Huésped



- Recuento de Hilario, guía de excursiones -

A los veintinueve años de edad, con un empleo envidiable como ingeniero, decidí de un día para otro dejar de lado mi trayectoria profesional, armar una mochila y viajar.

Prácticamente nadie pretendió entender mi decisión. Mis padres la catalogaron como un acto de vana rebeldía, mis amigos la ridiculizaron cual fuera una chistosa pataleta y mis colegas —con quienes entonces pasaba la mayoría de mis horas— meramente fingieron estar emocionados por mí.

“¡Tú sabes que es lo mejor para tí!” expresaban con tiesas sonrisas.

Pero la realidad es que no tenía idea de qué debía de hacer con mi vida. Sólo sabía que mi existencia sana, segura y predecible me era insuficiente. Que debía escapar antes de perder la convicción de que existían más versiones de mí por descubrir.

Ayudaba, por supuesto, que siempre he tenido el anhelo de viajar y conocer el mundo.

Específicamente quería escalar. Darle la cara a todos los paisajes y cimas que en tantas ocasiones había presenciado dentro de la pantalla de un cine. Sentir la brisa de tierras — que jamás volvería a visitar— enmascarar mi rostro con sentimientos y corazonadas; aquellos que, en otra vida, quizás me hubieran sido permanentes. Debía escalar, para conocerme en otras historias.

Los ahorros que otros habrían acumulado para la inicial de un apartamento, o para por fin comprar un vehículo que no fuera de segunda mano, lo asigné como el fondo monetario de esta travesía. Con tal de conseguir pequeños empleos en hostales, me decía a mí mismo, podría viajar por casi la mitad de una década.

Mas mi rumbo multicontinental culminó a los tres años, en una pequeña aldea en Alaska.

Antes de llegar a ella había pisado Japón, Alemania, China, la India, Francia, Inglaterra, Argentina, Bolivia, Grecia, México, Egipto, Cuba e Irlanda. Ello me permitió entender que el mundo está repleto de personas maravillosas, todas en búsqueda del exquisito placer de vivir una vida tranquila, rodeados de aquellos a quienes quieren. Apenas conocí a Lily y Carter, la pareja de ancianos que me recibieron en su humilde hogar, supe que me hospedaría con esa clase de individuos.

Carter era un pastor ovejero, Lily una ama de casa. Unas diez primaveras antes de mi visita, dejaron atrás su pueblito natal y se mudaron a la también diminuta aldea, para pasar sus años dorados.

“Yo hubiera arreado ovejas quince, veinte años más” me aseguró durante nuestra primera cena aquel hombre pelirrojo y de perfecta postura. “Pero nos obligamos a descansar.”

El precio por acompañarlos durante un mes sería asistirlos con jardinería, limpieza general y  reemplazar las baldosas del tejado. Fue a los días de mi estadía que su esposa, una señora de ojos grises —como su plateada melena— y una larga nariz de tucán, me confesó que no sólo buscaban reposo tras tantas temporadas como granjeros.

“Teníamos tres hijos” me confesó Lily, mientras la asistía a preparar la chimenea. “Ninguno sigue con vida.”

Le hice saber lo mucho que me apenaba aquella admisión, pero no me atreví a preguntar más al respecto. Asumí que no me tocaba saber más allá de lo poco que me dijo la dulce señora: sus criaturas habían muerto en su localidad previa, donde su memoria los proyectaba en cada rincón y sobre cada colina; jugando, riendo, creciendo como si fueran a llegar a viejos. Simplemente, el duelo llegó a aquella granja y nunca terminó de irse.

Así que no se habló más del tema. Al menos no hasta el día en que Carter me explicó por qué la regla más importante de su nuevo hogar era cerrar con llave cada puerta y cada ventana.

Me preguntó, primero, si Lily me había mencionado lo sucedido con sus hijos. Sin preámbulos le contesté que sí.

“¿Y te comentó también cómo pasó?”

Algo me decía que no quería saberlo, pero ya era muy tarde. La cordialidad me exigía responderle con la verdad.

“Pues vivíamos con la casa abierta” me relató. “El vecindario era seguro, y queríamos que los perros entraran y salieran sin problemas. Un día, dejamos a los niños durmiendo y fuimos al mercado. Cuando regresamos encontramos un sangrero por todos lados, y Lily vió a un oso saliendo por el jardín.”

Carter permaneció callado por un inmenso instante.

Su mirada, clavada en el suelo, se llenó de una tristeza inmortal. De un dolor que permanecía joven y nítido en su memoria. No me atreví a interrumpir aquel encuentro entre el hombre y las visiones que retornaban a su mente.

