Fosa



- Recuento de David, plomero -

Ilustración de Flóres Soláno.

Dos de mis hijos corrían de vuelta a nuestra cabaña de verano. Corrían porque yo, su padre, los perseguía, con las manos extendidas hacia ellos.

Para ambos era un mero juego. Reían, sin saber que trataba de regresarlos lo antes posible al interior del hogar. Para resguardarlos de lo que acababa de ver, mientras recogía leña para una fogata.

Cruzamos el umbral de la entrada principal, y cerré la puerta con llave. Llamé a mi esposa, tratando de sonar calmado y a la vez de recobrar el aliento… de asimilar lo que pasaba.

Justo entonces, escuché un llanto infantil.

Maldición… pensé. Mi tercer hijo, el más pequeño, estaba asomado por la ventana. Y había visto lo mismo que yo.

Se unió otro alarido al suyo; esta vez el de mi esposa, Sara.

“¡David!” gritó, acercándose a la ventana para retirar a nuestro bebé de ella. “¡¿David qué es eso?!”

No tenía la respuesta, pero compartía su espanto. Tan sólo lo había visto por un instante antes de echar a correr e incentivar a mis hijos a huir de mí. Su tez tenía un tono verdoso oscuro, y su rostro era alargado, en el límite preciso entre la longitud de un humano y la de una pequeña mula.

“No sé Sara” contesté, acercándome a la ventana. “Pero traje los niños de vuelta apenas lo vi. Apareció de la nada entre la maleza.”

Tanto ella como yo deseamos, en ese momento , no haber optado por comprar esa cabaña sin teléfono, internet o recepción celular; bajo la premisa que este sería un lugar para “desconectarnos del mundo”.

No sé por qué el universo planeó esta coincidencia, pero al asomarme descendió un aguacero sobre la casa y sus tierras.

Mas incluso a través de la cortina de lluvia pude verla, ahora con detenimiento: la cabeza de aquella figura introduciéndose en el hoyo que había cavado para el mástil central de la fogata.

Una vez adentro, asomó tan sólo su mirada. Sus ojos eran extraños: enormes, demasiado grandes para su tamaño. Y amarillentos, como los de un paciente con hepatitis.

Sara y yo evaluamos, entre susurros, si debíamos abandonar la propiedad o confrontarlo. Instintivamente, opté por la segunda opción: fuera lo que fuera esta cosa, la había visto emerger del monte con una velocidad sobrehumana. Volaba como una sombra verdosa. Ninguno en la familia sería capaz de escapar de su rapidez.

También sabía que huir es, muchas veces, la forma más directa de volverse presa. A menudo es mejor plantarse, demostrar estatura y coraje a la bestia que nos acecha. Para sembrarle la noción de que cometió el error de escogerlo a uno.

Confrontar. Era lo que me correspondía como el hombre de la casa.

Tomé una pala, la misma con la que había cavado el hueco, antes de pedirle a Sara que cerrará cada una de las puertas, juntara a los niños y aguardara en la cocina con las llaves del automóvil. Necesitaba que estuvieran juntos y listos para partir, en caso de ser necesario.

Salí a la pequeña terraza de la entrada, en donde tomé asiento sobre una sillita de madera. Ahí tomaría lugar mi vigilia.

El aceitoso invasor seguía asomado, sus ojos ahora clavados en mí, y los míos enterrados en él. Los relámpagos delineaban, en un ritmo tardío pero constante, su cabeza calva y oscura.

“Podemos solucionar esto por las buenas” le grité en un tono retador. “Sal y echa a correr, tal cual como apareciste.”

Un trueno acentuó, casi perfectamente, el final de mi oferta. Pero el fisgón en el hoyo no respondía. Permaneció inmóvil, sin pestañear.

A los pocos minutos, escuché la puerta de mi casa abrirse. Era Sara, cargando entre manos una olla inmensa y humeante, llena de agua recién hervida.

“¿Por qué no vas y le tiras esto?” sugirió. No era mala idea, así que acepté su propuesta y le pedí que dejara el pote en el suelo. Le dije que sería “un último recurso.”

