Garras



- Recuento de Jonathan, gerente de ventas -

Ilustración de Flores Soláno

Durante la tercera noche de mi estadía en la clínica Ávila, abrí los ojos a altas horas de la madrugada. Y en mis narices vi a una palma pálida, a punto de agarrarme el rostro.

Tan rápido como la ví, la mano retrocedió, disolviéndose en la oscuridad. Mi vista seguía borrosa, pero sé que no había brazo, torso o cuerpo alguno adjunto a aquella palma.

Me levanté del diminuto sofá donde, hasta segundos atrás, reposaba, y di un vistazo a la habitación. En ella sólo estábamos yo, y mi madre. Pero algo me hacía sentir que ya no estábamos sólos.

Me acerqué a la cama de mamá, una diminuta mujer gallega que nunca había perdido, ni suavizado, su acento natal. La breve y modesta conmoción de mi despertar no había interrumpido su sueño; pero su respiración forzada, su rostro demacrado y su piel amarillenta me hacían saber que no descansaba. Estaba mas bien sumida en un reposo amargo, tortuoso. Cogí sus dos diminutas manos, célebres por su pequeñez, con una de las mías.

Mamá se estaba muriendo. Los doctores lo anunciaron, sus allegados lo aceptamos y su fragilidad lo declaraba. En cuestión de semanas la infección renal había causado una septicemia, y a la vez desencadenado en una meningitis. Al dormir, que es lo que hacía la mayoría del tiempo, mamá parecía mas muerta que viva.

Con todo y ello, yo era el único de sus cuatro hijos que la acompañaba en su lecho de muerte. Los demás la visitaban durante el día, de a poquito, en medio de malabarear las logísticas legales y económicas de una defunción incipiente.

Así que no encontraba explicación, aquella noche, a la temible sensación de compañía que me embargaba luego de la visión de esa mano blanca, flotante. Algo me decía que no había sido una mera pesadilla. Me resultaba, extrañamente, familiar.

Papá, fué lo único que me vino a la mente, mientras sostenía a mi progenitora.

Mi madre, de nombre Socorro, fué una esposa infeliz. A sus catorce años fué entregada, en un matrimonio arreglado por mis abuelos, al apellido de mi padre, quien apenas rebasaba los dieciséis. Con el tiempo aprendieron a quererse, incluso a convivir, pero jamás llegaron a ser una pareja.  A dar ese paso adicional donde se convertían en una verdadera unidad. En el pilar de un sueño compartido.

Optaron, en cambio, por ejecutar los pasos esperados: conseguir un empleo lucrativo, comprar una propiedad, celebrar navidades y cumpleaños. Tuvieron, sobre todo, hijos. Empezando conmigo.

Pero algo que no saben mis tres hermanos es que esos primeros cinco años sin su compañía fueron unos de intensas peleas entre nuestros padres. Papá, a diferencia de Socorro, era un hombre enorme, y sus combates domésticos concluían siempre con la claudicación de mamá, una vez la imponente figura de su marido se alzaba frente a su pírrica altura. Puesto de forma más simple: mamá le tenía pánico a papá, incluso cuando nunca fué abofeteada por él (o al menos no que yo sepa).

Durante esos primeros años, previos incluso a la infancia, actué como la audiencia de sus luchas. Y por alguna razón, quizás por la insuficiencia de mi entendimiento en ese entonces, asumí que yo era la causa de sus tensiones.

Y el temperamento de mi madre, juvenil, inmaduro, exasperado, no ayudaba a hacerme sentir lo contrario. Socorro me hacía saber, con gritos y rabietas, que yo era todo un inconveniente para ella. El ancla de sus sueños frustrados.

“¡Yo pudiera estar viajando por el mundo” me reprochó a los seis años “y en cambio vivo para enderezar tus malacrianzas, coño!”

Por décadas mis sueños han sido invadidos por memorias como esa. Reproducciones exactas de momentos pasados en donde Socorro me aterrorizaba por haber nacido.

