una ladera. Vicente era el nombre del extraviado.

No había interactuado mucho con él, aunque el resto del equipo parecía quererlo. Era un borrachito alegre y silencioso, quien calmadamente vaciaba las botellas de anís, aguardiente o canelita que su familia le obsequiaba cada vez que lo visitaba.

A mí nadie me visitaba, pero ahí estaba: buscando a Vicente por todos lados, como si fuera mi propio abuelo.

Seguro se embriagó antes de esconderse. Ojalá se meta sus botellas de anís por el culo.

Incluso de noche el aire continuaba apestando a carbón, y el calor del viento alteraba el escozor que el Sol y los insectos habían proveído a mi piel durante el día. La penumbra a mi alrededor me obligaba a guiarme por lo que escuchaba: tenía que evitar acercarme demasiado a los arbustos de donde cantaban los grillos y sapitos… y de donde las cascabeles agitaban frecuentemente sus maracas.

A mitad de esa bajada, en la cual no dejé de pensar lo mucho que detestaba ese ancianato, me percaté de que estaba acercándome a la laguna. Dentro de poco llegaría al extremo contrario de esa porción que solíamos ver desde el jardín de la residencia; donde Doña Berta fumaba sus tabacos y leía el futuro.

Aunque nadie visitaba este lado del gran charco, supuse que era posible que Vicente estuviera a sus orillas, bebiendo. Como un borrachín hecho y derecho.

Decidí que daría una vuelta alrededor de la laguna, lo cual asumí me conduciría de vuelta al ancianato. Si tras ese esfuerzo no daba con Vicente, exigiría ser relevado por alguno de los que pasó todo el día bajo la sombra de la casa.

Por más que evitaba mojar mi pies o enlodar mis ropas, la pantanosa frontera entre el agua y el barro era elusiva. Con tan sólo un par de pasos había empapado mis pantalones, y mis zapatos habían engordado un par de litros.

La noche parecía aún más profunda en esta área. Mi linterna apenas atravesaba la nube de humo que me rodeaba.

“¡Vicente!” gritaba tal como había hecho durante todo el día, con lo poco que me quedaba de voz. “¿Estás ahí Vicente?”

Atravesé el fango por media hora, y apenas había alcanzado la mitad del camino.

“¡Vicente!”

O quizás ni siquiera había llegado tan lejos. Así de espesa era la niebla del incendio, y así de negra era la sombra que inundaba mis cercanías. 

“¡Vicente!”

Y durante ese intercambio, donde ni mi propio eco me respondía, vi una pequeña luz a no más de unos veinte metros de mi.

Pequeña y verde. Se encendía con rapidez, para luego apagarse lentamente.

Un ímpetu despertó en mí. Comencé a correr.

“¡Vicente!”

Sí, era una persona y el brillo venía… ¿de su cara?

“¡Vicente, dime si eres tú!”

“Soy yo, Juan Carlos” respondió la silueta. “Trata de no gritar.”

Dejé de correr. Sólo entonces permití quedarme sin aliento.

“¿Estás… estás bien?” jadeé.

“Shhhh…” pidió Vicente, sin moverse. “Ni hables.”
Escuché cómo alzaba la botella de algún licor blanco a sus labios.

“Ve esto” dijo.

Tomó un trago, el cual dejó como un buche entre sus labios. Comenzó entonces a agitar su cabeza, lado a lado, de la misma forma que haría un perro rabioso.

Y súbitamente, de su boca salió un lengua de fuego. Más larga que un brazo, y más ancha que una gallina.

Fuego verde.

No sabía qué decir. En el momento pensé que era una broma de Vicente, parecida a esas que hacen los abuelos a sus nietos al mostrarles como se quitan su dentadura postiza.

Segundos después, la llama con el colorido de un bosque comenzó a apagarse. Vicente mantuvo la boca abierta, donde una pequeña flama quedó viva, apenas alumbrando las arrugas en su rostro de pergamino. Sonreía, además, con orgullo.

Por mi lado empecé a mostrar mi disgusto con todo este espectáculo.

“Vicente… ¿Qué estás haciendo?” le escupí, dando zancadas hacia él.