Pero la realidad era que una parte de mí no quería acercarse a ese agujero. No sabía exactamente qué se escondía en su interior, y me parecía más sensato aguardar de lejos. Sin perder de vista a nuestro atacante, pero también sin exponerme innecesariamente a algún peligro.

Pensé entonces en papá. Recordé la tarde en que me alejó con un tirón de un árbol caído, y del sonido de una cascabel en su tronco. Era un muchacho indagador, lo que me llevaba a querer curiosear aquello a lo que, con toda razón, le tenía temor.

“El miedo es un mensajero muchacho” me aconsejó entonces. “Hay que escucharlo, negociar con él… sólo así sabremos cómo actuar en situaciones de peligro; con valentía, cómo no, pero también con sesos.”

Agradecí, en silencio, la lección de mi padre. Me dije a mí mismo que eso era lo que hacía ahí, sentado en la terraza de nuestra casa: optando por ser valiente, y a la vez usando el cerebro para evitar riesgos adicionales.

Justo en mitad de esos pensamientos, nuestro visitante se movió por primera vez en casi una hora.

Descendió al fondo del agujero, sin quebrar su vista de la mía.

Bingo, te tengo pensé, sabiendo que ya no haría falta el agua hirviente de Sara.

Papá regresó por segunda vez a mis memorias: Mi esposa y yo habíamos comprado la cabañita de verano en la misma área donde crecí, así que estaba familiarizado con el comportamiento de diluvios como el de esta noche. Llovería sin clemencia hasta el amanecer.  Papá aprovechaba precipitaciones como esa para exterminar los avisperos de chaquetas amarillas en el suelo del jardín. En el instante previo al inicio de la tempestad, vaciaba en sus orificios potes enteros de detergente y lejía.

“Todo el nido se llenará de agua envenenada” me explicó la primera vez. Jamás falló su técnica para eliminar a las molestas avispas.

En esta ocasión no tendríamos necesidad alguna de utilizar componentes químicos: la lluvia rebasaría el agujero en menos de una hora. Ella, y el lodo, forzarían a esta cosa en su interior hacia una encrucijada: ahogarse en aquella fosa, enfrentarse a mi pala, o huir.

Había ganado la batalla. Había cumplido mi función como hombre del hogar.

Aguarde pacientemente, esperando a que la forma oscura se asomara de un momento a otro. Que la luz de los truenos me revelaran su cuerpo asfixiado, huyendo de vuelta al monte y en completa derrota.

Pero más de una hora pasó, el agua en la olla perdió su ardor, y el borde permaneció a solas. Un rato después, los relámpagos tan sólo revelaron como la lluvia había topado el hoyo, pero nada ni nadie había salido de él.

Esperé unos diez minutos más. El diluvio había prácticamente ocultado el agujero, y la figura oscura, verdosa, grasosa, de ojos amarillentos y cara alargada no había vuelto a emerger.

Decidí que había llegado el momento de tomar el último acto de coraje. Me acercaría al agujero.

Llamé a Sara.

“Voy a revisar si sigue ahí” le dije. “Necesito que apenas me veas clavando la pala en el agujero tomes a los muchachos, corras al auto y lo enciendas. Si pasa un minuto y no he llegado al carro, vete. Maneja a casa del vecino y cuéntale lo que pasó.”

Mi esposa accedió a mi plan y comenzó a alistar a los chicos. Tomé la pala con ambas manos, y salí a la lluvia, respirando con intención. Un vasto charco rebasaba mis talones.

He hecho lo que tenía que hacer, me decía una y otra vez. Soy un buen padre, un buen esposo.

El relámpago me regaló un vistazo nítido del orificio, a medio metro de mí. Pensé que me revelaría aquellos enormes ojos, mas en su cavidad sólo residía la fangosa oscuridad.

