Furia



- Recuento de Unai, ingeniero -

Mis manos son mucho más pequeñas que el resto de mi cuerpo.

Digo esto tomando en cuenta que no soy alguien particularmente pequeño. En el colegio me llamaban “Mumu” pues, cual una vaca, era un grandulón a quien le gustaba andar en paz, ajeno a molestias y complicaciones.

Nunca me había entrado a golpes, en parte - asumo - porque cualquier posible adversario se intimidaba ante mi estatura. Recorría las fiestas como un peñón en la carretera; un objeto inamovible en el universo, al que no tenía causa ni sentido tratar de alebrestar.

Siendo franco, esa siempre ha sido una percepción conveniente, pues si algo soy es dócil. No apto para conflictos o puños, a los cuales, en su mayoría, ni les veo propósito.

Pero pocos saben, o se han fijado, de lo diminutas que son mis manos en relación a mi cuerpo. En las contadas ocasiones en las que intenté tocar guitarra o batería - como buen fan del rock - mis dedos se plagaban de ampollas tras sólo un par de minutos, y mis articulaciones permanecían resentidas por días.

Ante tal evidencia sabía desde joven que mis manos eran incapaces de soportar los estragos de una golpiza: los impactos incesantes fracturando mis nudillos contra los pómulos de un rostro, la propulsión de mis agigantados brazos rasgando los ligamentos entres mis dedos, la incapacidad de mis muñecas para sostener rectamente un puño.

Por todo eso me la pasaba con mis palmas en los bolsillos. Como si resguardara la reputación que evitaba me metiera en problemas.

Sólo he tenido que librar una pelea, cuyas cicatrices aún adornan mis pequeñas manos.

El preámbulo a nuestra contienda inició cuando mi futuro contrincante, un tal Marcos, escogió la pista de bowling al lado de la que ya ocupaba junto a mi novia de entonces, Camila. Era un tipo menudo, probablemente cerca de dos cabezas más bajo que yo, con una cabellera rubia que tenía echada para atrás con un gel similar a baba de caracol.

Previo a su llegada habíamos tenido una noche agradable. Ni Camila ni yo éramos buenos en los bolos, lo que hacía nuestra competencia más divertida pues su punto era descubrir quién era el menos malo de los dos.

“Agarra una bola de macho, patán” fueron las primeras roncas palabras que me dirigió Marcos.

Sólo él se río de su escarnio. Siendo objetivo, reconozco que el objeto de su burla era obvio: un tipo de casi dos metros blandiendo una de las bolas más livianas. La realidad es que los fideos de mis dedos no tenían buen agarre en las de mayor tamaño.

Pero por alguna razón, su burla me cayó mal. La sentí efervescer sigilosamente en mí, como una infección en mi estómago.

“¿Qué vamos a hacer?” le reí de todos modos, tratando de ignorarlo y proseguir con mi cita.

Pero Marcos retomaba sus burlas cada vez que caía mi turno, ridiculizando mis esfuerzos por lograr una chuza.

“Lanzas como una princesa” se acercó a decirme en una oportunidad.

Sólo de cerca me percaté de la extraña composición de su mirada: el blanco de sus ojos tenía el amarillento tono de las bolas de billar, y sus iris, verdes y azules, parecían desalineadas. Una permanecía estática a un lado, la otra ligeramente hacia arriba.

Opté por volver a ignorarlo. Aún no encontraba el pretexto irrefutable para escalar la situación.

Yo proseguí lanzando bolas livianas, mientras que las técnicas de Marcos se iban desintegrando: lanzaba dos bolas a la vez, o caminaba hasta mitad de la pista para arrojarlas; cruzó en una ocasión hasta los pinos y los pateó, alzando sus manos en celebración. No le había dado importancia, hasta entonces, el que llevara un saco de vestir. Su atuendo no correspondía en lo absoluto a su comportamiento.

Sólo en una ocasión tomó asiento. Con descaro sacó una pequeña cantimplora de su saco y, sin preocuparse por revisar sus alrededores, le chupó dos largos tragos de, pienso, era algún tipo de bebida espirituosa. Como supuse había hecho antes de su llegada.

A todas estas nadie en el local se había acercado a pedirle que respetara el juego, sus reglas o a los otros jugadores. El borracho andaba de un lado al otro, insultando a quién veía, ofreciendo correcciones no solicitadas, silbandole a todos como un guasón.

Aproveché que Camila fué al baño para exigirle a un empleado que el tipejo fuera controlado.

“Creéme, cómo quisiera” me confió el empleado. “Pero es hijo del dueño y tiene rienda suelta. No es la primera vez que pasa la rasca acá.”

Todo cobraba sentido. Así como en mi escuela existían aquellos como yo, que evitaban cualquier clase de pelea, los más sedientos por lanzar puños tendían a ser los hijos de papis y mamis con renombre. Las consecuencias de su mal comportamiento siempre anuladas gracias a la influencia de su familia.

Cuando mi cita regresó del lavabo me encontró contemplando al malcriado, de pie en medio de la pista, con su mirada en dirección de los pinos que no lograba derribar.

