Al desempacar el morral que me acompañó a mi acampada con Aaron, descubrí con horror el por qué pesaba unos cuantos gramos de más; gramos que, hasta entonces, no había siquiera detectado.
Las reglas son claras, y siempre las he seguido al pelo: tu equipaje no debe cargar más del 20% de tu peso corporal; en mi caso la ecuación equivale a unos 16 kilos. Adicionalmente, es importante colocar las cosas más pesadas (carpa, saco de dormir, hornillas, agua, botas) al fondo de la mochila, e idealmente pegados de la espalda.
Soy extremadamente minucioso con ambos parámetros, lo que conlleva una meticulosa preparación antes de cada excursión. Lo no esencial es dejado atrás, en casa, y por ende sé con absoluta certeza qué cargo conmigo durante el viaje.
Así me aseguro de conocer con qué cuento, y con qué no. Para que mis circunstancias, favorables o desfavorables, sean significativamente más predecibles.
Es por ello que, a mi regreso, me tomó tan por sorpresa lo que encontré en el morral:
Dos dedos de mujer, mutilados por la base de alguna palma desconocida.
Mi mundo entero pareció hundirse en ese momento, y sentí vértigo ante el vacío de su repentina ausencia. Había olvidado incluso cómo respirar, o cómo soltar un grito de espanto.
Todo lo que pude hacer fue tirar la mochila a un lado, intentando evadir aquella furtiva muestra de carnicería. Pero mi reacción, más reflejo que decisión, resultó inútil: el dedo índice y anular rodaron fuera del morral, y aterrizaron en el suelo de madera con dos golpecitos sordos y acolchados.
Incapaz de contener las náuseas, solté un torrente de vómito en mi camino al retrete. Sabía que tenía que llamar a la policía inmediatamente, pero necesitaba recuperar mi centro. Tomé asiento sobre un baúl en el pasillo.
Maldición… Lucas… pensé en el momento que recordé a mi husky siberiano. Lo último que quería era volver a ver aquellos dedos, pero sabía que el perro sería capaz de devorarlos.
Efectivamente, atrapé a Lucas con las manos en la masa: su hocico ya olfateaba los miembros como un posible bocadillo.
Saqué mi perro al jardín y regresé a la sala, en donde caminé de arriba para abajo por varios minutos, luchando porque mi mirada no recayera sobre el atroz descubrimiento. Había tanto de lo que me tenía que encargar, pero no sabía por dónde empezar.
Finalmente, decidí comenzar con una llamada a Aaron, mi mejor amigo, mi compañero de excursión y la persona con quien había pasado los últimos cuatro días, escalando las montañas de Vermont. Algo me inclinó a confiar en que él debería ser el primero en escuchar sobre mi hallazgo.
Pero apenas atendió el teléfono pude sentir que su voz era distinta. Sonaba entrecortada, llena de pánico.
“¿Tú también?” pregunté.
Aaron asintió.
Entre sus pertenencias había un meñique y un pulgar. El responsable de esta repugnancia procuró ser equitativo con la distribución de los dedos.
“Creo que sabemos quién fué”, aseveró Aaron. Yo también lo sabía.
Ambos rebobinamos nuestras memorias, para hacer un recuento mútuo de nuestra primera noche en la expedición: habíamos arrancado a escalar más tarde de lo planificado, lo que significaba que nuestro trecho sería más largo al día siguiente, y que debíamos apresurarnos a encontrar un área de campamentos antes del anochecer. La ruta contaba con escasos lugares designados para dormir y refugiarse de los elementos.
Afortunadamente (pensamos entonces), Aaron divisó una luz a la distancia, y corrimos hacia ella sin titubeos. El brillo naranja y amarillo iluminaba el contorno de una cabañita; una de esas con sólo tres paredes y abierta a todos los excursionistas dispuestos a compartir su techo con otros viajeros.
No nos habíamos equivocado: el alumbrado provenía de una pequeña fogata. Sentada frente de ella, había un hombre.