Con el tiempo fue suavizando su tacto. Quizá la edad, y la llegada de mis hermanos, la agotó por completo. Hoy en día nos llevamos mejor; diría incluso que soy su hijo más cercano. Supongo que fue el resultado tras sobrevivir nuestros peores tiempos juntos.

Aquella noche, en la que abrí mis párpados a la imagen de aquella palma fantasmal, concluyó sin mayores inconvenientes. Pero no podía dejar de pensar que esa mano me había parecido enorme, tal cual lo fueron las de mi agigantado padre.

Y días después, comenzó a aparecer por todos lados.

Hundida en las sábanas del sofá, o plasmada como una colosal huella en el espejo del baño. La salsa de una boloñesa, que por accidente dejé caer al suelo, apareció en las paredes bajo la forma de aquella poderosa palma.

Por mi parte intenté no llamar la atención de mis familiares al respecto, pensando que un momento tan amargo no debía ser contaminado por teorías paranormales. Pero llegó el punto donde me era imposible ocultarlo: la recurrencia del fenómeno no sólo fué percibido por ellos, sino también por el equipo de enfermeras y doctores. Todos, en algún u otro momento, parecían haber visto signos de aquella enorme palma.

Y mientras más aparecían los vestigios de estas manos, más sufría nuestra madre. Chillaba en medio de la noche, se retorcía durante el día. Como si tratara de huir de algo.

Un sacerdote fué incluso invitado por mi cuñada, para “bendecir la habitación”. Mamá ya no podía sino balbucear. Reservaba sus palabras para lo estrictamente necesario, y sólo ante la visita del cura se permitió revelar las angustias que había callado.

“Mi marido me busca padre” le decía con miedo al oído. “Me espera, para que no pueda escapar de él.”

“Hija” le preguntó el sacerdote, reposando sus manos sobre las pequeñas de Socorro. “¿Por qué habría de temerle a encontrar a su señor esposo en el reino de Dios?”

Mamá era profundamente religiosa, y el clérigo también era gallego, lo que la animó a hablarle con su verdad.

“Porque al lado de ese hombre, que es más prisión que hombre, hasta el mismo cielo es un infierno.”

El sacerdote, preocupado, permaneció el resto de la tarde al lado de mamá, hasta que ella se entregó al sueño. Todos asumimos que le concedería los últimos ritos, pero el padre se rehusó.

“Su madre no quiere morir” nos dijo. “Hay que darle la oportunidad de que libre esta pelea… y que se haga la voluntad del Señor.”

A todos los presentes nos extrañó esa afirmación, al punto de parecernos insensible. Pero los días siguientes, por primera vez desde su ingreso a la clínica, mamá durmió mejor. O al menos en silencio, como si entregada a algo, o como si deslizándose a una penumbra que la llamaba. Reposaba, incluso si durante el sueño apretaba los puños, sus diminutos puños, y la quijada.

Durante mes y medio dormí un total de treinta y nueve veces en ese sofá de la habitación. La antepenúltima noche, volví a levantarme a mitad de la madrugada. Sentía una presión alrededor de mi cuello. Suave, pero presente.

Un par de manos intentaban ahorcarme.

Me alcé de golpe, pero las zarpas nos soltaban mi garganta. Contemplé por varios segundos, incrédulo, lo que tenía delante de mí.

“¿Mamá?”

Sus diminutas manos me rodeaban el pescuezo, pero en su fragilidad apenas lograban oprimirlo. Creo que su mandíbula, apretada y exponiendo la dentadura postiza, hubiera sido capaz de ejercer una fuerza mucho más formidable.

Y súbitamente, mamá relajó el rostro, soltó mi cuello y dió un paso para atrás.

Nos observamos en la oscuridad, como si poseídos por este terrible momento, e intentando descifrar cómo su maldición había penetrado en el otro. Yo no entendía, encima de todo lo ocurrido, cómo Socorro estaba de pie. Cómo la muerte, aparentemente tan cercana, le había concedido esas energías.