Lo tomé del brazo. No me gustaba tratarlos como niños, pero ya ni reconocía el concepto de paciencia.

“Tenemos todo el día buscán-”

Paré de hablar, pues fuí arrojado a mis rodillas.

¿Alguna vez han experimentado el dolor del fuego atravesándolos?

Sé que pocos dirán que sí, pero es la única forma que encuentro de describir la sensación que me derrumbó al suelo: una llama, al menos del tamaño de mi sombra, atravesándome.

La agonía fué tal, y llegó con tal velocidad, que no pude ni gritar. Tan sólo fuí capaz de recibirla estupefacto, en silencio.

Una luz nos rodeó, tanto a mi como a Vicente. Pensé, sin duda alguna, que el fuego que enardecía los campos del pueblo nos había alcanzado. Pronto seríamos carbonizados.

Pero el dolor pasó, mientras que ese resplandor siguió de largo.

Temblando, alcé la vista. Jamás olvidaré lo que ví.

Una figura, alta como ningún hombre que jamás haya visto. Saludable y erguida, caminando con calma… y completamente sumida en llamas.

De arriba para abajo, esta persona era fuego. Diabólico, hirviente. Rojo y amarillo.

Sin detenerse, caminó hacia la laguna, y se entregó a sus aguas. Sumergió sus tobillos, su cintura, sus hombros y finalmente el resto de su cabellera ardiente.

Y tras ella, reinó nuevamente la oscuridad, los sapitos, y los grillos.

No me había percatado, pero Vicente me sostenía en sus brazos. De no ser por el borrachito, probablemente hubiera lanzado mi rostro al fango.

Permanecimos así por largos momentos. Temblaba, sin siquiera ser capaz de preguntar qué acabábamos de presenciar.

“Ven muchacho” me dijo finalmente el anciano. “Tenemos que regresar”.

Vicente me guió a través de la oscuridad, su mano amiga siempre apoyada en mi espalda. Volvimos a través de la misma ladera oscura por la que había descendido poco antes.

Por primera vez en mucho tiempo me sentí como un niñito. Bajo el amparo de un adulto mucho más fuerte y sabio que yo.

“Señor Vicente…” pregunté finalmente, “¿eso que acabamos de ver-?”

“Shhhh Juan Carlos… tú sólo camina. Es normal que estés asustado. En la ciudad no se ven cosas así.”

Una paz me llenó en el momento que cruzamos y vimos las luces de la residencia.

“Doña Berta no es mala” dijo Vicente en ese momento. “Ella sólo quería descansar en el agua, para apagar su alma en paz… pero como la enterraron no le quedó de otra que salir a buscar la laguna, y por eso quemó tanto… por accidente.”

Meras horas atrás jamás hubiera tomado en serio esas palabras, y menos viniendo de un bebedor como él. Pero en ese momento, acarreando mis zapatos remojados y con el recuerdo de ese ardor atravesando mi sistema, la teoría de las cenizas en el aire nocturno parecía una crédula necedad.

“Así que lo que hice todo el día fué guiarla, Juan Carlos” continuó el borrachín, con una sonrisa enorgullecida. “Yo fui su linterna a la laguna, para que dejara de andar perdida por donde no quería estar.”

Su última oración terminó de convencerme de que había subestimado a todos los residentes de ese maravilloso ancianato.

“Como tú” dijo, “que sólo quieres escaparte de la residencia, y de nuestro pueblo.”

Un pequeño y alarmado grupo de trabajadores nos recibió en el jardín. Tan alegres estaban de volver a ver a Vicente, sano y salvo, que logré escabullirme a mi habitación, para bañarme y dormir por casi doce horas.

Al transcurso de esas doce horas cesaron también los incendios, y doce horas después la calima volvió a revelar los colores originales del cielo.

Han pasado muchos años desde entonces, y me sorprendería saber que Vicente, o Don Raúl, o cualquiera de los ancianos con quienes conviví durante mi estancia en esa residencia siguen con vida.

Sólo sé que el joven prepotente que era entonces, y quien falleció ante la imagen de Doña Berta en llamas, no merecía estar ahí... compartiendo con quienes fueron sus amigos en sus últimos días.