Era un individuo mayor que nosotros, quizás entre 40 y 50 años. Tenía puesta una gorra negra, de algún equipo deportivo el cual me es imposible de recordar; bajo esa gorra, sus ojos observaban las llamas de la fogata, ausentes de expresión alguna.
“¡Hola! ¿Cómo le va?” preguntamos lo más amablemente posible. Necesitábamos que nos dejara compartir la cabañita.
Pero el tipo (llamémoslo Jerry) ni se inmutó con nuestra aparatosa llegada. Permaneció inmóvil, sentado sobre la tierra, sin siquiera alzar la mirada.
Por supuesto que estábamos extrañados por su falta de reacción, pero decidimos insistir.
“Oiga, ¿le importaría que compartiésemos el campamento?”
Jerry no movió el cráneo, pero sí alzó la vista hacia nosotros. Nos examinó por un par de segundos y, finalmente, cerró sus párpados junto a el más ligero movimiento de cabeza. De esos que, todos entienden, expresan “adelante”.
Agradecimos su generosidad y nos dispusimos a acomodarnos en el sitio. Durante todo el proceso, en el cual Aaron y yo conversábamos con la intención de incluir a nuestro acompañante, Jerry permaneció sentado en silencio; estudiando la fogata como si acabara de descubrir el fuego, pero con la expresión gélida de un espantapájaros.
Teníamos planeado cocinar una lata de spam e english muffins. Al ofrecerle un bocado al cuarentón mudo, este contestó con el mismo comportamiento de antes: permaneciendo inmóvil. El brillo del incendio danzaba sobre su rostro de piedra.
Debimos haber asumido todo aquello como una mala señal, pero creo que el cansancio nos convenció de que sólo pasaríamos una noche próximos a ese peculiar individuo, y de que mientras más rápido nos durmiéramos más rápido lo dejaríamos atrás.
Así que eso hicimos: dormir.
Perdí el conocimiento sorprendentemente rápido; no hay nada como reposar tras un día de escalada. Sin embargo, mi sueño duraría poco. Quizás una o dos horas después, sentí un suave sacudón en mi hombro izquierdo.
“Nick” susurró, casi imperceptiblemente, mi mejor amigo. “Despierta Nick.”
No estaba feliz con la interrupción, pero podía escuchar que era necesaria. Lo primero que cruzó mi mente fué la idea de que Aaron había divisado a un oso hurgando el campamento.
Pero la realidad sería mucho más horripilante.
“Nick, ve hacia arriba.”
Obedecí sin reproches, y la sangre se heló en mis venas.
La fogata ya estaba apagada, pero aún sin su luz podía ver la silueta de Jerry, parada a nuestros pies. Observándonos en la oscuridad.
Estudiándonos, tal como por horas había estudiado las llamas.
Tanto Aaron como yo nos disparamos de pié para afrontarlo. Éramos dos, ambos más jóvenes y más altos que él.
“¿Qué diablos haces?” le grité a meros centímetros de sus narices. “¿Cuál es tu puto problema?”
Jerry permaneció quieto por unos segundos, antes de volver a concedernos el mismo, único movimiento de horas atrás: alzar su mirada, y verme a los ojos. En ellos no encontré nada. Ni miedo, ni impresión, ni nervios, ni malicia, ni rabia… tan sólo dos pupilas que parecía atravesarme. Dos globos compuestos de algo entre órgano y vidrio.
Aaron y yo recogimos nuestras cosas en menos de tres minutos, y huímos a toda velocidad del campamento. Jerry jamás se movió de donde había estado parado al espiarnos. Ni siquiera volteó para vernos escapar de él.
Y poco me importó en ese momento. Todo lo que agradecía es que el peligro había quedado atrás.
“Espera” dijo entonces la voz de Aaron a través del teléfono, “algo no tiene sentido.”
Me irritaba siquiera que mi amigo pudiera insinuar que alguien más pudiera ser el responsable del hallazgo en nuestras mochilas, pero le permití explicarse.
