El silencio de una casa vacía es muy particular.
Es puro y constante, el reflejo inverso de la estática en una televisión. Y al mismo tiempo, aquel silencio está cargado de un aire de expectativa. El hogar aguarda con paciencia la llegada de sus dueños; como un gato que espera a que el ratón salga de la pared.
Cada vez que muestro a mis clientes una propiedad recuerdo la voz de ese reposo. Pareciera que siempre se me olvida, hasta el momento en que abro la puerta de alguna vivienda—preciosa pero desolada—y el eco de nuestros pasos y voces se diluyen, para llenarla por completo.
La propiedad de esta historia fue la última que logré vender ese año. Mis números anuales habían sido bajos—creo que los peores de toda mi carrera—y tenía urgencia de cerrar cualquier contrato. Llegué a la casa una media hora antes que Bea y Ernesto, los dos compradores, para dar una vuelta y asegurarme de que todo estuviera limpio y en orden. La pareja eran dos de mis más queridos amigos.
“Prometo que la casa es hasta más bonita en persona” le prometí a Bea unos días antes.
“Ojalá le guste a Ernesto” me dijo mi prima segunda y compañera de colegio. “Se ve espectacular en las fotos.”
“Le va a encantar chama, te lo prometo.”
El domicilio era una propiedad de estilo anticuado, construída en los cincuenta, pero mantenida en impecable estado. Una reciente remodelación había modernizado la cocina, acomodado las tuberías e instalado aires acondicionados en cada habitación. Los dueños, una pareja de ancianos, llevaban mucho tiempo sin pisar sus suelos de mármol. Habían decidido pasar sus años dorados en Miami, lugar donde el esposo murió de cáncer de próstata, mientras que una voraz senilidad había nublado lo poco que quedaba de su señora. En sus escasos destellos de lucidez, la viuda accedió a remodelar la propiedad y ponerla en el mercado; para que los ingresos cubrieran sus últimos días y la herencia de su hija.
Al entrar al remodelado hogar, reconocí el silencio que ya me era familiar. La calma de aquel espacio, en cuyas paredes desnudas rebotaba el sonido de mis tacones, me hizo saber que la casa estaba lista para sus nuevos dueños. Alguna presencia humana que le otorgara alma.
Pero la línea en el suelo atrapó mi mirada.
Mi primer instinto al verla de reojo fue saltar, pues pensé que había pisado una serpiente. Una alimaña negra, de varios metros de longitud.
Pero la línea no era un reptil. Ni siquiera tenía vida. Era una mancha seca; una franja que atravesaba el blanco vestíbulo, desde las escaleras que conducían a los otros dos pisos de la casa, hasta uno de los tres umbrales que se despedían de donde me paraba.
“Maldita sea” murmuré entre dientes, estudiando aquel extenso trazo, que arruinaba el piso de mármol, y pensando en los obreros que habían estado a cargo de la remodelación. Daba por seguro que ante mis ojos se desplegaba un largo derrame de algún aceite o pintura, el cual no habían procurado limpiar. Volviendo a maldecir su mediocridad, me apresuré a buscar unos toallines húmedos y un paquete de kleenex que siempre cargo en mi vehículo—porque odio la suciedad y porque las alergias me adoran. Mis amigos llegarían en menos veinte minutos, y debía hacer lo posible por borrar lo más que pudiera de la línea antes de su llegada.
Decidí que empezaría por la superficie más difícil de limpiar: las escaleras. La mancha estaba árida, pero se levantaba del mármol con facilidad, quebrándose en secas y oscuras escamas al rozarla con mis toallines. Peldaño tras peldaño la fuí removiendo, observando que su color no era negro sino una especie de marrón, y sin entender exactamente qué limpiaba, o cómo es que el desastre parecía continuar hasta el tercer piso.
A mitad de camino solté los trapos y subí las escaleras. Necesitaba saber qué diablos estaba limpiando. Al ver que la línea continuaba hacia el cuarto principal, un frío bajó hasta mis tobillos: en mi experiencia, esta recámara era suelo sagrado de toda propiedad; la habitación que hacía o deshacía mis potenciales ventas. Mi imaginación se llenó de aquella mancha recubriendo las paredes, y a su vez ensuciando los ánimos de Bea y Ernesto de comprar. Deseosa de resolver el misterio, entré a la habitación.
El hedor era tan potente que atravesarlo era como penetrar una cortina de humo. Un enjambre de moscas revoloteaban alrededor de algo que colgaba del ventilador en medio de la habitación: una gallina, guindada por un pabilo de una de sus patas, su pescuezo mutilado hasta el borde de la decapitación. El ave suspendía sobre un charco de sangre, ya seca y oxidada. La misma sustancia que había trazado la línea a través de la casa.