“Unai, ¿qué es eso que chorrea la boca?” me susurró Camila.

Llevaba minutos preguntándome lo mismo, pero sólo pudimos verlo con claridad cuando Marcos se dió la vuelta para regresar. Su boca burbujeaba como lo haría la de un perro rabioso, mas la espuma era ligeramente azul. Azul cielo, como el que se mezclaba con el verde nuclear de su iris.

Se limpió aquella baba con la manga de su saco y otro buche de la cantimplora. No sé si de los contenidos de la botella provenía el tinte de aquella saliva.

“¿Prefieres irte Cami?” le pregunté a mi ex novia, quien sutilmente asintió.

Inmediatamente comenzamos a recoger nuestras cosas. Pero ya con mi chaqueta en mano escuché un alarido.

“¡Suéltame!” ordenó a gritos mi pareja.

Apenas giré mis ojos recayeron en las manos de Marcos, agarrando las nalgas de Camila. Hincando sus uñas como las tenazas de un cangrejo.

“Pero qué niña tan bonita” dijo entre dientes, disfrutando lo que estrujaba y la fuerza con la que lo hacía. Sus ojos y babas azules dominando su rostro.

Nunca había sido un tipo violento, al punto en que a menudo dudaba de tener en mí capacidad de usar la violencia en caso de necesitarla.

Mis dudas fueron despejadas en ese instante. Ni siquiera alcanzaron a manifestarse en mi conciencia. Tan sólo pensaba en tirar a este mequetrefe lejos de mi novia.

Y así hice: solté mi chaqueta, dí dos zancadas y empujé con una mano el rostro de Marcos. Las puntas de mis dedos índice y pulgar entraron en su nariz y en su ojo, tal como lo hicieron con las bolas de billar.

Pero el sádico, que no soltaba a mi novia, la jaló consigo. Nuevamente sin pensarlo le dí un manotazo abierto al costado de su cabeza. El impacto viajó como un zumbido desde mi epidermis hasta mi codo, y Marcos cayó al suelo, restregándose como si tuviera comezón en la cara.

“No la vuelvas a tocar” le amenacé, moviendo a Camila a mis espaldas.

Con eso hubiera bastado. Camila y yo pudiéramos haber retrocedido y posiblemente evitar lo que venía.

Pero algo en mi interior me llamó a meterle una patada a Marcos.

Mi zapato, que a diferencia de mis manos sí que es grande, aterrizó en sus costillas. Él cayó de lado, sin hacer el más mínimo sonido de queja.

Y para mi sorpresa, aquel puntapié se sintió bien.

Saber que, por primera vez, el grandulón de Mumu se comportaba a la altura de su apariencia me dió placer, motivación. Un corrientazo que me sacaba del cuerpo y hacía presenciar mi presente desde afuera, como si desde una consola.

Un par de brazos me atajaron por detrás.

“¡Ya por favor!” pidió uno de los empleados que ahora me jalaban. “¡Basta!”

Pero como aún les sobraba alcance a mis largas piernas lancé otra satisfactoria patada, esta vez impactando el hombro izquierdo de Marcos.

Y de no ser por ello, Marcos jamás hubiera atajado mi pié.

Hay quienes, a pesar de su estatura, tienen la fuerza de un toro. Cada músculo en su cuerpo está optimizado para el ataque. Ese era Marcos.

El tipo me jaló hacia él como si fuera un saco de papas. Los brazos me soltaron, y mis codos apenas impidieron que el reverso de mi coco encontrara el suelo. Mi pantorrilla y entrepierna, a pesar de estar cubiertas por un blue jean, aún preservan las marcas de sus uñas.

Supe en meros milisegundos, desde lo más interno de mi ser, que este hombre era mucho más poderoso que yo.

Y él lo sabía también. Lo podía ver en sus ojos, que no arrancó de los míos desde el instante en que atajó mi zapato. Se acercaban a mí.“¡Unai!” chilló Camila.

Sobre la faz de esta bestia interpuse una de mis manos, pero ese fue el preciso instante en el que una bomba estalló en mi mandíbula.

Había sido golpeado, por primera vez en mi vida. Jamás imaginé que la sensación de dolor llegaría entremezclada por un hormigueo.

Otro puñetazo, ahora en el pómulo del lado contrario de mi rostro. Mi visión fue sólo luz por unos momentos, y un peso amenazó crujir la bóveda de mis costillas. Mi adversario se había lanzado sobre mí.

Otro golpe, y otro, y otro. El hormigueo adormecía toda sensación menos el dolor. Mi cara era únicamente dolor y el sabor a hierro en mis encías. El hombre reía, con aquella voz ronca y viciada.

“¡Alguien haga algo coño!” gritó de nuevo Camila. Dos guardias de seguridad la sostenían. A ella, en vez de al degenerado sobre mí.

Traté de rodar para sacármelo de encima, pero este estampó su talón en mi codo. Grité al borde del llanto, y regresé a ver el techo.

