Lágrimas



- Recuento de Roberto, técnico de sistemas -

Ilustración de Flores Solano.

Pronto tendré cuarenta años.

Aún me duele el dedo.

Es una molestia que siempre aumenta alrededor de la víspera de mi nacimiento. Alrededor del segundo nudillo de mi índice izquierdo se forma una argolla de costras y sangre.

Pero creo que, primero, tengo que contarles de la primera vez que sufrí este dolor.

Era mi noveno cumpleaños, y la casa entera había sido decorada con ornamentos de fútbol. Mis padres incluso compraron un par de arquerías para improvisar una cancha de futbolito en nuestro pequeño patio trasero. La esencia de la fiesta era jugar partidos todo el día, y varios de mis compañeros de colegio asistieron energizados por esa expectativa.

Pensarán, seguramente, que yo también era fanático del deporte. Pero la realidad es que no sólo era pésimo con esa y toda actividad física; también carecía de interés alguno por el juego. Ni siquiera recuerdo quienes eran los jugadores en las fotos y afiches que mi madre colgó por toda la casa.

Yo en cambio estaba más interesado en la fantasía, las pelis y la imaginación: la guerra de las galaxias, el señor de los anillos, calabozos y dragones.

Pero lo que más añoraba, incluso más que entregar todas mis horas a esas diversiones, era tener amigos. Y alcanzando mis nueve años no contaba ni con una sola persona de mi edad que me brindase esa compañía.

El fútbol jamás ha perdido su popularidad en mi colegio (lo sé porque mi hijo es ahora alumno de la misma escuela), y cuento con bases para afirmar que quien forma parte del equipo es visto como miembro de una élite social entre los niños. Así que hice lo que tenía que hacer para tener asistentes a la víspera de mi nacimiento: celebré el deporte que tanto me rechazaba, e invité a los chicos que sólo me dirigían la palabra para burlarse de mí, o para pedirme dinero para la cantina.

Sabía que, de lo contrario, pasaría otro cumpleaños a solas.

Y quizás hubiera sido mejor así. Me animé a jugar un par de partidos, pero no tardé en caer en cuenta que mi propio equipo evitaba pasarme el balón. Tampoco podían resistir reírse o hacerme sentir mal cuando, en mi inexperiencia, mis toscas patadas botaban el balón de la cancha, o se la entregaban a algún contrincante; estropeando alguna jugada en la cual no estaba inicialmente incluido.

“Coño huevón deja de cagarla. Tu no sabes jugar” escupió Santiago, quien prevalece en mi memoria mucho más que cualquiera de las estrellas en esos afiches que decoraban, como generosos impostores, las paredes de mi sala.

Me aparté sólo cuando, finalmente, asistí a un equipo ganador. Creo que justifiqué esta decisión en mi mente bajo la excusa de que quería tequeños, y no dejar de sentirme rechazado.

Conseguí algún rincón de la terraza para sentarme a comer los agasajos, observando y pretendiendo disfrutar de la fiesta en la que sentía que pocos me querían presente. Nunca he vuelto a sentirme tan solo como en ese momento, en el que sonreía y empujaba mordiscos de los sabrosos bocadillos a través de un nudo en mi garganta.

Creo que por eso dió tanta lástima el payaso llorón.

“Robi, tu mejor amiguín” había sido contratado por mis padres para la piñata, sobre todo para distraer a los niños más pequeños. Pero la verdad, no había hecho un buen trabajo.

Ninguna broma o truco de Robi no era alegre, o suave. Más bien eran pesadas, agresivas, malhumoradas. Varios de los niñitos habían arrancado a llorar, asustados con su acto. Sus animales de globos, además de deformes, estallaban rápidamente, y usaba música inapropiada para los más pequeños, como Guns n’ Roses y Metallica.

Irónicamente, también, perdía la paciencia si su audiencia precoz llegaba a reír, o si la risa llegaba a durar mucho tiempo.

“¡Shhhh!” soplaba entre dientes, como si le irritara que hasta los niños se burlaran de él.

