No habían transcurrido ni veinte minutos desde que dejé a Patricia en la clínica de abortos, cuando llegué al puesto de perros calientes y hamburguesas.
Tenía veintitrés años y Patricia era mi novia de entonces. La primera chica con la que había salido en mi vida. Le tenía mucho cariño, del mismo con el que se quiere a una amistad, pero ya sé que nunca estuve enamorado. Nuestro pseudo-romance no fué más que la oportunidad de evitar sentirme que me había quedado atrás, sin novia.
Todo ello, sin embargo, no impidió que a los tres meses la dejara embarazada, y que a espaldas de nuestros padres corriéramos a detener el proceso que, de lo contrario, concluiría en nuestro primer bebé.
Al ser informado de que no permitían a hombres ingresar al centro pretendí estar medianamente indignado con la normativa, cuando por dentro respiré hondo. Con sincero alivio. Cada fibra de mi ser resentía tener que vivir eso.
Le prometí a Patricia esperar su llamada fuera del edificio, antes de escaparme a comer porquerías. Durante el breve trayecto hacia el hamburguesero, sofocándome en mi auto sin aire acondicionado, entoné el mantra que en tantas ocasiones, mucho menos severas, me había repetído sin cesar:
Maldita sea mi vida. Maldita sea mi vida.
Eran la una y media de la tarde, y la mayoría de los comercios estaban de almuerzo. Con sólo ver la fila de La Furia, el puesto de carne callejera, parecía que toda la cuadra había decido hacerle negocio. Me uní a la línea en medio de jadeos, secando mi frente como la chemise azúl y roja cuya espalda se había empapado entre mi gordura y el asiento del carro.
Qué hambre tengo, pensé. Malditos sean todos los que quieren comer a esta hora.
La verdad no tenía hambre, pero sí una rampante ansiedad. Había cogido de mi padre el terrible hábito de confundir la angustia con el apetito, así como la manía de atragantarme de azúcar y grasas para aliviarla. Con el tiempo entendí que ese ritual no era más que una forma viciada de auto cariño. Una caricia con el temperamento de una bofetada.
Yo, que siempre he sido obeso, aprendí de pequeño que si uno acepta y enarbola sus defectos no hay forma de que sean usados por otros para herirte. Asumí a voz abierta mi título de “el Gordo Jacobo” - en el salón, en las fiestas, en la universidad - pensando que, si me adelantaba a insultarme, le robaba la oportunidad a otros de hacerlo. Pensando, ingenuamente, que podía regular el daño espiritual de mis propios ataques. Que mi inmolación servía como coraza en lugar de lo que en verdad era: mi lenta destrucción.
Pero algo dentro de mí, una especial, amada voz que con el tiempo aprendí a escuchar, sabía que no me merecía ello. Que era digno de mucho más que definirme a mi mismo como un obeso, de hacer un espectáculo de lo mucho que comía, de participar en bromas acerca de cómo la panza escondía mi pene.
Su forma de hacérmelo saber, por supuesto, era activando las alarmas de la ansiedad; aquella inquietud que parecía invadir todo mi cuerpo. Y yo, asumiendo que sólo debía desestresarme, me trataba bien de la única manera que conocía: alcanzando las coca colas, los doritos, los alfajores y, durante el día del aborto de Patricia, las hamburguesas y perros calientes.
“Tratarme bien” consistía en continuar invirtiendo en la obesidad del gordo Jacobo. Y es jodido percibir dolor cuando hacerse daño sabe tan bien.
Así que ahí estaba una vez más, en la línea de La Furia. Salivando ante la oportunidad de ahogar mis preocupaciones con sus célebres platillos callejeros.
Pero la espera se hacía eterna, y el Sol parecía crecer minuto a minuto. Mis entrepiernas se adherían a través de mis blue jeans, empapadas de sudor.
Y con cada instante que me cocinaba bajo el cielo y mi voraz ansiedad, más odiaba todo lo que me rodeaba.
Me parecía inaudita la parsimonia con la que ordenaban los primeros en la fila.
Me irritaba la facilidad con la que el resto de las personas charlaba y toleraba el calor.
Veía con recelo como los ya atendidos vertían las salsas de ajo, maíz y queso sobre sus órdenes, convencido de que las agotarían mucho antes de yo siquiera pedir mi almuerzo.
Me exasperaba que la madre del dueño de La Furia, quien usualmente lo ayudaba, estuviera sentada bajo la sombra, tomándose un refresco, en lugar de asistir a su hijo en la plancha.
Aborrecía el sentirme seducido por los productos de un aparataje como este puesto de comida, donde se cocinaba al lado del humo perpétuo del tráfico, sobre una lámina cubierta por una pátina de mugre y aceite, cuyos ingredientes se extraían de tres inmundas cavas en la acera, detrás de las cuales, en más de una ocasión, alguna rata se acercaba a fisgonear.
Odiaba, en particular, a aquel niño sentado atrás de La Furia, a un brazo de distancia de la madre del cocinero, probablemente su abuela. Jamás lo había visto, pero me parecía un baboso, cuyo único propósito era recordarme por lo que estaba pasando.