“¡Marcos por favor!” suplicó uno de los empleados, revelándome por fin el nombre del engendro. Mas ninguno de los empleados de su padre interferían. Tan sólo observaban, como obedientes mascotas.

Puños, puños, puños. Dios, ¿cómo eran tan fuertes sus manos?

Supe que no tenía opción sino estrenar mis herramientas más débiles.

Lancé un golpe al aire, y creo que apenas rocé su mejilla. Lancé el otro. Dió con su ojo. Por un instante, menos incluso, me sorprendí que mi puño tolerara el impacto. Pegado a esa sorpresa, sin embargo, llegó un escozor que comprimía hasta los huesillos en mi muñeca.

No obstante seguí golpeando. Golpeaba al gran Goliat con mis manitos de David, sintiendo cómo se iban quebrando, cómo su piel se rasgaba. Cómo no detenían al maldito Marcos, cuyo rostro parecía haber cambiado. Camila asegura haber visto de lejos lo que yo contemplé casi en mis narices: sus ojos se habían inflado, como lo hacen los roedores. Parecía que querían escapar de sus cavidades. Sus pupilas, antes verdes y negras, se habían expandido. Tenían el color y transparencia de las semillas de una granada.

Y aquella mirada estaba contenida por una mueca endemoniada. La expresión humana estirada hasta los límites de la perversión.

Puños tras más y más débiles de mis puños, Marcos reía.

Súbitamente, los dos guardias que sostenían a Camila apartaron a Marcos de mí. Mi novia se acercó a atenderme, pues apenas mantenía mi conocimiento, y ví como el maleante fué arrastrado y encerrado en una habitación.

Mis daños fueron tan severos que la clínica me ordenó a quedarme en observación por uno o dos días, para verificar la ausencia de contusiones o daño nervioso. Los médicos hasta me dieron una pequeña dosis de morfina. En mi somnolencia me revisé en el espejo. El grandulón que ahí me miraba no era yo, sino un pobre tipo de rostro verde, negro y morado, quien apenas podía abrir sus párpados, o sonreír sin lastimas sus labios partidos.

Mis nudillos, efectivamente, estaban arruinados. Tuve que recibir puntos y pasar un par de meses con yesos que tan sólo acentuaban mi triste estado.

Ya en las últimas horas de mi estancia en la clínica recibí una llamada.

“¿Unai?”

La voz al otro lado de la línea era gentil, casi a dos pasos de la niñez.

“Es Marcos. El del bowling.”

Mi silencio le debió haber hecho saber que estaba anonadado, tanto por la sorpresa de su llamada como por lo diferente que sonaba.

“Quiero pedirte disculpas, aunque sé que nada de lo que te pueda decir pudiera corregir el daño que te he hecho.”

“Ok” fue lo único que pude contestarle.

“Sufro de una condición muy rara” prosiguió el heredero de los bolos. “Nadie sabe por qué, pero a veces me convierto en alguien más. No me gusta pelear, ni siquiera alzar la voz. Pero cuando ese otro Marcos… es una bestia asquerosa.”

No le pude decir que entendía, porque todo sonaba como un embuste barato.

“Debes pensar que miento” predijo acertadamente Marcos, “y yo pensaría lo mismo. Por favor, permítenos cubrir cualquier gasto médico o de rehabilitación que incurras por mi culpa, así como algo más por tus problemas.”

Nuevamente, permanecí en silencio. Ya empezaba a comprender porque este salvaje se arrastraba: quería evitar que lo denunciara a la policía.

Empezó a llorar.

“Por favor, considéralo. Jamás me había sucedido esto… a veces mi medicina no funciona, y hasta me pone peor.”

“Lo pensaré” dije finalmente, buscando concluir de una buena vez la llamada.

Marcos me dió las gracias y colgué. Por supuesto que no había forma de que no fuera a involucrar a la ley. Era mi plan ir directo del hospital. Lo cual fue un error hacer tan tarde, pues Marcos no pudo ser encontrado por los oficiales. Su familia aseguró no conocer su paradero, pero todos sabemos que era su forma de proteger al pequeño lunático.

Mi frustración ante la falta de justicia se desvaneció, de la misma forma en que mis heridas sanaron. Sólo una pregunta perseveró ante el paso de las temporadas de mi vida.

Por mucho tiempo me pregunté por qué quise darle esa patada.

Y más importante aún: ¿por qué sentí goce al golpear a esta persona?

Contemplar mis manos, agrietadas y soldadas con cicatrices, me dieron eventualmente la respuesta. En momentos de paz y de ocio me las encontraba, y como un pergamino olvidado me fueron revelando lo que quizás siempre supe:

Todo hombre, en el fondo, tiene un deseo de ser letal.

Por más manso que sea su espíritu, tiene que confíar en su capacidad de castigar a quien desee oprimirlo, humillarlo, hacerle mal.

De lo contrario, esa necesidad de seguridad se trastorna en un apetito. Un hambre de violencia que duerme, que se fermenta.

Que calladamente aguarda el instante en que es justificado para estallar y manchar algo en este mundo con sangre.