Alcé la pala a los cielos, y la clavé con todas mis fuerzas en la apertura. Una, dos, tres… al menos una docena de veces. Y tras cada estocada, el hierro y la madera en mis manos sólo impactaron agua, y la tierra al fondo de ella.

No entendía cómo, pero el visitante ya no estaba en el agujero. Moví la pala de un lado al otro, como si estuviera removiendo una sopa, tratando de encontrar algo. No tenía sentido. Por horas había mantenido mi vista en este agujero. Nada habría podido salir de él.

Escuché a mis espaldas el chispoteo de mi familia corriendo al carro, aupada por Sara, y por un segundo dudé de mi idea. Pero ya no tenía sentido cambiar de rumbo. Esta sería la forma cómo escaparíamos.

Sin soltar la pala, corrí con todas mis fuerzas hacia la luz del vehículo.

“¡Vamos David!” pidió a gritos mi esposa, ya incapaz de disimular su angustia. Mis tres hijos comenzaron a lloriquear. Salté al asiento del piloto, dí la vuelta y manejé a toda velocidad de la propiedad.

No sé que me llevó a ver el espejo retrovisor. Quizás el deseo de que nada nos estuviera siguiendo.

Inhalé con todas mis fuerzas, como sólo hace quien ahoga un grito.

“¡¿Qué?! ¡¿Qué pasó?!” preguntó Sara al percatarse de mi reacción.

“Todo” le mentí. “No puedo creer lo que está pasando.”

Así como en horas atrás, opté por resguardarlos de lo que había visto: en su apuro, mi esposa había dejado las luces de la casa encendidas. Delineadas por ellas, estaba la figura de cara alargada, su rostro pegado al ventanal de la cocina.

El lugar donde, hasta meros instantes previos, mi familia había esperado por mis instrucciones.

Nadie en la vecindad había visto o siquiera escuchado sobre este personaje. Así que jamás obtuvimos explicación de qué era. Pero no fué esta falta de información lo que me atormentó las semanas posteriores al incidente, sino la noción de lo cerca que mis seres más queridos habían estado del peligro, a pesar de mis mejores intenciones.

Saber cómo había fallado: esa era la respuesta que más anhelaba. A espaldas de Sara, regresé un día a nuestra cabaña, la cuál venderíamos no mucho después.

Era un pesado día de verano, de aquellos que caen sobre tí como un último golpe antes del otoño. Moscas y (curiosamente) avispas revoloteaban por el jardín. Desde afuera podía ver que las luces de la casa, muy a mi sorpresa, seguían encendidas.

Y el agujero, también, prevalecía en la tierra.

Me asomé en el hoyo, y empecé a sudar. Mi torrente sanguíneo pareció vaciarse a través de mis talones.

Dentro de la fosa había otro hueco, cavado en sus paredes. En dirección a nuestra cabaña.

Corrí a toda prisa hacia el hogar vacacional, y abrí su puerta prácticamente con una patada. Enfrente de la ventana de la cocina había huellas, alargadas huellas de lodo. Y detrás de estas, más marcas de pisadas, las cuales conllevaban a una compuerta en el piso, justo afuera de la habitación. La trampilla conducía, por su parte, a un espacio de rastreo, al cual, hasta ese día, jamás había tenido la necesidad de entrar.

Respiré profundo, sabiendo lo que estaba a punto de encontrar, y me asomé al área inferior.

Había un hueco en la tierra. La cosa había cavado hacia mi casa, mientras yo me dedicaba a esperar a que se ahogara.

Mi familia aún no lo sabe, pero mi decisión de ser valiente y firme los había puesto en peligro. Mi disposición a ejercer calma y paciencia, en medio de una situación que no las ameritaba, los dispuso a milímetros de las zarpas de esta cosa.

Una fuga temprana, tal cuál como eventualmente terminamos haciendo, probablemente los hubiera alejado de esta posibilidad.

Entendí en ese momento mi falla como hombre, mi punto ciego como padre: a veces, es buena idea ser el que inicia la escapatoria. De vez en cuando, es necesario ceder al miedo.

No negociar, sino entregarse completamente a él.