Eventualmente, mi anfitrión alzó la cabeza y sus ojos azules encontraron los míos. Parecían listos para llorar, mas ni una sóla lágrima los bañaba.

“Y bueno… te imaginarás” susurró eventualmente. “Permanecimos ahí por mucho tiempo, pero no queríamos pasar los años más callados de nuestras vidas en esa casa. Era demasiado para los dos.”

No me cabía duda que ese había sido el caso. Carter volteó hacia una mesa de entrada y cogió un llavero de un tazón de madera y cerámica azul. Alzó las piezas de metal a la altura del rostro que momentos atrás se llenaba de pesadumbre, pero ahora de firmeza.

“Esta es la única copia de las llaves. No tenemos problemas en prestarlas con tal de que acates tan sólo esta regla: sea cual sea la hora que salgas o llegues a la casa, te pedimos que tranques cada una de las entradas, tanto en el primer piso como en las habitaciones. Eso incluye todas las ventanas. Más importante aún, siempre que entres debes regresar las llaves aquí, a este tazón.”

El ovejero terminó su explicación tal como dijo: devolviendo las llaves a la taza.

Creía haber entendido la importancia de aquella norma en esa conversación. Pero días después, cuando le mencioné a Lily que en la noche iría a una taberna, a ver si conocía a más locales, se tomó la oportunidad para reiterar las palabras de su marido.

“Sé que te vas a divertir, pero por favor: cierra bien todo y regresa las llaves” me pidió encarecidamente. “Hay cosas que no queremos que entren.”

No me aclaró a qué se refería con “cosas”, e incluso me pregunté si ella estaba al tanto de lo que me había contado Carter. Supuse que su temor se había expandido más allá de la intrusión de un oso. Seguro quería resguardarse de toda clase de animales y alimañas, fueran reales o productos de la fantasía. Sin importar el caso accedí a su petición, y subí a mi cuarto para prepararme.

Viajar como yo he hecho también es una avenida para conocerse a uno mismo. Mis tareas como ingeniero me mantuvieron tan ocupado que creo opacaron mis peores instintos. Entre ellos, no hay ninguno peor que la bebida.

Siempre me gustó el alcohol, pero no comprendí la disposición con la que lo aceptaría en mi vida hasta el momento en el que empaqué mis cosas y emprendí mi recorrido por el mundo.

Estuviera en Asia, Europa o Latino América, conocer a nuevas personas a menudo implicaba compartir un trago con ellas. Si de verdad quería entablar una rápida amistad, aquello se repetía día tras día, cada vez con más bebidas de por medio. Bebía tan a menudo que la recurrencia se cuajó en una rutina, y sin importar donde estuviera lo primero que buscaba era donde tomar con descuido.

Mi estadía en la vivienda de Lily y Carter alentó un poco mi deseo de buscar un bar. Tal era su hospitalidad y lo mucho que disfrutaba compartir con ellos. Pero al transcurso de casi dos semanas ya daba por sentada nuestra joven relación, y me dí permiso hacer lo que ya ejecutaba por meses: ir al bar cuando el Sol aún iluminaba el cielo, y sólo regresar cuando sus primeros rayos teñían el alba.

Tres noches tenía ya entregado a aquel hábito, pero sin llegar a conectar a muchos. Nadie parecía estar dispuesto a emborracharse conmigo, y el barman (Christopher, rechoncho y sereno) era a quien mejor parecía conocer. Así que cuando el extraño de barba canosa y con un nombre que jamás recordaré se acercó a confrontarme, no pude sino ofrecerle el asiento a mi lado.

“No nos gustan los forasteros” me dijo, probablemente más borracho que yo. “¿Por qué crees que tenemos tres noches ignorándote?”

Resoplé una pequeña risa ante su pregunta, la cual lo hizo sonreír un poco. De haber estado sobrio me hubiera levantado. El tipo se inclinó hacia mí, supongo que para decirme un secreto o para hacer notar la baba que barnizaba su adormecido labio inferior.

“Mira a la pareja con la que te quedas. ¿Carter… y Lily… no? Bueno, son dulces. Dóciles. Nadie les desea el mal. Pero nadie quiere admitir que no los queremos acá. Aún los vemos como inquilinos que siguen y siguen extendiendo su estadía.”

El extraño se inclinó aún más. La baba que cubría su boca parecía revestir también sus ojos enrojecidos.

“Y este es un pueblo tranquilo. Libre de tragedias o grandes problemas. Tres hijos muertos… ¿tú de verdad crees que esa mala fortuna no es algo que trajeron con sus maletas?”