Pero desde donde yo lo observaba, podía notar que Robi solo estaba muy frustrado por ser alguien inherentemente muy triste. Tal como yo, él no quería estar ahí.

Fue cuestión de tiempo para que papá lo apartara y le pidiera que se fuera. Robi comenzó a llorar. Jamás había visto a algún adulto así, llorando como pensaba que sólo llorábamos los niños. Su antifaz de tempera corría por su rostro, arrastrado por sus lágrimas.

“Por favor, cuento con este trabajo” le imploró a mi padre.

Pero papá permaneció firme. No quería que Robi me arruinara la piñata.

Algo, seguramente compasión, me llamó por dentro para ayudarle. Tomé a papá de la mano en mitad de su intercambio con Robi.

“Papi, porfa dejalo que se quede” rogé. “Dale un chance, y creo que se portará mejor.”

No sé cómo ni porqué, pero luego de una breve conversación con mamá mi padre accedió a mis súplicas: el payaso llorón tendría una segunda oportunidad.

Y cómo mejoró su trabajo. Mis primos rieron por el resto del día gracias a Robi.

Sin duda, sentí en esos momentos, ahora era el único que no la estaba pasando bien en la fiesta, llegando incluso a escurrirme a mi habitación para leer historietas. Al mamá descubrirme le mentí, diciéndole que me dolía un poco la cabeza. Pasé el resto de la celebración mayoritariamente a solas.

Hasta la tarde cuando, luego de que explotaron los globos y guerrearon con hielos, Santiago y su grupo se acercaron a mí.

“¿Quieres jugar fútbol Robertico?”

No dudé ni un microsegundo en acceder a su oferta.

Santiago me ordenó que lo siguiera. Tenía que cumplir un reto.

Caminamos al lavandero de mi casa, en un apartado y pequeño rincón del jardín. Santiago sacó una navaja victorinox amarilla, un regalo de Navidad que lo vi ostentar a sus compinches durante una clase de dibujo y pintura.

Afirmó entonces que hay que tener huesos gruesos para jugar fútbol.

“Corta tu dedo para ver” instruyó fríamente el jefecito de aquella pandilla. “Si cortas hondo podemos ver el hueso, y nos lo muestras para saber si es fuerte.”

Un calor estrujó mi garganta e inundó mi rostro, y no tenía idea de como decir que no. Sabía que era mentira, aun cuando quería creerles. Sobre todo, no quería perder la oportunidad de tener amigos de su talla, futboleros e importantes.

“Es sólo una cortadita” insistieron. “Una línea así, rápida y recta, para ver dentro de la piel.”

Recuerdo sus sombras agigantarse sobre mí, alimentadas por cada instante que transcurría sin yo contestarles. Sus sonrisas, luchando por contener una carcajada, parecían también agrandarse.

Eric, uno de los mejores amigos de Santiago, dio un paso adelante y expuso la cicatriz de su dedo anular. “Ve, yo también lo hice” me demostró. Años después, me enteraría que esa era la marca donde los médicos hicieron una incisión para soldar con tuercas la fractura que resultó de la caída de un columpio.

Nuevamente, ansiaba creerle a Eric. Pero el grupete podía oler mi vacilación, y ya había dudado más de lo que aceptaban.

“Ayyyyy qué marico” dijeron en coro. “¿Tú no y que cumples nueve años?”

Detesto saber que una parte de mí estaba de acuerdo con ellos: me veía a mí mismo como una mariquita. Como un niñito débil, sin nada que decir.

Santiago atajó mi muñeca.

“Déjame ayudarte” dijo al colocar la navaja en mi palma abierta, cerrar mis dedos alrededor del mango, y empezar a guiarla hacia mi pulgar.

El filo comenzó a separar mi piel.

Súbitamente, reventó una voz.

“Niños” sentenció la corpulenta figura. Las sombras de mis compañeros se achicaron a su estatura original.