Abrumada por el asco, el olor y la confusión, salí de la habitación. Nuevamente, mi mente culpó a los obreros del asqueroso descubrimiento, el cual asumí como un salvaje ritual de santería o magia negra. Sin perder tiempo llamé a mi amiga, para sugerirle mover la muestra para otro día. Eso me daría tiempo de limpiar y averiguar con qué demonios me había encontrado.
“Qué casualidad que me llamaste” dijo Bea al atender. “Acabamos de llegar.”
A esas alturas de nuestra hermandad mi amiga percibió algo peculiar en el silencio que fue mi respuesta.
“¿Todo bien Aga?” me preguntó.
“Sí sí… me da pena decírtelo, pero es que tengo que usar el baño.”
Las risas de Bea y Ernesto distorsionaron la llamada, al mismo tiempo que me pidieron que “echara colonia” al terminar de “echar el leño” (el humor de Bea se había vuelto tan infantil como el de Ernesto). Trate de reirme con ellos, intentando ignorar el zumbido de las moscas a mis espaldas.
“Dale con calma marica, acá te esperamos.”
Corrí de vuelta a la habitación. Por primera vez desde que recibí una navajita, agradecí tenerla en mi cartera. Con armaduras de kleenex revistiendo mis manos, corté el mecate y, sosteniendo la gallina por la cuerda, arrojé el ave por la ventana. Afortunadamente—supongo—la vista de la habitación daba hacia un empinado barranco. Por él descendió hasta perderse los restos de la criatura y, tras ellos, su pandilla moscas.
Pero al voltearme para terminar de limpiar el recorrido de sangre, mi vista cayó sobre los ojos de la gallina. El enclenque pellejo que quedaba de su pescuezo había cedido, dejando atrás la cabeza que, alguna vez, fue su propósito.
Luchando contra las náuseas, me armé con otro manojo de kleenex y arrojé la cabecita por la ventana. Sólo entonces comencé a limpiar el seco charco de sangre, y la marchita línea que se disparaba de él. Entre frotar toallines y kleenex por el suelo, traté de imaginarme cómo pudo el rayón extenderse tan lejos de la habitación. Me era evidente que el autor del tétrico sacrificio había degollado a la gallina para esparcir sus jugos vitales por la recién remodelada casa.
Pensé, también, por qué ocultaba de mi mejor amiga lo que había encontrado. Jamás pensé que llegaría al punto de necesidad económica en el que evitaría contarle a Bea algo tan peculiar. Conociéndola, quizás hasta le hubiera parecido emocionante, digno de estimular su morbo.
Pero no si pasó en su casa, me recordé a mi misma; antes de recordarme, también, lo mucho que necesitaba cerrar la venta.
A los pocos minutos había concluido, a duras penas, de remover la sangre de los escalones. Ahora me quedaba ver hacía donde más se extendía la línea. Pero el teléfono vibró casi al instante que me levanté del suelo.
Hey, ¿estás con vida?
Sabía que no tendría tiempo de limpiar el resto de la sangre; pero con tal de que no hubiera otro animal colgando por algún otro lado, podría explicarlo como un derrame de pintura por parte de los obreros. Me apresuré a seguir la línea a través de un pasillo. Al final del corredor, el trazo continuaba su recorrido por debajo de otra puerta: la entrada del sótano.
El umbral conducía a unos sombríos escalones. Intenté pasar el interruptor, pero el espacio permaneció en tinieblas. Supuse que hacía falta cablearlo, o que su luces aún no tenían bombillos. Ayudada por la linterna del celular, bajé e inspeccioné con prisa. El chorro de sangre desembocaba contra una pared; finalizando su trayecto sin rastro alguno de otra desafortunada bestia colgando del techo.
Suspiré, aceptando que esta era la mejor versión de una situación inconveniente, y subí a recibir a mis amigos, quienes habían empezado a tocar el timbre.
“Dios, Ágata” dijo Ernesto, pellizcando su nariz, “te estás pudriendo por dentro. Hazte un favor y confiésate.”
La pareja estaba encantada con la propiedad: la distribución, los modernos equipos de la cocina, la paz que se respiraba en el jardín. En especial, adoraban lo iluminada que sería su habitación en el tercer piso. Pero la pestilencia—a diferencia de su cadavérica dueña—no había terminado de salir por la ventana.
“Discúlpenme de verdad” les dije, asistida por risitas falsas. “Pero les juro que ya olía así antes de llegar. Creo que los vecinos tienen un problema con el tanque séptico.”
Ambos aceptaron aquella excusa y procedimos a regresar a la entrada. Ya disfrutaba el gusto de una misión cumplida cuando, a pasos de salir de la casa, escuché lo que más temía.
“¿También hay un sótano, no?” preguntó Ernesto.