Incluso bajo la ebriedad cargaba me harté de la falta de caridad de aquel individuo. Sin más lo dejé en su asiento e inicié mis regreso a la casa de Carter y Lily, los generosos ancianos que con tan buena fé me habían recibido.

La noche aún reinaba; el canto de los grillos y una lechuza se lo recordaba a la aldea durmiente. Paso tras cada inestable paso, regresaba a mí el recuerdo de otra realidad que conocí durante mis travesías por el mundo: los límites de mi cuerpo bajo el alcohol. Ya no aguantaba los castigos del licor como antes.

A mis veinte años, quizás, era más probable que vomitara o perdiera el conocimiento con menos de lo que hoy en día soy capaz de tragar. Pero mi anatomía ahora me los cobra con molestias: dolores de cabeza, en las articulaciones, en la barriga. Mientras más bebo, más me mortifico.

Y en ese entonces, cuando me sometía con tal consistencia a aquel veneno, lo que más me pesaba era la vergüenza que cargaba en el alma.

Andaba apenado por las oscuras carreteras de Alaska. Abrumado por la noción de aquello en lo que me había convertido: alguien viviendo el mejor momento de su vida, conociendo nuestro planeta y sus habitantes como pocos pueden, pero a la vez siendo incapaz de no someterme a esta aflicción. Tambaleaba de lado a lado y alzaba mi cabeza al firmamento, para respirar; para ver si las estrellas me regalaban un aliento de claridad.

Y cuando llegué a la cabaña de Lily y Carter, quienes en mí habían confiado la única copia de las llaves de su nuevo hogar, permanecí parado varios minutos enfrente de la morada. Detrás de ella, se expandían los primeros tonos del amanecer. Aquellos que se suponen llenan el alma humana de esperanza, pero que entonces sólo me daban tristeza.

Otro día que perderé, pensé, viendo a la casa que debía entrar y cerrar de arriba para abajo. Imaginándome que dormiría hasta tarde, sólo para despertarme de mal humor y ser incapaz de apreciar todas las cosas maravillosas que esta locación tenía para mí. El Sol llegaba a mi como una mascota, quien recibe con emoción al dueño que la patea a un lado, para que lo deje tranquilo.

Un arranque infantil me dijo que no debía entrar por la puerta principal.

No sé por qué —pues no había pasado antes— pero imaginé que esa mañana alguno de mis dos anfitriones ya estaría despierto. Preparando el desayuno o leyendo un libro con café. Lo último que quería es que me vieran en este estado.

Entraré a mi habitación por la ventana, decidí impulsivamente, y calladamente bajaré para dejar las llaves en el tazón. Si tengo cuidado nadie se dará cuenta.

Era un plan torpe, lo reconozco. Pero juro que en ese instante de ansiedad era todo lo que tenía, y que me daba más alivio que el prospecto de cruzar aquella puerta principal.

De tanto subir al tejado a reemplazar las baldosas había aprendido a cómo escalar hasta el techo sin necesitar una escalera. Incluso en mi borrachera fuí capaz de montarme en la cubierta de una pequeña terraza y entrar por mi ventana, la cual abrí con las llaves.

Antes de pegar el brinco a mi recámara vacilé, pues no estaba del todo seguro que ahí era a donde ingresaba. ¿Y si es el cuarto de Lily y Carter? pensé. Imaginé lo terrorífico que sería para ellos ver una sombra, oscura y deformada por el alcohol, invadir su casa. Como aquel oso había hecho tantos años atrás.

Pero para mi fortuna, este era mi cuarto. Y apenas ambas de mis suelas aterrizaron en su piso de madera recordé el dolor que inundaba cada una de mis articulaciones y musculaturas. Mis pasos me dolían, y mi cabeza latía tras cada nauseabunda inhalación. Sobre todo sentía mi cuerpo crujir; con cada movimiento parecía que mi piel eran capas y capas de bolsas de basura. Algo de llegar a mi destino, o quizás la escalada, me había confiscado las fuerzas.

Recuerdo muy poco de esos últimos instantes. Sé que cerré con llave mi habitación, probablemente porque pensé que esa era la puerta del hogar. También sé que no removí ni una sóla prenda de mi cuerpo. Las botas enlodadas subieron a la cama conmigo, la cual, en mi ebrio sopor, también parecía crujir.

Crujir.

Aún puedo escuchar aquellos tiesos chasquidos, entrando a los incómodos sueños de aquel breve reposo.