Cuánto detesto a los niños… pensé. Y por supuesto, el gordo Jacobo no podía siquiera coger una vez sin traer uno al mundo.
Aquél no era el único menor de edad que me molestaba en esos momentos. Un manojo de mendigos, ninguno mayor de diez años, jugaban a la ere al lado de una pila de bolsas que rebasaban un basurero cercano. Siempre los veía ahí, enfadando a clientes como yo, con su griterío y sus carreras… en fin, siendo niños.
El cocinero se vio forzado a correrlos, como siempre terminaba haciendo, cuando se dispusieron a chapotear en los riachuelos de una cloaca desbordada.
“¡Andense pal coño que les doy con la escoba!” les ordenó.
Puedo asegurar que todos los comensales agradecimos en silencio la expulsión. Pocas cosas me parecían tan molestas como cuando, más temprano que tarde, los mocosos se ponían a pedirnos dinero a mitad de nuestras comidas. Y lo que era peor: lo hacían con una insistencia propia de aquel fenómeno, el cual tanto detestaba, denominado “juventud”.
Son un estorbo, como todos pensé, y voltee a inspeccionar al que se sentaba junto a La Furia. El concepto del azar entró en mi consciencia: el mocoso al lado de esa cocina era, en esencia, la misma mierda que los mocosos pordioseros.
El estado de sus vidas es pura cuestión de suerte… unos tienes más, otros muchos menos… ya tendré uno si llego a estar en mejores condiciones.
El calor… Dios, la esquina era una caldera. Sentía que podía respirar el ardor en el aire, que con cada inhalación mis pulmones se llenaban de la fúrica humedad. Al ver mis enrojecidos brazos toqué el almohadón de manteca que tenía por nuca: me había insolado.
Sabía que me acercaba, peligrosamente, a desmayarme. Todos a mi alrededor, incluso los que ya disfrutaban de la comida, también parecían estar parcialmente desvanecidos. Algunos buscaban sombra, otros tomaban asiento hasta en el suelo. Sus frentes de tomate sudaban a cántaros.
Escogí bloquear todo aquello que me exasperaba y enfocarme en el desmedido manjar al que me aproximaba: la jugosa carne, los panes remojados en salsas y grasa, los aderezos, la sal, la dulce frescura de un refresco empujando todo por mi esófago… Desesperaba por el primer bocado de mi sabroso bofetón.
Quedaban unas cinco personas delante de mí, pero temía que en cualquier segundo el celular en mi bolsillo vibraría con la llamada de Patricia, preguntándome dónde diablos estaba.
Me comeré también un perro caliente. Me lo merezco.
Una rata emergió de la alcantarilla más cercana al puesto de perrocalientes y el peculiar niño corrió tras ella, con una desagradable excitación. El roedor huyó hacia unos arbustos cercanos, mas ello no impidió a su perseguidor seguirlo a los podados matorrales. Su familia, sumida en el trabajo, ni siquiera se inmutó ante la rata o la cacería del joven. Pensé en que seguramente el niño sufría de algún retraso mental al que sus familiares ya estaban acostumbrados.
Otra razón por la que no arriesgar el nacimiento de un niño.
Repentinamente sentí una ola de esperanza: la madre del cocinero resumió sus deberes en la plancha. Levantó su trasero de la cava y de ella extrajo pechugas, tocineta, res... carne fresca.
Y al instante le siguió otro milagro: las tres personas delante de mí abandonaron su puesto en la fila. Su hora de almuerzo había terminado. Era mi turno.
Ordené a tapujos una hamburguesa triple, con aguacate, huevo frito, mantequilla, papitas, tomate, lechuga, tocineta, jamón, doble de queso rallado y doble salsa.
Pedí el perro caliente con dos salchichas y extra de carne molida. Para acompañar compré medio litro de refresco de uva, al mismo tiempo que otro cliente pedía que removieran el aguacate de su sándwich.
“Pónselo a mi perro, no lo botes” le imploré al cocinero, babeando con impaciencia.
Me había quedado sin efectivo para la gasolina, pero poco me importaba. Ya tenía en mi posesión el tan merecido banquete.
A duras penas podía sostenerlo todo: en una mano tenía la hamburguesa, en la otra el perro caliente. Enroscado entre la panza y mi antebrazo aguantaba el refresco, con una pajilla que me permitiría chuparlo con la más leve inclinación de la cabeza.
Embadurné todo en salsa de queso, maíz y ajo (pues ahora me tocaba a mí ser quienes los de la fila celaban) y dí mi primer bocado a la hamburguesa, maquillando mi rostro con manteca y condimentos.
Mastiqué, agrandado, ese mordisco. El astro que había achicharrado mi piel ahora lo sentía como una luz celestial, endiosando mi hazaña. Aún masticando miré a mi alrededor, y descubrí en los empapados rostros de los extraños, en especial aquellos que ya comían, una irrefutable pizca de asco ante el espectáculo de mi cerdada.