No me quedó más que conducirlos a la habitación subterránea, y explicarles que la inmunda franja que indignaba su futura casa no era más que aceite derramado, a pocos días de ser limpiado. Bea y Ernesto también aceptaron esta mentira sin rechistes.
Mis queridos clientes hurgaron el sótano, ayudados por las linternas de nuestros celulares. Minutos atrás la prisa no me dejó detallar el espacio: las paredes blancas e irregulares estaban decoradas con pintorescos arcos de ladrillos rojos, el mismo color de las baldosas cubrían el piso. Lástima que no tiene ventanas, pensé en ese momento. Está bien bonito para ser un depósito.
“Uy… ¿y esto?” dijo de la nada Bea.
Al ver de qué hablaba me resultó incomprensible no haberla visto antes, y más cuando la línea terminaba a sus pies: una enorme mancha, irregular y de viscoso brillo, habitaba una de las paredes. Su oscuro tinte negro, gris o verdoso, enmarcado por uno de los arcos de ladrillo.
“Verga… ¿y esta vaina?” dijo Ernesto.
“Parece…” empecé a decir, pero mi mejor amiga se apresuró a completar mi nerviosa especulación.
“Una filtración” dijo.
“Como que sí” dije.
Fuera lo que fuera, y sin importar lo que me decía entonces, muy por dentro sabía que lo que veíamos no era una filtración. De serlo hubiera levantado la pintura, apestado a humedad o moho y el derrame hubiera nacido del techo, o alguna tubería cercana. Esta mancha nacía de la tierra, no emitía olor alguno y más que levantar la pintura parecía hundir un poco la pared, como si su sustancia hubiera carcomido la superficie.
Pero además creo que—por miedo o desconcierto—nadie quiso decir en voz alta lo que era evidente: esta mancha parecía tener la forma y altura de una persona. Me atrevo a decir que incluso simulaba la silueta de alguien bailando; la danza de un gigante, a cuyos pies llegaba el riachuelo de la seca línea de sangre.
“Hoy mismo averiguo qué es esto” le garanticé a mis amigos.
La investigación me tomó un par de días más de lo prometido. Me aseguré de hablar con cada una de las personas encargadas de la renovación de la casa: albañiles, carpinteros, plomeros, señoras de limpieza. Todos me juraron no haber tenido la más mínima indicación de la estampa en las paredes del sótano, o del sangrero que parecía conectarlo—cual cordón umbilical—de la gallina degollada en el tercer piso.
La casa era parte de un complejo residencial cerrado. Fue uno de sus vigilantes el único que me ofreció alguna teoría.
“Allá había una fosa común” me explicó, “para lanzar los cuerpos de delincuentes. Eso se vendió, y la gobernación trató de mover a todos los muertos… pero se sabe que dejaron muchos atrás. No me extraña que algún familiar le metió esa brujería a la casa, señora; aprovechando que nadie vive ahí. Para que el alma de su difunto siga la sangre del animal y salga bien lejos de la tierra… para escapar del infierno.”
Siempre he odiado la brujería. No porque la crea cierta, sino porque cómo los creyentes salen de su camino para cumplir supersticiones, sin importarle a quien afecte, el desastre que ocasionen o las gallinas que desangren. Le pregunté al vigilante cómo sabía tanto al respecto, o cómo alguien pudo entrar a una urbanización privada.
El hombre se encogió de hombros. “Cuentos de esquina, señora. Puede que se metieron por el barranco. Yo sólo cuido que nadie pase por esta vigilancia.”
No dejé pasar el tiempo para contarle a mis amigos del rumor. Si bien no creía en demonios y embrujos, no me parecía recomendable vender un inmueble que tendía a ser infringido por extraños. Aposté que mi honestidad llevaría a Bea y Ernesto a confiar en que podría encontrarles otra opción. Pero su respuesta me sorprendió.
“Ahhh, ¿eso es todo? Pues firmemos y listo, Aga.”
Sorprendida, volví a preguntarles si estaban seguros. La pareja insistió que pamplinas y brujería no impedirían que se mudaran a la casa que llevaban semanas decorando en sueños. Sin embargo—a petición mía—accedieron a darme un par de semanas adicionales, para al menos encargarme de deshacerme de la macabra hendidura en la pared.
Sin embargo, pasé la mayoría de ese tiempo tratando de conseguir que alguno de los obreros se dignara a contestar el celular. Parecían estar siempre ocupados, o sin el teléfono encima; pero algo me decía que tenían miedo. Sospechaba que los cuentos de esquina—acerca de la casa maldita, erigida sobre una fosa común, recipiente de fúnebres maleficios—habían logrado espantarlos, y me arrepentí de mi honestidad.
Sólo un albañil prometió encargarse de arreglar el sótano. Sin saber que este incumpliría su promesa, o que más nunca volvería a contestar mis llamadas, regresé a la casa a cerciorarme de su trabajo. Ahí seguía la mancha. Danzante, como un diablo en medio de un tango.