Crujidos, crujidos, crujidos…

Y luego el chirrido de algo metálico.

Hubiera ignorado aquel sonido, de no ser por la insistencia con la que se repetía. Incluso con los párpados cerrados sabía que venía de la entrada de la habitación. Tras volverlo a escuchar un par de veces supe que era la manilla. Bajando y rebotando hacia arriba.

Eeeeeee… Clack!

Eeeeeee… Clack!

Abrí los ojos, en medio de una tormentosa jaqueca. Mis alrededores estaban bañados en una suave penumbra, diluida en los naranjas y grises azulados del amanecer.

Eeeeeee… Clack!

Mi vista seguía borrosa, pero podía ver aquella barra de metal moverse con sigilo y persistencia. Asumí que uno de los viejos querían entrar, para asegurarse con disimulo que dormía y de que había llegado sano y salvo. Respiré profundo y me alcé para ir a abrirles la puerta.

Entonces volví a escuchar el crujido. Se extendió de mi cabeza hasta mi cintura, pero no venía de mi, ni de mi piel tiesa y adolorida.

Venía del plástico que cubría mi cama, mi mesa de noche y el suelo alrededor de mi lecho.

Enormes láminas transparentes, rodeándome como si fuera un regalo a punto de ser envuelto para navidad. Crujiendo con cada uno de mis movimientos.

Pensando que quizás sí había entrado al cuarto equivocado, me levanté de la cama. Sólo entonces escuché las voces de afuera.

“¡Shh! Escucha” susurrando afuera de la habitación.

“Se movió, ¿no?” respondió la otra persona, también con susurros.

“Sí, pero puede que siga en cama.”

Esperé antes de volver a moverme. Permanecí de pie, en medio de la oscuridad menguante, aquel silencio, y todo ese plástico que aún no comprendía por qué me rodeaba.

“El idiota no dejó la llave en la entrada, pero sí trancó su habitación” cuchicheó la primera voz.

Y supe, sin lugar a dudas, que a quien acababa de escuchar era nada más y nada menos que Lily.

Con esa realización supe que lo que sucedía no era un mero malentendido. Detrás de la molestia de la anciana había algo puro y siniestro.

“Tumba la puerta” ordenó.

“No” replicó Carter. “Se despertará apenas demos el primer golpe.”

“¿Cómo? Está borrachísimo” insistió su mujer. “Te digo: lo vi escalar por la ventana y creí que la caída lo mataría antes que nosotros.”

Lo mataría antes que nosotros.

Las palabras explotaron en mis oídos. Mi somnolencia se dispersó como si fuera polvo bajo un balde de agua helada. Volví a examinar la alfombra y sábanas de plástico, y comprendí cuál era el destino que Lily y Carter tenían planeado para su visita.

“Si el imbécil subió al techo también podrá bajar” susurró con molestia el ovejero. “Ve, busca la copia de las llaves en el sótano. Deben de estar en la lata de frijoles.”

Por un momento imploré que todo fuera un malentendido. Pensé incluso en decir algo, quizás un “¿me están hablando?” a través de la puerta. Cualquier comentario que iniciara el intercambio indicado para hacerme saber que sólo querían revisar cómo me encontraba.

“Deja tu hacha, yo aquí tengo la mía” susurró entonces el viejo.

Y así como el arma de Lily impactó con un golpe sordo el suelo de cerezo, caí en cuenta que tenía que salir inmediatamente de aquellos aposentos.

Removí mis zapatos, tomé únicamente mi billetera, pasaporte y navaja de bolsillo y escapé sin torpeza alguna por la misma ventana por la que había escalado. Una vez mis piés tocaron la grama del patio salté las vallas de al menos cinco hogares vecinos. Golpeé la puerta del sexto, implorando que fuera llevado a la estación de policía.

Para el momento en el que las autoridades entraron a la cabañita donde me hospedé por un poco más de dos semanas, sus dueños habían escapado. Lograron abrir la puerta de mi recámara y, seguramente, comprendieron lo que había sucedido y que debían huir.

Por años he permanecido al tanto de los avances de la investigación, pero más nunca se supo del ovejero y la ama de casa.

Aquello me preocupa. Temo por el bienestar de sus próximos huéspedes. Temo también que fuí muy dispuesto a creer que sus tres hijos fueron despedazados por un oso pardo.

Mis sueños de seguir explorando el mundo concluyeron esa noche. Como la mayoría de nosotros, confiaba ciegamente en la prevalencia del bien en el ser humano. Sin tomar en cuenta la existencia del mal, inexplicable e insondable, que existe para hacerle contrapeso.