“Nick, los dedos estaban al tope de mi morral, y al tope del tuyo. Si el mequetrefe los hubiera deslizado ahí, hubieran estado en medio de nuestras cosas… y más después de lo rápido que las empacamos para largarnos del campamento.”
Tenía razón… toda la razón.
“Además” continuó, “al día siguiente fuimos a otra montaña, en donde ambos sacamos todas nuestras cosas. Ni tu ni yo encontramos nada parecido a esto.”
“El tipo es un demente” le refuté. “Nos pudo haber seguido.”
“¿Por días Nick? ¿A través de diferentes parques?”
Aaron jamás fué un buen estudiante, pero como pueden ver es extremadamente perspicaz y ágil de pensamiento. Sus observaciones invocaron en mí el mismo vértigo que me hizo vomitar antes de la llamada.
“Entonces, ¿crees que él no pudo haber sido quien metió los dedos en nuestras mochilas?”
“Todo es posible, pero no Nick. No lo creo.”
Tuve que volver a tomar asiento. El temor que sentía ante el monstruo de la incertidumbre era mucho mayor, mucho más invencible, que aquel extraño cuarentón con la gorra deportiva.
Pero las deducciones de Aaron no habían concluído.
“Oh Dios” dijo. “Maldita sea… están frescos.”
“¿De qué hablas Aaron?” pregunté, con un tono entre la rabia y la desesperación.
“Los dedos Nick, velos. Sé que no quieres, pero velos: están frescos. La sangre en mi mochila sigue húmeda.”
Tenía razón, no quería verlos, pero sabía que debía. Me asomé lo suficiente para verificar que, efectivamente, las tablas de mi suelo estaban manchadas del líquido carmín.
No requerí de Aaron para saber qué significaba todo esto.
“Los cortaron hoy” afirmé. ¿Cuáles eran los chances de que dos eventos espantosos, completamente desvinculados, ocurrieran uno tras de otro?
Súbitamente, nuestro mundo se sintió mucho más claustrofóbico, y mucho más triste. No más de tres mil personas vivían en nuestro pueblo, el cuál siempre había sido un lugar pacífico y tranquilo. Y sin embargo, alguien o algo maligno ahora lo había contaminado; nosotros éramos tan sólo las primeras víctimas de sus fechorías.
Nuestras sospechas eran aún más acertadas porque sabíamos que, en la mañana, los restos femeninos no estaban en nuestros equipajes. Nuestra única parada había sido para almorzar en el mejor diner del vecindario.
En ese instante, una idea abominable vino a mí: sólo Aaron había podido tener acceso y cercanía a mi mochila. Tampoco tenía constancia de que él había encontrado lo mismo que yo entre sus cosas.
“Aaron, voy a preguntarte algo… y necesito que me digas la verdad…”
Pero mi mejor amigo me conoce demasiado bien. Sabía exactamente cuál sería mi pregunta.
“¡Por Dios Nick! ¿De verdad crees que te hubiera llamado si hubiera sido yo?”
Tenía un punto.
“¿O que estaría tan insistente en averiguar quien en verdad nos hizo esto? Te diría que fué aquel loco de la montaña y listo.”
Corrección: dos puntos.
Yo sólo quería conocer a qué o quien me enfrentaba, para evadir la irresolución que nos acechaba. Es más tolerable tener una explicación clara, medida, la cual podamos eliminar quirúrgicamente del resto de nuestras existencias. Para que, a la conclusión de este terrible episodio, pudiera separar lo anormal de lo cotidiano, y evitar así que mi mundo se manchara.
Pero en este caso, aquellos gramos adicionales de materia orgánica permearían toda mi vida de intriga, de desconfianza hacia mis vecinos, de un suspenso irremediable.
Al final de la llamada Aaron y yo permanecimos en silencio por varios segundos.
“Bueno, encontrémonos en la estación de policía” sugerí.
Dejamos las mochilas y nos dirigimos a las autoridades, donde una investigación fué iniciada, sólo para ser cerrada unos meses después.
Sin culpables, ni registro de posibles víctimas, ni explicaciones.