Molesta, subí las escaleras del sótano.
Y saliendo, escuché una voz.
“Tengo hambre” me susurraron desde la oscuridad.
Me detuve en seco, y volteé a encarar el negro del subterráneo. Estaba segura que, fuera lo que había hablado, debía ser producto de mi imaginación, llenando el silencio que tanto había asociado con una casa sin ocupantes.
Pero volví a escuchar los susurros, tan claros como las sombras que inundaban los escalones en mis narices.
“Tengo hambre.”
Iluminé el sótano con mi celular, preguntando a gritos temblorosos quién estaba ahí. La respuesta fue otra clase de silencio, muy distinto al que acostumbraba.
Y a los pocos segundos, escuché pasos. Rápidos, arrastrados. Como alguien retorciéndose de pie, o tratando de liberar su alma con un baile.
No tenía respuestas, no las necesitaba. Corrí a mi vehículo, desde el que llamé a Bea a contarle lo que había escuchado.
“Wow” me respondió. “Qué miedo.”
“¿No me crees?”
Mi amiga se rió con gentileza.
“Osea sí te creo chama.. pero a veces la cabeza nos inventa cosas que parecen reales. Cuando mi loro se murió lo escuché cantar y llamarme por semanas.”
Recordé a mi amiga contándome al respecto de niñas, y me dí por convencida: fue la mente—sobrecargada, dispersa y necesitada de reposo—la que me había jugado una broma pesada, y no el supuesto espectro de un maleante en el sótano de la preciosa casa.
“Ya cuando nos mudemos Ernesto tapará esa vaina” me aseguró Bea. “Recuerda que le encanta todo lo que tiene que ver con herramientas y arreglar cosas.”
Dicho y hecho, al mes Bea y Ernesto dejaron su moderno pero pequeño apartamento para instalarse en su primera casa. Para conmemorar la mudanza, decidieron organizar una pequeña reunión, con otros amigos y familiares. La mayoría de los muebles no habían llegado, pero no dejarían pasar la ocasión para empezar a disfrutar de su nuevo hogar.
A mitad de la reunión, como a eso de la una de la tarde, Bea sugirió pedir comida china, pues nadie estaba en ánimos de ponerse a cocinar. La propuesta fue aprobada unánimemente, y sólo quedaba escoger al responsable de buscar la orden en el restaurante.
Las defensas comenzaron a sobrevolar por la terraza, pues nadie quería dejar de pasarla bien para transcurrir al menos una hora en tráfico. Fue entonces que Ernesto se acercó a un arbusto, arrancó un par de sus ramitas secas, y trajo al grupo la solución.
“Le toca ir a quien saque el palito más corto.”
Apenas jalé mi diminuta astilla de su puño cerrado supuse lo que se confirmó en menos de un minuto: a mí me tocaría la diligencia. Los invitados rieron y aplaudieron el resultado.
“¡A quien encontró la casa le tocan los honores!” exclamó con un abrazo el esposo de mi mejor amiga y segunda prima.
Bea caminó conmigo al carro, donde ofreció hacerme compañía por el trayecto. Yo le insistí que se quedara, pues era su día para celebrar.
“La próxima te secuestro” le aclaré. Bea se rió.
“Va. Acá te esperamos.”
Hora y media de tráfico después—con cuatro bolsas de comida china en el asiento de copiloto—dos ambulancias y tres patrullas me pasaron, disparadas, a dos o tres cuadras de la casa de mis mejores amigos. A una cuadra de la vigilancia donde escuché el cuento de la brujería comencé a ver el polvo, flotando sobre una pequeña multitud que se reunía a las afueras del conjunto residencial.
Pasaron días antes de que me recordara de botar la comida en mi carro. La incredulidad me mantuvo en rapto, ajena a la realidad. Sólo podía sentir el vacío de considerar lo milimétrica que había sido mi suerte. Las patéticas razones por las cuales mi nombre no se convirtió en el apellido de una tragedia.
El barranco al que meses atrás había lanzado la gallina, y luego su cabeza, se había desplomado hacia un riachuelo. Con su derrumbe la casa colapsó sobre sí misma, dejando atrás una colina de piedra, polvo y una decena de fallecidos. Ni Bea, ni Ernesto, ni ninguno de sus invitados sobrevivió la calamidad.
No mucho tiempo después, cuando los restos de aquel condenado hogar habían sido retirados, me atreví a acercarme. No sé qué me llevó a hacerlo. Supongo que era sábado, y ya no tenía a mi mejor amiga para hacer planes y tonterías.
El espacio estaba desnudo, apenas ocupado por las bases de algunas columnas, pero igual lo sentía como un desastre. Un desorden sin arreglo.
Y lo que escuchaba… eso sí que era un silencio.