Hubieran corrido pero Robi, el único adulto entre nosotros, bloqueaba la salida y entrada del diminuto lavandero. Su maquillaje continuaba estropeado por las lágrimas, pero se veía en control. Casi orgulloso de su heroísmo.

“Dejen a Robertico tranquilo” pidió con dulzura, antes de revelar su horripilante oferta.

“Yo les puedo mostrar mis huesos.”

Adelantándose a que alguien pudiera entender a qué se refería, el payaso alzó su índice a la boca.

Y cercenó la mitad de su dedo con un mordisco.

Recuerdo el chasquido del nudillo al quebrarse, así como el hilo de sangre que se disparó al techo, a la lavadora, a los rostros de algunos de los espantados futbolistas. Robi extendió su mano, temblorosa y bañada en rojo.

“Miren: es para ustedes.”

El payaso sucumbió al suelo, sosteniendo el torrente en su mano izquierda y tratando de no llorar. Mis invitados aprovecharon su caída para escapar de la carnicería y correr de vuelta a sus papis y mamis.

Pero yo permanecí. En parte porque Robi me había atrapado con su mirada, clavada en mis ojos. Nuevas lágrimas habían vuelto a inundar su maquillaje, y se entremezclaban con el escarlata que pintaba sus labios y su barbilla.

“Ahora somos amigos Robertico” dijo sin dejar de verme. “Tú salvaste mi trabajo, yo te salvé la mano… es tu turno de hacerme otro favor.”

Alcanzó a explicar qué esperaba de mí en los meros instantes antes de que papá entrara al lavandero y lo apartara a golpes de su hijo.

“Algún día, en tu cumpleaños, te visitaré y también perderás tu dedo por mí.”

Robi fue arrestado aquella tarde, pero no pude dormir bien por semanas.

Me desvelaba vigilando mi ventana, y mi puerta. Estaba convencido de que “mi amigo” se asomaría en cualquier momento, en búsqueda de algún dedo donde hincar sus dientes. Había escuchado que ese mordisco requiere del mismo esfuerzo que morder una zanahoria. Me preguntaba si sería igual de rápido también.

Todo el colegio, durante una breve temporada, hablaba acerca del incidente de mi piñata. Caras completamente extrañas me preguntaron quién era este payaso, o la razón por la cual se había devorado la mano.

Un manojo de esos rostros se convirtieron en mis primeros, y verdaderos, amigos. Andrés, Eduardo, Julio… personas con quienes compartía el amor por la fantasía, la ciencia ficción, y la confianza suficiente para admitir que, en realidad, el fútbol no nos interesaba en lo absoluto.

La falta de sueño, así como la rapidez de ese cambio en mi círculo social, me hicieron vivir todo aquel período con la nitidez de un delirio.

Es por ello que quizás recuerdo empezar a mordisquear mi dedo durante aquellas noches, a la espera de Robi. Pasaba mis horas de vigilia apenas clavando los colmillos en mi piel. Como si en un trance, aguantaba la mordida unos segundos, para familiarizarme con el dolor.

Me preparaba. Si Robi me iba a atrapar desprevenido, el dolor de perder mi dedo no.

Como es de esperarse, jamás volví a escuchar o ver al payaso. Pero a días de cumplir cuarenta años, aún temo que me siga.

Aún, también, sigo mordiendo mi dedo índice cada vez que se avecina mi fecha de nacimiento.

Mis excusas por las costras que me inflijo en la mano han evolucionado acorde a los cambios en mi vida: que si el “mordisco de mi gato”, o “una caída de la bicicleta”, o “un accidente rayando zanahorias”, o “el pellizco de una tuerca al cambiar un caucho”.

Me preparo. Como un hombre condenado a la horca aprieta su cuello con las manos, para acomodarse a la soga.

No sé qué fue del payaso llorón en la cárcel, o si sigue siquiera con vida. Pero ando convencido de que, tarde o temprano, asistirá a alguna de las celebraciones por mi cumpleaños. Para cobrar en carne, sangre y hueso el precio de su amistad.