Mamá se frotaba las manos, adolorida, y empezó a llorar. Pensé entonces que estaba sonámbula, y que su ataque a mí no había sido más que el producto de una pesadilla, en el que ella no tenía idea que era yo, su primogénito, a quien agredía. Su instinto materno, asumí, ahora derramaba esas lágrimas.

Quisiera no haber escuchado sus siguientes palabras.

“Qué débil soy…” me dijo, y se dijo. “Se me cansaron las manos…”

Justo entonces, como acto divino, entró una enfermera a la habitación. Fue incapaz de contener el asombro de descubrir a mi madre fuera de su cama, sin la ayuda de una silla de ruedas.

Y al igual que ella, todos los seres queridos de Socorro celebraron el milagro de su recuperación. Contra todo pronóstico y evidencia, la condición de mamá comenzó a mejorar aceleradamente, y sobrevivió. Luego de meras semanas la condujimos de vuelta a su apartamento.

Pero en todo ese tiempo no pude dejar de pensar en aquella noche. Me atormentaba la sensación de la patética presión de las manos de mamá, estrujando mi garganta.

Me perseguía, también, su admisión.

“Qué débil soy… Se me cansaron las manos…”

En el trabajo, en la ducha, cenando… en todo lugar y en todo momento recordaba esas espantosas oraciones.

Y eventualmente, su recuerdo me trasladó a la tarde en la que el sacerdote bendijo a mamá con su presencia.

Cerca del final de la visita, habiendo ya oído a mi madre confesar sus miedos y aflicciones acerca de quién la esperaba al otro lado de la muerte, el sacerdote se inclinó sobre la cama. Le dió un consejo con la apariencia de un secreto, pues se aseguró de que, aunque susurrado, todos los presentes también lo escucháramos.

“Socorro, si estás negada a morir, te tengo buenas noticias: siento en tí mucha rabia. Cógete de ella. No la dejes ir. Sostente de esa furia, con ambas manos, con todo tu espíritu… y con ello te sostendrás también a la vida.” 

¿A qué se había sostenido Socorro, que tan velozmente la había salvado?

La misma noche en que recordé las palabras del cura, tuve otro sueño sobre una memoria de mi niñez; una de tantas vivencias que se aún se reproducen como un películas durante mis horas de reposo, negadas a caer en el olvido.

En la memoria, era nuevamente un bebé, y estaba de vuelta en mi cuna blanca. La misma cuna en la que mis hijos y sobrinos dormirían en un futuro.

De repente mamá, con menos de 20 años, irrumpía en la habitación, sollozando, moqueando y maldiciendo a mi padre. Acababan de tener una pelea y daba vueltas, sumida en humillación y cólera. Su cabellera, entonces negra como el azabache, relucía con la luz del mediodía, y combinaba con el maquillaje que corría de sus ojos llorosos.

Perturbado, trataba de llamarla. Pero tan sólo era capaz de traducir esa intención en un gorjeo agudo e irritante.

Mamá entonces se volteaba y me embestía, con sus ambas manos extendidas hacia mí.

Tomaba mi cuello diminuto, indefenso, y lo estrujaba en silencio. Ahorcándome a escondidas… pero sin comprometerse por completo a matarme.

Eventualmente me soltaba, y esperaba a ver si su bebé continuaba respirando. Llena de rabia por ser incapaz de acabar con mi vida.

Y con esa mirada clavada en mí, finalmente desperté de la pesadilla.

En esa remembranza, mi madre parecía un coloso.

Y a los ojos del bebé que era entonces, las manitos de Socorro, célebres entre sus amistades y familia por su tamañito, eran las palmas de una gigante. 

Un par de manos descomunales, blancas y cadavéricas. Las garras de un cadáver en vida, tratando de agarrarme el rostro. Unas que, en lugar de protegerme, al menos en una ocasión intentaron asfixiarme.

Mamá sigue con vida. Se muestra cariñosa conmigo, como si no recordara aquella noche.