El gordo Jacobo lo ha vuelto a hacer, declaró una recóndita esquina de mi cerebro.
Mi mirada entonces encontró la del peculiar niño, aún escondido entre los arbustos. Sólo en ese momento me dí cuenta de lo raras que eran sus facciones.
Su piel tenía un tono blanco, y a la vez moradizo. Sus ojos, de por sí claros, parecían casi transparentes ante la oscuridad sus ojeras, y su boca…
Su boca estaba bañada en sangre.
La sangre de la rata en sus manos, con un mordisco en la barriga.
Era incapaz de romper la mirada con este monstruoso infante. Nadie más parecía ver lo que yo contemplaba.
El niño metió otro mordisco a las vísceras del roedor, y me sonrió con la boca llena. Sus dientes, que jamás olvidaré, parecían los de una piraña.
Sentí al Sol aumentar. Comencé a desvanecerme, y una nube negra descendió sobre mi visión.
El niño, ensangrentado y con su buche de órganos, agitó la cabeza de lado a lado. Como diciéndome “no”.
No era lo único que pensé entonces, asumiendo que sufría de un infarto.
No me quiero morir.
Recobré el conocimiento unos quince minutos después, en medio de llantos y sirenas.
“¡Esté sigue con vida!”
Un grupo de paramédicos corrieron a atenderme, y me ayudaron a tomar asiento en un banco cercano. El aire apestaba a un hedor acídico.
“¿Me puedes escuchar, amigo?” preguntó uno de los médicos.
Asentí con la cabeza, pero la verdad no podía concentrarme en sus interrogantes.
Estaba demasiado ocupado viendo la docena de cuerpos a mi alrededor, tendidos en la inmunda acera entre restos de hamburguesas y refrescos que, tan sólo momentos atrás, devoraban bajo el Sol.
Asumí que todos se habían desmayado, sobre pequeños charcos de sus propios vómitos. Que en cualquier instante se irían levantando, uno a uno.
Entonces escuché los alaridos de una mujer que abofeteaba el rostro de su cadavérico marido, tratando de reanimarlo. Y contemplé cómo la autoridades cubrían a un adolescente con una manta blanca, antes de percatarme de que varios ya estaban ocultos por la tela.
Los clientes que tan sólo minutos atrás me irritaban yacían muertos en el pavimento, verdosos y vomitados. Todas personas comunes, de bien, que no merecían ese destino.
“¿Qué… auxilio, qué… qué pasó?” pregunté, confundido y alterado. Sin saber cómo era yo el único que seguía con vida.
La realidad es que, hasta el día de hoy, nadie sabe exactamente qué ocasionó la muerte de esos catorce comensales de La Furia. El público fué rápido en asumir que fué obra del estado de sanidad y de los ingredientes, pero la toxicología no reveló ninguna prueba de contaminación o envenenamiento.
Simplemente, todos los que comían durante esa ventana de tiempo comenzaron a regurgitar incontrolablemente sobre la acera y, uno a uno, empezaron a desplomarse como moscas. Supongo que sin más nunca volver a conocer otra sensación más que ese horrible mareo.
Curiosamente - si es que las calamidades pueden describirse como “curiosas” - un cuerpo adicional fué hallado, próximo a la escena.
Entre las bolsas de basura, donde los pequeños mendigos siempre jugaban, estaba el cadáver de un niño de nueve años, sepultado por los desechos de la urbanización. Había muerto de hambre y calor. Abandonado. Probablemente el mismo día del incidente.
Seguro nadie reclamó su cuerpo. Los diarios asumieron que pereció hurgando el basurero por algún bocado que lo distanciara del final.
Yo asumo que fué él a quien yo vi entre los arbustos. Que fué su voluntad la que castigó a todos los glotones que comían al lado de su lecho de muerte, de hambruna y de olvido.
También asumo que la única causa de mi supervivencia es que no tuve la oportunidad de tragar mi primer bocado. Su imagen, ensangrentada, me había hecho olvidar ingerirlo.
Pero algo me encadena a la idea de que, quizás, esa cosa que maldijo a tantos otros con la muerte consideró más divertido dejarme con vida. Como si permanecer en esta tierra fuera mucha peor penitencia que fallecer cuando se contaba con una existencia como la mía.
Horas más tarde, en la clínica donde pasé la noche haciéndome exámenes de toda clase, Patricia me dió la noticia.
“Decidí no abortar Jacobo. Vamos a criar a este bebé.”
La decisión que, horas atrás, me hubiera hecho desesperar en cólera, ahora me parecía la más sensata. Había sido otorgado el chance de continuar con vida- No: de rehacer completamente como existía. ¿Porque no habría de darle la misma oportunidad a mi hijo?
Patricia y yo jamás estuvimos destinados a tener una relación, pero somos excelentes padres para Felipe, quien hoy tiene nueve años y disfruta de un papá que, un poco antes del nacimiento de su hijo, optó por cuidarse, perder peso, disfrutar con ímpetu y aprender a quererse.